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viernes, 29 de abril de 2022

Canción de invierno

 

Este campo,

el verde y el azul,

esta pradera,

el agua y la quietud,

parece, pero no, no están afuera.

 

Estas flores,

lo inmenso bajo el sol,

esta corteza,

las ramas del gorrión,

parece, pero no, no están afuera.

 

Este viento,

las hojas del laurel

girando apenas,

las ramas que pisé,

parece, pero no, no están afuera.

 

Esta lluvia,

el frío y la humedad

sobre la hierba,

las aves que se van,

parece, pero no, no están afuera.

 

Este frío,

las hojas que no vi

bajo esta niebla,

las rosas que perdí,

parece, pero no, no están afuera.

 

miércoles, 20 de abril de 2022

El camino del bosque

                                                                                       a M.G.

Salimos de tu casa, recuerdo, hacia uno de los caminos del bosque,

entiendo que por la calle ciento dieciséis,

adoquines y veredas rotas,

recuerdo haberte dicho que nunca había pasado por ahí,

y no mentía,

todo me resultaba más o menos nuevo,

recuerdo habernos detenido ante un inmenso jacarandá

que parecía desmentir la ternura o la suavidad del resto de los jacarandá que conocíamos,

sobre todo los de la diagonal setenta y tres, dijimos,

y no mentíamos,

menos vistosos, más aceptables o amistosos,

recuerdo que seguimos por ese camino inclinado, curvo,

raro en esta ciudad de líneas rectas y precisas,

hacia lugares que yo conocía menos aún

(porque es posible conocer menos aún que lo que ya no se conoce, dijimos)

y reparamos en el rumbo irreversible hacia el amarillo de los fresnos,

que emigran decididamente ya del verde,

que son invisibles todo el año hasta que llega marzo

y que por un tiempo son hermosos y presentes,

con dedicación, con abundancia, obstinadamente,

reparamos también, claro,

en el olor a viruta sudada que venía de la facultad de veterinaria, creímos,

en el olor a caballo que me sigue desde chico, dije,

en los colores azul y blanco de la bandera de Gimnasia,

pintados con fervor y disciplina en los cordones de las calles,

en los postes de luz, en las paredes y en los árboles,

recuerdo las plazoletas triangulares, los juegos,

y el camino que recibía ahora francamente el viento abierto

al llegar a la avenida de circunvalación,

como si saliéramos de un mundo secreto para ser visibles, públicos, de todos,

(sólo de nosotros estábamos escondidos),

recuerdo haber reparado en las acacias altas de la diagonal setenta y tres

(agradezco tanto haber llegado un día a esta ciudad, de eso  también hablamos),

en un ombú reciente que ya hinchaba sus raíces contra la tierra,

como en rebeldía, o en agradecimiento,

recuerdo las inscripciones rápidas en las paredes de las casas,

amor, venganza, crueldad, admiración, amistad, cobardía,

(¿qué hay detrás de las palabras?)

y la charla que derivó hacia la estética, la literatura, la ciencia, la filosofía,

en esta estación desnuda, dijimos,

recuerdo que cruzamos varias veces de veredas y de calles,

diagonales, paralelas, perpendiculares,

sólo sabíamos vagamente que regresábamos,

que pasamos por una escuela que los dos conocíamos,

y hablamos de eso,

de las historias que conocimos,

de la gracia de ser niños,

recuerdo ese camino de regreso, inhóspito, pausado, perfecto,

(sesenta y cinco, sesenta y cuatro, sesenta y tres)

baldosas, canteros, raíces, baldosas,

muchas hojas ya en el suelo de un color inmejorable,

el olor del otoño y la sombra justa, eran las tres de la tarde, supusimos,

recuerdo un árbol cuyo nombre los dos desconocíamos,

solo, en una esquina,

pero del que admiramos la prolijidad, la discreción, la claridad y el abandono,

también, por qué no,

y lo quisiéramos para un jardín, dijimos

(como si no pudiéramos disentir, ¿no es cierto?),

y no mentíamos,

recuerdo los enanos de jardín en una puerta casi secreta,

la ternura y el horror, todo ahí, en esa piedra,

y yo que recordé la casa de mis abuelos en mi pueblo y un hermoso cedro casi azul

dominando la esquina,

que mi padre tuvo después que derribar,

o que solo se cayó, no recuerdo, o da igual,

ya llegábamos, ¿verdad?

recuerdo (no olvido) los pájaros indistintos que miramos,

los pájaros cotidianos que nombramos,

el gorrión, el hornero, la paloma, el zorzal,

los pájaros que miramos y que dejamos pasar, para qué nombrarlo todo, ¿no es cierto?,

si ya estábamos de vuelta,

recuerdo (no olvido) sobre todo la templanza, la nobleza, la cortesía, la lealtad

(cómo olvidar), la lealtad,

el acuerdo silencioso,

eso no se me cae nunca del recuerdo,

recuerdo, sé que no te puedo nombrar, pero quiero que sepas que no olvido,

recuerdo que los dos sabíamos muy bien aquello de lo que no podíamos hablar,

conmueve, ¿no?,

y no lo hicimos.

viernes, 8 de abril de 2022

Escribo porque no puedo hablar (Ensayo sobre la obra de Gabriel Báñez)

 

Sólo alguien que, como yo, padece algún grado de mutismo, de imposibilidad de hablar, puede darle la dimensión profunda, el carácter estructurante a esa frase que Gabriel Báñez debió haber escrito en su primer libro (y de algún modo lo hizo, claro), y que, en cambio, dejó para el último. Escribo porque no puedo hablar. Esa es la frase que escribió al final, decía, pero que, como un suicidio, permite leer, a partir de esa manifestación última, esa emergencia, todas las veces en las que esa frase fue efectiva, real, pero tácita. Como un sujeto. No es que no está, nos dicen las maestras, está, pero no se escribe, el sujeto es tácito.

     Sólo alguien, decía, que, como yo, padece parcialmente esa enfermedad de la falta de habla, o mejor, de su imposibilidad, puede llegar a la conclusión de que ha sido precisamente esa enfermedad la que ha producido esa obra, que ha sido esa enfermedad la que en alguna medida la sostiene (porque la enfermedad está en la ora, por supuesto), la que la informa; quizás también, en un sentido último, la que la justifica. Pero entonces, dirá algún profesor universitario, o, peor, algún profesor de escuela (y digo peor porque se lo dirán a chicos que aún pueden preservarse de esa sofisticación académica, de esa irrealidad teórica), usted está hablando del autor, y el autor no existe, el autor, dirán los menos groseros, es sólo una creación de la obra. Yo preferiría, si se me permite, dejar de conversar con esos fantasmas, con esas supersticiones incomprensibles y fantásticas y seguir con lo mío. El autor existe y se llama Gabriel Báñez. Es causa y efecto de su obra. Yo lo conocí.

     Y claro que estoy hablando de un autor, de qué si no. Estoy hablando de un modo de vivir que produce, de infinitos modos, una manera de escribir, una manera de representar, una preferencia de temas, una sustancia emocional, psicológica, estética, un tono. Un modo de vivir que produce, de forma compleja, insisto, una manera de ser, de vivir del texto.

    Uno recorre, incluso con la memoria, las novelas (sobre todo las novelas, quizás lo más memorable y profundo), uno recorre las novelas de Gabriel, decía, y lo que encuentra, bajo diferentes formas, es una Forma, digamos (permítaseme la mayúscula que aquí es algo platónica), uno encuentra, decía, una Forma, bastante sencilla, bastante rudimentaria, y por eso quizás tan humana, a saber, la un mundo que nos salva de otro. Así de sencillo. Podemos recordar una iglesia en el trajín de Ensenada de los años 30, un círculo mágico, demarcado, prolijo, apenas verosímil, adentro de esa iglesia, dentro del cual se produce el milagro, unos tarritos con agua, en las patas de una cama, para que la cama de una mujer moribunda no alcance el suelo, y muera, una casilla de circo en el medio de la desolación árida de La Pampa, una mujer embalsamada (estoy recorriendo al azar, las escenas son casi infinitas) y eterna, un violín sonando en la desolación de esos campos solitarios, una calle de nombre Nueva York, en Berisso, sobre la cual queda suspendida la legislación efectiva del mundo, un hombre lisiado sobre una rampa luchando amarga y felizmente contra la fatalidad del tiempo, un puñado de cartas que un hombre escribe y que lo eximen, lo liberan, de vivir lo que las cartas cuentan, y salvan, de algún modo, a la mujer que las recibe y lee (y que las cree), unas cartas, digo, que en su ficción relevan a quien las escribe y falsea, por fin, de la tarea casi imposible de vivir. Porque, en realidad, la frase que Gabriel escribe en su última novela es bastante limitada, casi pobre. Quiero decir, le adivinamos a esa frase un alcance mucho mayor. Quizás esa frase sólo sea una manifestación modesta más de otra forma anterior que podría rezar, tácitamente, como casi todo, escribo porque no puedo vivir. Esa frase también está, evitando lo expreso, desde el comienzo al final de esa obra. Escribo porque no puedo vivir. Por supuesto que escribir, también, puede ser metáfora de otra cosa. Sigamos.

     Escribo porque no puedo vivir, eso es desesperante y hermoso. Eso es Báñez también. Desesperante y hermoso. Desgarrador y hermoso, paródico y hermoso, desprolijo y hermoso, inverosímil, hábil, torpe y hermoso. Los adjetivos podrían seguir, pero quiero detenerme en ese que los complementa o redime a todos los demás. ¿Dónde está esa belleza que como una sustancia sobrevuela o atraviesa lo deshilachado o lo gracioso de todo lo demás? Bueno, podríamos citar escenas, claro, frases, imágenes, pero por supuesto no lo haremos, porque a lo que me quiero acercar es a lo tácito, de nuevo, y esa belleza está en cada línea de esa obra, o, mejor, detrás. Quiero acercarme entonces a esa otra Forma, a ese otro fondo, que informa y unifica toda la obra de Gabriel y que, para ser prácticos y honestos, también, podríamos llamar Gabriel. No juego con las palabras. Eso lo hacía él y a veces fue genial, como cuando hizo hablar a ese hermoso padre llamado José, que hablaba en hipérbaton (otra manera de salir de la vida, claro, desordenar hasta el ridículo el lenguaje), y a veces sólo fue superficial y cándido.

    Decía que no me interesan ahora los juegos de palabras. Lo que digo es que al leer esa obra, una suerte de sustancia nos acompaña en la lectura, algo anterior y silencioso, algo histriónico y resbaladizo, algo esencial que no se manifiesta, como Dios, una causa última. Esa forma es la forma de Gabriel. Digamos, su alma, sí, pero también su personaje, sus gestos, su sonrisa, la forma hilarante de mirar, de decir, quizás también de sentir; la forma también que se nos ha ido dibujando en todas sus novelas anteriores, en sus apariciones públicas, por supuesto, pero todas (incluso las públicas) también provenientes de esa fuente, esa causa que llamamos Gabriel.

        Es que es imposible leer su obra sin ese fantasma en que se convirtió ese hombre, una vez que ha sido, de varias maneras, representado. Ese centro es también el que, como lector, buscamos. Lo buscamos a él. Y él es el que, también, y siempre tangencialmente, le da sabor a las palabras, color a las imágenes, espíritu a las ideas, intención. Lo vemos sonreír, quiero decir (más claro ya no puedo ser), cuando nos dice una ironía. También lo oímos desesperarse cuando nos pregunta de manera insistente (un tanto teatral, a medias creíble) si aún estamos acá, si estamos ahí, digo, del otro lado del papel, porque de éste sí que hay alguien, quien escribe, quien siente, se confiesa y miente de este lado del teclado. Pero sobre todo quien nos dice la verdad. Porque esa forma Gabriel también es la forma de una verdad. Una verdad que sin duda nos costará alcanzar, y al texto expresar, porque es la verdad profunda de un sujeto, pero que se intuye, se adivina y no dejamos nunca de buscar. Eso es leer. No conozco otra manera digna de hacerlo.

    Pero vuelvo. Escribo porque no puedo hablar, decía, es la forma de una enfermedad. Y la obra de Báñez es, como la de todos los escritores que valen la pena, el síntoma de una enfermedad, así como también un intento de cura, de sanación, y, por qué no, de salvación. Porque esa plenitud buscada es íntimamente religiosa. O, mejor, esa plenitud es la que busca la devoción, la aspiración a lo divino, a la voz de Dios. Y a Dios ya lo he nombrado dos veces. No creo que sea gratuito. Esa otra vida que buscan todos los personajes en su obra es, siento, esa otra vida, más verdadera, más intensa, menos insensata y ridícula, que no encuentran en la vida común. Ese es el sentido de una mujer embalsamada, esa eternidad es la que no da la vida. Y ahora siento que nos vamos acercando. Escribir es el síntoma de una enfermedad, decía, es la acusación, la denuncia más o menos estoica y elegante de una falta y también lo es de la búsqueda incesante de una sanación, de un ascenso a otra vida mejor, de una plenitud.

     Creo que ya lo he dicho todo. El resto es leer de nuevo su obra (que por supuesto no precisa de una exégesis; exégesis, por otro lado, de la esa obra incluso ya se está riendo, y lo bien que hace, porque también se reiría Gabriel).

   Una última cosa. Esta mañana me desperté con la noticia de este concurso en el que ahora participo. Me la envió un amigo con el que hemos leído incansablemente la obra de Báñez. Le respondí que sentía que estábamos adentro de una novela suya. Un concurso literario con su nombre, con su foto típica, en letras de diario, en su ciudad de La Plata, publicado en un diario local, por un Círculo de Escritores de La Plata. Todo muy provinciano, como le gustaba decir a él (que por supuesto se asumía provinciano), hasta lo módico del premio. Pensé entonces que hay obras que se agotan cuando uno las termina, sencillamente porque no nos son memorables; otras que se prolongan un tiempo, algunas imágenes, frases o ideas nos acompañan un tiempo; y hay otras, como las de Gabriel, que no sólo se prolongan sino que se reinician en cada momento, en cada circunstancia de la vida, que nos contienen y se expanden en la medida en que se alarga la vida, como un capítulo más de sí. Y para todos. Porque acá creo que llega el momento de hacer una aclaración. El yo del principio es real, sí, pero también es metafórico. Es real porque me nombra a mí, por supuesto, pero es metafórico, también, porque todos padecemos en buena medida de la discapacidad vistosa de la mudez (y quizás de la discapacidad a secas), a todos nos cuesta decir en voz alta, estar con palabras entre los otros. Todos hacemos algo, también, para salvar esa discapacidad. Claro que no todos podemos redimir, con nuestros síntomas, a todos los demás como la obra de Gabriel, que, de algún modo, nos devuelve la palabra.