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martes, 10 de mayo de 2011

Soy yo o es yo. Dos modos de la primera persona del singular

No es preciso decir yo para hablar de sí. En la ambivalencia de la frase anterior se aloja, creo, los sentidos de este texto.
     Primero una cuestión técnica. Salvo una mención al paso de Martín Caparrós, no tengo vista esta distinción que a mi juicio, y en ciertos textos, es capital. A saber: la distinción entre dos modos del yo, o, mejor, entre dos modos de la primera persona del singular.
     Leyendo La cisura de Rolando, de Gabriel Báñez, me encontré con esta necesidad. A poco que me puse a pensar sobre la persona de la narración, me hizo agua todo lo que desde hacía tiempo venía enseñando alegremente a mis pobres víctimas en las escuelas. Víctimas de un saber nominal, digamos, de un saber manso, que se deja, pero que no sirve. El profesor les enseñaba que había tres personas de la narración, básicamente, que eran la primera, la segunda (poco frecuente) y la tercera, y luego subcategorizaba esta última según fórmulas conocidas. Pero, a poco uno se vuelva un poco rebeldón con estas mañas pedagógicas, el agua nos tapa. Aunque nos hagamos los secos.
     La cisura arranca con una primera que no deja dudas: “Escribo porque no sé hablar”. La conjugación en primera, la referencia en la primera, la óptica en la primera... sin margen de error. Pero a poco avanza la narración, la referencia se corre hacia el lado de sus padres. No sólo lo que los padres hicieron con él, con Rolando, con la primera del comienzo, sino lo que los padres hicieron o hacían, sin más. Es decir, Rolando, que era la primera, ya no decía yo sino decía él o ella, y conjugaba los verbos en tercera (singular o plural). Y no pude hacerme el seco. ¿Estaba el texto narrado en primera persona del singular, siendo que todos los marcadores morfosintácticos se  correspondían con la tercera? Y me respondí que sí, no sin antes acordarme de la mención de Caparrós, que al momento intenté nombrar.
     Las nombré según una vieja distinción filosófica: sujeto y objeto. La narración del pequeño Rolando empieza en una primera persona clásica, con los marcadores gramaticales (pronombres y verbos) que la avalan. Era un narrador que hablaba de sí. Una primera autorreferencial, una primera cuyo referente, cuyo objeto, era un sí mismo. La llamé primera persona objetiva. El narrador coincide con el referente. Pero la siguiente era más trabajosa puesto que menos científica, menos demostrable, ¿más literaria? Se trataba de un niño que describía, con los modos sintácticos de la tercera persona, un mundo familiar. Pero, y acá mi criterio indemostrable, el narrador seguía importando mucho. Y no en tanto narrador, he aquí la cuestión, sino en tanto sujeto que mira, que configura, que representa, que modela. Importaba la mirada de Rolando, casi más que lo que el niño mudo miraba. Y no digo su lenguaje, sus formas, digo su mirada, los afectos de su mirada, las pulsiones de su mirada, las desviaciones, los gestos, los deseos de la mirada de Rolando. El sujeto representa un objeto pero se queda apresado en él y por lo tanto lo modifica, a veces brutalmente. El sujeto representa entonces no tanto la cosa como la cosa mirada o, mejor, la mirada en la cosa. Si exageráramos de manera que convenciéramos a alguien diríamos: se representa una mirada. Y la mirada es del narrador. Ergo, la narración sigue en primera. Una primera persona a la que llamé subjetiva. Que corre con la positiva desventaja de no corresponderse con la superficie, quiero decir con la gramática. Las marcas son de la tercera, eso es un argumento incuestionable en contrario. Con una desventaja: no describe ni explica lo que pasa.
     La poesía sabe mucho de esta primera subjetiva. Seré radical. Recurriré a los Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, de Oliverio Girondo. La superficie indica que hay un narrador (o una voz) en tercera persona, puesto que se limita a figurar paisajes a modo de postales. El sujeto que mira rara vez se vuelve sobre sí para nombrarse, pero jamás desaparece, jamás se desdibuja, jamás deja solo al paisaje que está mirando. La deformación es tal, la afectación y la afectivización de las cosas es tan notoria, que lo que importa es menos el puerto que la mirada hipersubjetiva (si es que vale) del que mira el puerto, por poner un caso. Cuando una red de pesca es un velo de novia, o unos marineros borrachos son hombres enseñándose a caminar, cuando las casas son dados y el azar urbanizador un cubilete, entonces el mundo y quien lo ve se confunden en otra cosa. Una tercera cosa, quizá. Debiéramos decir entonces que esta primera persona subjetiva representa una mirada deformando la cosa. Ni la cosa ni la mirada. representa una distancia, la falla, la discontinuidad, la grieta entre el mundo y un mundo. Claro que esta tesis es fácilmente refutable, también positivamente, diciendo que no hay tal mundo. Es cierto. Pero convengamos que entre los girasoles fotografiados desde una cámara digital por un campesino orgulloso y los girasoles de Van Gogh hay una diferencia. Y esa diferencia es la mirada.
     De los poemas de Girondo se desprende, al cabo, un hombre representado, más genuino en tanto menos voluntarioso o programático. Un hombre profundo, acaso sin cuerpo. Quizá no nos sea dable describirlo pero sí, en cambio, presentirlo o amarlo. Ese hombre no dijo yo pero quedó puesto, quedó atado al puerto, a los bares, a las putas del mundo, a los morros de Brasil, al olor a sexo de Mar del Plata. Es casi un deseo, disculpen la euforia, lo que queda representado. 

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