Buscar este blog

sábado, 31 de marzo de 2012

Mariana

A Mariana, por su lenta recuperación

Hay quienes dicen que la semana pasada volvieron a intervenir a Mariana. Dicen también que un alfarero subrepticio recogió el barro negro que le sacaron del vientre. Dicen esos que la vasija es hermosa. Otros dicen que nunca existió tal vasija. O que un viento del este la rompió. No faltan quienes dicen que fue la vasija la que fue sacada del vientre de Mariana y que el alfarero fue quien la transformó de nuevo en barro. Quienes siguen esta versión dicen que con el barro de la vasija extraída del vientre de Mariana, el alfarero construyó a Mariana. Hay quienes no dicen nada.

jueves, 29 de marzo de 2012

La flor

Pensó que cuando al fin llegara y le diera la flor esa flor no sería la misma flor que salió de su jardín. Pensó que tampoco esa flor era flor ahora cuando nadie más que su jardinero sabía de ella. Se preguntó entonces con creciente y vacilante terror si la flor existía. Se preguntó qué cosa era la cosa que aún no había nacido. Qué cosa era la cosa que ya se había muerto. Qué fisura o abismo se abría entre la flor arrancada y la flor recibida. ¿Era la flor la fisura? ¿Era la flor un abismo? ¿Era la flor el espacio hueco y vacuo entre la tierra cultivada y la mano regalada? ¿Era la flor otra cosa anterior a todo tallo, todo pétalo, toda semilla, toda tierra y toda mano? ¿Era la flor posterior a todo eso? ¿Era la flor el perfume que queda de un azar? ¿Era la flor la lluvia? ¿Era la flor la sangre de sus manos cayadas? ¿Era la flor un silencio palpitante y vibrador? ¿Era la flor un futuro incierto o apenas entrevisto? ¿Quién da a quién la flor? ¿Quién la recibe de quién? ¿Era necesario que fuese la flor algo de todo aquello? ¿Seguiría después de este silencio con su oficio mudo de jardinero? ¿Todas las flores van al cementerio? 

La ola

Esperaba la próxima ola. Dejaría que la atraviese o la pasaría por arriba. La mañana le daba el tiempo y la claridad. Esperaba un salto desigual de agua en los comienzos o los confines del mar. Le bebería la sal o se pondría de espaldas para sentirle la fuerza descorazonada. La mañana casi era más larga que el mar. A la mente le vinieron muchas palabras que descartó. Hacía un tiempo que había logrado estirar los hilos que van de la mano al corazón. Le quedaba lejos la pena de las hojas. En la cima desatenta del cielo un sol brutalmente vertical se ennegreció ligeramente por el paso desinteresado de doce pájaros más o menos en forma de v. Lorena esperaba una ola grande. Una ola más grande que la anterior. Pondría la mano venosa como un cuenco hacia arriba para que algo de la ola no se vuelque en la indiferencia del agua o cerraría los puños llenos de codicia para vengar la tardanza. El sol ajeno se hizo lentamente visible delante de sí. Lorena esperaba una ola grandiosa que la dejara otra. Abriría la boca hambrienta para bañarse el estómago con el agua del mundo o cerraría los ojos avaros para negarle su visión. La tarde arriba se ponía sin éxito ni fracaso. Silenciosamente le molestó su apatía. Se adelantó unos pasos por el agua. El mar le quitó sin querer dos senos hermosos y blancos. El sol no quería nada cuando cruzó la línea insensible del horizonte. La puesta es insensata, pensó. Como un espejismo de nieve en altamar. La puesta es insensata. La noche le encontró un pájaro oscuro bebiéndole los bucles rojos de las sienes y la garganta. Lorena esperaba una ola grande. Más grande que la anterior. Lorena murió de frente. De noche. Con un cigarro encendido en la boca.

lunes, 26 de marzo de 2012

Al río II

Esa tarde blanca frente al río verde y transparente, bajo un sol oblicuo y naranja que ganaba en esfericidad conforme descendía, sentado sobre la arena apenas húmeda que heredaba su lasitud y su llanura del vaivén quieto de las aguas, esa tarde opaca o turbia de marzo, junto a los lentos cuencos pequeños y móviles que dibujaban las aguas sin prisa ni objeto, frente al monte verde inmóvil que llamaban la isla, esa tarde de otoño reciente y antiguo, en la soledad de la costa teñida de humedad intermitente con más pájaros que hombres, envuelto en el murmullo silencioso de tan inexpresivo de las aguas ondulantes y reiterativas del río, con los pies desnudos contra un viento consuetudinario y neutral, esa tarde respirada sin relieve ni crispación, sin forma, atado a la inmovilidad hormigueante por un placer que le nadaba mucho más abajo del vientre, seducido sin saber por una calma sin dioses ni demonios, acomodado sin deseos a una voluntad involuntaria emergida del agua, mirando el río desapasionado sin ver otro cosa que una nada verde oscura, volcado o vuelto hacia una mismidad levemente gozosa que quizá le bajaba de los dispersos árboles o le trepaba de la cambiante arena, esa tarde de placer inocuo en que algo dejaba de chillar, de pedir, de rezar, de olvidar, de entender, de rogar, de decir, de no olvidar, de querer, de sentir, de llamar, de correr, de suplicar, de volver, de soplar, de esperar, de esperar, de esperar, esa tarde, anclado a una voz de arrullo que en silencio pedía callar, rondado de sí como de un agua mayor, esa tarde, lenta como una pared inmensa, cayó encima de sí, como una canción de cuna, como una luna imprevista, como la noche, como un río que empieza a nadar adentro, una revelación lenta y fulminante, quizá fatal: el presente.  

domingo, 25 de marzo de 2012

Lorena II

Lorena murió despacito. Con un sufrimiento de alga o agua de río lento. Iba por la calle juntando hojitas. Esperaba una señal y estiraba la mano hacia arriba o pegaba un breve saltito. A veces se le escapaban y no volvía. Las dejaba para la vuelta. Murió selecta, unánime, monótona, invisible. A paso corto y bajo con menos llegadas que salidas. Caminaba por una calle múltiple de La Plata. Cruzaba la calle si le interesaba una hoja distinta. O seguía si quería una igual. La manito blanca y nueva se le llenaba de verde. Ella les sacaba el cabito para borrarles el origen. Si la hoja era muy alta o el árbol muy nuevo seguía por la vereda acanalada o lisa. Cuántas hojas tendría ya, se preguntaba sin convicción. Cuántas hojas hacen falta para ser selva. Cuántas hojas de diferencia tienen un árbol, un bosque o un monte, se preguntaba sin esperar. Sin esperarse. Lorena iba adelante y detrás de sí. Hablaba para adentro, también. Caminaba sin nadie, también. Iban tan solas. Daban saltitos para nada. Para nadie. Juntaban hojas. 

viernes, 23 de marzo de 2012

Al fuego

Vio crecer el fuego desde abajo. Vio la noche interrumpida por los brazos extendidos de la llama. Vio en el aire intacto la blancura desarmada del humo. Vio el calor por el tono. El perfume por la forma. Pensó en las metáforas del fuego. En las sinécdoques del humo. No llegó a nada. Trajo palabras para el aire construido. Para el silencio rítmico. Para el alba prematura. Creyó en algo que no supo. Vio algo que no quiso. Supo algo que no dijo. Escribió unas líneas como siempre. Unas líneas como puentes. Como vuelos de paloma sobre el nido. Prefirió el silencio desteñido. De un salto cruzó el abismo. Tantos signos. Tantos signos. Se preguntó lo de siempre para escamotear lo de nunca. Lo de mañana. La respuesta sin pregunta. Sospechó detrás del fuego la exactitud de los hábitos nocturnos. El fuego intentaba ser naranja. El frío poco a poco se empobrecía. Caminó hasta las hojas. Dibujó un dragón adentro de una almohada. Un caballo sudando con migas de pajarito. Con paciencia le dio forma al silencio. Él estaba apagado. Mudo. Eso también no lo dijo.

jueves, 22 de marzo de 2012

A veces un río

A veces un río me nada. Me manda. Yo me recuesto secreto y mudo sobre las piedras del fondo y un río me ahoga. Me vierte. Me remonta. Acerco tan despacio la cara de arcilla a la humedad de la arena y un río me traga. Me devora. Me bebe. Me nace. A veces por la noche me crece y por la mañana a veces vuelve. Yo le doy el cuerpo de barro para que se hunda en los poros blandos de mi silueta. A los pájaros les cuesta pedir perdón cuando los vuelo. Cuando los agito en el aire y llovemos. Cuando los árboles más altos nos trepan. Yo sé que llevo un viento. Yo sé que un viento me lleva. Con la boca abierta a veces el río se saca la sed y vuelve. Yo no soy quién para sacarle la saliva de la lengua. A veces un río me viene. A veces un río me deja. Me aleja. Se va al mar sin fondo del que vengo. Se arroja al mar sin huellas del que llego. No sin antes esconderme en su pecho de piel turbio y tibio. Luego esperar un sonido vital como un signo. Y escucharle el corazón como un niño.

martes, 20 de marzo de 2012

La cascarita

a las palomitas
a los pájaros ausentes

En un punto fue una experiencia fundante. Fue en un banco de Plaza de Mayo. Al lado mío, enseñándome, estaba mi abuela. Me enseñaba a arrimar las palomitas grises y blancas a mis pies. Tirales la cascarita, hijo. Tirales la cascarita. El pan lo traíamos de casa. De la casa de mi tía, quiero decir, en donde pasábamos esas vacaciones de verano hace mucho tiempo. Tirales la cascarita que les gusta, repetía. A la miga me la comía yo. O se la daba a la abuela para guardarla y hacer no sé qué postre cuando llegáramos. Tirales la cascarita, hijo, decía incansable la pobre abuela. Y digo que fue una experiencia fundante porque cada dos por tres me voy a Plaza de Mayo a repetir como una fatalidad el ritual que empezó una tarde de la mano de mi abuela. No sé si lo hago para recordarla, para excusarme de la herejía cristiana de tirar el pan (puesto que a mí no me gusta la cáscara dura pero no me animo a tirarla), o para sentir el olor cálido y sucio de las palomas mansas y hambrientas al lado de mis pies. No lo sé. Lo cierto es que vuelvo a hacerlo de vez en cuando. Claro que es un viaje. Me voy al Centro. Ya en un banco, comienzo el ritual. Descascaro el pan, arrojo las cascaritas en las baldosas de la Plaza y me como la miga que ellas no prefieren. Tirales la cascarita, hijo, me acuerdo. Y la abuela tenía razón, aunque, quizá por suerte, como siempre, no toda. Un par de veces he probado, como un desafío tal vez, arrojarles el pan entero. Lo primero que comen, compruebo, es la cascarita. A la miga, si pueden, la dejan para vaya a saber qué otra pájaro ausente. También es cierto que algunas palomas llegan con hambre y se comen el pan entero o, incluso, las hay (esto lo he comprobado alguna vez) las que prefieren la miga. En fin. Cosas de chico. Cosas banales que a veces recuerdo para olvidar.

sábado, 17 de marzo de 2012

Por qué la literatura

“Para ver, necesito estar exenta de mí.”
(Clarice Lispector; La pasión según G. H.)

“Un gran poeta puede expresar, al menos en broma,
verdades psicológicas muy mal vistas.”
(Sigmund Freud; El malestar en la cultura)

“La literatura es lo esencial o no es nada”
(George Bataille; El mal y la literatura)


Introducción

El título de este ensayo tiene la forma de una pregunta, es decir, de un interrogante, de una demanda o incluso una exigencia de respuesta. Hace poco leía una distinción entre “enigma”, “secreto” y “misterio”. Este último, leía, supone la irresolución, la negativa a la interrogación, el vacío ante la búsqueda. El secreto, seguía, es un saber exclusivo, supone una relación dispar, de poder: uno de los dos tiene el conocimiento, la respuesta ante una pregunta quizá tácita o presunta. El enigma, en cambio, es una incógnita cuya respuesta es, por lo menos, accesible. Entre estas tres categorías nos deslizaremos aunque, quizá necesariamente, entremos en la zona de espejismo de pensar que se trata sólo de un enigma o un secreto.
     La pregunta formulada es una variante más, quizá, de la más frecuente, a saber, qué es la literatura o, moviéndonos de manera decreciente en la escala de repetitividad, para qué la literatura. Creo que, en esencia, las tres preguntas rondan el mismo centro. Pero no desdeñemos los matices. Preguntarse por el “qué” es preguntarse por los límites, por las fronteras, por la demarcación más o menos exacta de un territorio. Buscamos una definición cuando nos preguntamos por el “qué”. Cuando nos preguntamos por el “para qué” lo que le buscamos a ese territorio previamente definido, a ese submundo delimitado, es su utilidad, su servicio, su provecho. Es una pregunta que parece exigir respuestas claras, respuestas que llevan implícito el verbo “servir”. La pregunta del “por qué” también lleva implícito un verbo. Ese verbo es, quizá, o entre otros, el verbo “elegir”. Es decir que si desplegásemos como un rollo de papiro la pregunta diría algo así como “por qué elegir la literatura”, o cosas similares.
     El formato antedicho me exime de un título más ampuloso como el de “la especificidad del discurso literario”, por ejemplo, ya que es esto en realidad aquello por lo que, en principio, nos estaremos interrogando. ¿Qué tiene la literatura que no tengan las otras prácticas discursivas? Y otra pregunta aparejada: ¿qué tendría esto de “elegible”? En conclusión. Estaremos pensando acerca de los modos de ser específicos de la literatura y de las bondades que esos modos importan. Si soy convincente, entonces deberemos salir de aquí pensando que un libro tiene más potencialidad significativa que, por ejemplo, el periódico que mañana emergerá por la puerta de calle como un amigo permitido.


1)  Qué es la literatura

Voy a glosar aquí lo que creo una de las definiciones más aceptadas y a mi juicio más abarcadoras de la literatura. Quizá debamos decir en pos de la precisión que se trata de una definición “contenidista”, es decir que apunta más a lo dicho que a los modos de decir. Con lo cual podemos agregar para ser lo menos injustos posible que se trata de demarcar un tipo de literatura, o quizá, en términos de consenso, se trata de definir lo que corrientemente llamamos “literatura”, aunque no define “lo literario”, lo que los formalistas rusos llamaron la “literaturidad”.
     Esta definición tiene en su núcleo el concepto de “ficción”. Diríamos más, se hace su sinónimo. Una obra cuya materia prima es el lenguaje formará parte de la literatura si lo que se dice pertenece al plano de la ficción. La etimología aquí puede sernos de utilidad. “Ficción” viene de fingere, “fingir”. Escribir ficción será entonces escribir algo como si fuera real, sin serlo en realidad. Términos relacionados o adyacentes serían “invención”, “creación”, “fantasía”. Pero claro que lo primero que se nos viene a la mente son textos que se adaptan perfectamente a la realidad y que nadie dudaría ya de llamar literarios. Pongamos por caso ideal (por antagónico) el género literario llamado no ficción, cuyas obras fundadoras serían A sangre fría de Truman Capote y Operación Masacre de Rodolfo Walsh. Acá se trata de investigaciones periodísticas, indagaciones en acontecimientos fehacientemente ocurridos, históricos, cuyos resultados textuales han sido dos impecables ejemplares de la mejor literatura.
     Pero sin ir tan lejos, podríamos pensar en la cantidad de poemas, cuentos, novelas o dramas basados en hechos efectivamente acaecidos, públicos o íntimos, y que un escritor se dispone a contar. Con la definición dada anteriormente, nada de esto sería literatura, pues no es creación, ni invento, ni fantasía, sino copia (o intento de copia), mimesis de la realidad. Otro caso sería el de la novela histórica, en donde uno se encuentra con más personajes conocidos que en la sección policial del periódico local. Hay, evidentemente, un ajuste que hacer.
     Y el ajuste tendrá que venir del lado posterior del libro, el definitivo: el lado del lector. Es decir que para llegar a una definición más comprensiva del fenómeno tendremos que considerar esta categoría un tanto misteriosa llamada lector. Porque este es quien, en definitiva, más o menos condicionado por otras variables que no analizaremos (tales como maniobras editoriales, paratextos, crítica, textos relacionados, etc.), le extrae sentido a ese conjunto de símbolos convencionales inscritos que pone frente a sí.
     Ya con esta categoría sumada a la de ficción precisaremos: la literatura es un texto que, consuetudinariamente, se lee como ficción. Esto quiere decir que la literatura es menos un modo de ser que de ser tratada. Un concepto relacional que vincula objeto y sujeto. Pero es el sujeto (en general, un sujeto colectivo: una comunidad, una época, etc.) el que en última instancia, y con diferentes grados de libertad (por lo general bajísimos) según múltiples y complejos factores, determina qué cosa es, y qué cosa no, literatura.

2)  Estatus jurídico de la literatura

Y qué consecuencias tendrá este ser-ficción de la literatura a los fines que nos proponemos analizar. El ser ficción supone, en principio, que su jerarquía estará dada no por su valor de verdad (su ajuste o desajuste con lo real-histórico) sino por su valor estético. Es decir, una obra no será más o menos buena conforme se adapte más o menos a una presunta realidad factual externa a ella. O mejor, una obra no podrá ser descalificada por el hecho de no adecuarse a una realidad extratextual. Esto no quiere decir que los textos no sean leídos, y gozados, en contrapunto con realidades conocidas. Quiere decir que no parece válido un criterio de validación o descalificación fundado en este paralelo.
     Pero, y ahora sí yendo a lo que nos compete en relación a nuestra pregunta original, sí tiene una consecuencia que atañe a su modo de ser y a sus potencialidades significativas y esto es el estatus jurídico que tiene un texto considerado socialmente ficcional.
     Dos hitos en la historia de la literatura jalonan este asunto. Son los juicios que se le hicieron a Flaubert y a Baudelaire con los cargos de ofensa a la moral pública y similares, a raíz de sus obras posteriormente más celebradas, Madame Bovary y Las flores del mal, respectivamente, a mediados del siglo XIX, en Francia. Después de varias peripecias judiciales, los libros hicieron su camino y fundaron de algún modo lo que podría llamarse la modernidad literaria. El alegato de defensa (o, mejor, todo el debate) puso sobre la mesa, en principio, el concepto de ficción. No eran ésas obras que pretendieran incidir en la moral pública sino que eran meros destellos del ingenio, pura pirotecnia de la creatividad. Más allá de creerlo o no, el debate dejó planteado este estatus jurídico ficcional para la literatura y la consecuente inimputabilidad para un libro “imaginario”. Por otra parte, no menos importante fue lo que, a los fines legales, quedó flotando en el debate acerca de las necesarias distinciones entre narrador o yo-lírico y escritor, o personajes y escritor, o personajes y sociedad. Es decir, alegaba la defensa que no había que confundir lo que era textual con lo que quedaba por fuera del texto, con lo cual la inimputabilidad ahora no era ya solamente del libro sino de su hacedor también.
     Esta distinción entre narrador o personajes y escritor o persona física y legal que escribe o pergeña un texto es un mecanismo perfecto que sustrae al escritor de cualquier censura moral o política que pueda recibir cualquier voz emergente del texto. Este deslindamiento desresponsabiliza al escritor y lo recubre de un manto de libertad que le permite decir cosas que una sociedad determinada quizá censuraría. El escritor se libera de la carga opresiva del bien decir, del bien hacer y del bien sentir que juegan un papel importante y disciplinador en la vida que se vive afuera del texto.

3)  La literatura no representa ningún colectivo social

Una obra literaria puede coincidir total o parcialmente con algún colectivo social. Algún sector puede verse expresado o interpretado en algún texto o autor. Algún escritor puede declarar abiertamente sus adhesiones políticas o ideológicas, en el más amplio sentido de la palabra, con algún grupo político, religioso o moral. Sí, pero el que firma es uno. Que su voz coincida con la de otros no significa que el texto esté comprometido con un conjunto de premisas, axiomas o estrategias de algún conjunto social. Al menos la literatura que ya se va perfilando en este análisis. De ser así, quien escribe no se circunscribe, o al menos no se ve obligado a confinarse, a ningún aparato ideológico que le constriña o restrinja las posibilidades expresivas de su texto.
     El discurso literario es, ideal o tendencialmente, estrictamente individual. Tiende o pretende interpretar la experiencia, los sentires o los pensares de un solo hombre, el hablante. Es un discurso que trata de liberarse de los mandatos gregarios, colectivos, comunitarios. Es, en este sentido, una práctica autista, introvertida, autoconvocada, volcada hacia una interioridad, hecha para expresar a un individuo en tanto tal. No está condicionado (o trata de no estarlo) por deberes sociales, a los que puede o no adherir. Él pondrá su firma y se hará cargo de su habla. Sus palabras llevan una bandera con un solo nombre. No es un discurso solidario. Al menos no está obligado a serlo.

4)  La relación diferida entre escritura y lectura

En este punto quizá nos estemos refiriendo sólo al embalaje tradicional en el que se nos hacía carne la literatura, esto es, los libros. Hoy existen otros modos de hacerla circular. Centralmente estoy pensando en las publicaciones en Internet y, más específica y actualmente, en las fatigadas redes sociales, en especial Facebook.
     Matizo con el “quizá” por el hecho de que no necesariamente por ser un texto vehiculizado a través de una red social, eso supone que el momento de la escritura haya sido reciente. Pero tiendo a suponer que, en la mayoría de los casos (hay hermosas excepciones), los blogs y las redes sociales son registros de actualidad. Por eso digo que este apartado sea más generalizable en los casos en los que la literatura viene en forma de libro.
     Por más inserto en el mercado editorial que un autor se encuentre, entre el momento de la escritura y el de la salida a la venta en librerías, hay una distancia. Esa distancia, para la gran mayoría de los escritores, es rayana con el olvido. Quiero decir que el precepto horaciano de los siete años que debía reposar un texto antes de ser publicado es, por ley, necesariamente acatado. Este diferimiento, que tanto perturba sobre todo a los autores jóvenes, tiene sus ventajas a la hora de pensar en su libertad para escribir. Una consecuencia tal vez menor sea que, gracias a (o culpa de) esta distancia temporal entre el tiempo de la escritura y el tiempo de su lectura es que la actualidad más apremiante pierde necesariamente pie, pues esta actualidad que sólo halla su valor en el hecho de serlo pierde valor cuando envejece. Es decir que el mandato de no faltar a la urgencia (otra vez lo urgente tapando lo importante, decía Mafalda, mientras veía unos hombres haciendo un gran pozo, no para ver el origen del Universo, como a ella le hubiera gustado, sino para arreglar unas cañerías) podría pensarse, si se quiere ver como ganancia, en un condicionamiento menos.
     Pero otra ventaja se desprende de esta cesura entre producción y consumo. Es una variable menos mensurable y más “impresionística”, es decir, que es más una impresión o sugestión que envuelve al escritor mientras escribe. No quiero sonar ampuloso, pero acaso no sea desmesurado hablar de una liberación. La sensación de quien escribe es levemente semejante a la sensación que tiene alguien que escribe para nadie, por ejemplo, un diario íntimo. Se está en general tan lejos de que el libro se arrime a sus lectores que su condicionamiento (el de sus gustos, sus preferencias, sus modelos, sus valores, sus expectativas...) es tendiente a cero.
     Y no es gratuita la comparación con quien escribe un diario íntimo. Ana Frank lo supo. Quien escribe y deja bajo llave un escrito no dice las mismas cosas que quien escribe, aunque sea la misma persona, un discurso público para decir en la cabecera de la mesa familiar. Supongo que el diario íntimo estará más honestamente vinculado a sus sentimientos, afecciones, opiniones, que lo que lo estará el discurso familiar.
     Cuando leemos algunos escritores nos asalta esa sensación. La de estar asistiendo como protagonistas a la lectura clandestina de un escrito candadizado. La de ser un voyeur espiando los aspectos no socializables de una persona. Esto se debe en parte, creo, a la condena, a la fatalidad del diferimiento.

5)  Soledad del escritor al momento de escribir

Sigue circulando desde los tiempos románticos una mitología en torno del escritor, a saber, la del hombre solitario, nocturno y taciturno, aislado de una sociedad que no lo comprende ni cobija. No sé qué tramo de verdad tendrá este estereotipo de artista. Lo que me interesa, sí, de esta creación parcialmente imaginaria a los fines de la argumentación es su denominador común, que es, a mi juicio, su costado de verdad.
     Todas estas escenificaciones en que se piensa convencionalmente a un escritor contienen un núcleo compartido que se me ocurre significativo: la ausencia. De otros, la soledad; de luz, la noche; de ruido, el silencio. Son, todas ellas, o pueden pensarse como tales, metáforas de la ausencia. E insisto en que más allá del grado de verdad digamos práctico que puedan conllevar estos imaginarios, me interesan como tropos. El tropo del vacío, de la oquedad.
     Un escritor, al momento de escribir, debe desandar lo andado, desvivir lo vivido, a fin de poder darse cita con una interioridad, con una subjetividad, con una instancia entrañable que lo habita, y expresarla. Es cierto que estos modos de la expresión de una interioridad son a menudo más asociados a la lírica, pero no creo, al menos si pienso en autores que me interesan por considerar que van al fondo de la cosa, sea cual sea el género utilizado para ese fin, que sea privativo de ella. Lo considero, en cambio, atributo de la mejor (es decir de la más) literatura.
     Y ese viaje por la interioridad más individual, más privada, más íntima, sólo puede darse si previamente el escritor se ha liberado de las múltiples máscaras del día, del ruido, de la compañía, es decir de la presencia.
     Sospecho que todo artista que pretenda esa expresión de un sí-mismo tendrá que hacer ese viaje, lo haga en un bar, en un hospital, en un micro a plena luz del sol, o en un cementerio de noche, mientras desentierra sus restos, a la luz de un celular.

6)  Sonambulismo del escritor

Por suerte es argentino el escritor que dedicó toda una novela a configurar una hermosa metáfora del estado del escritor al escribir. La novela se llama, significativamente La pesquisa y su autor, Juan José Saer. Allí el santafesino imagina un asesino serial que mata viejas en París. Las descuartiza. El enigma se resuelve y resulta que el asesino serial perpetraba tales crímenes en estado de sonambulismo, semidormido o semidespierto, según se mire.
     Me gusta la metáfora. El mismo escritor habló alguna vez de “fiebre y geometría” para referirse al acto de escribir. Claro. Se refería a sí mismo, pero no me parece descabellada la ampliación a otros muchos escritores. No porque escriban en estado de sonambulismo sino porque al momento de escribir descorren levemente la cortina de humo de la conciencia, arrojan las máscaras, para dejar asomarse a contenidos más o menos desconocidos. Claro que esto tiene su cuota de freudismo y de surrealismo. Sólo que la contraparte es la “geometría”, la forma, el cincel o la piedra pómez de la que habló ya Catulo.
     Lo interesante es que la conciencia según ya nos advirtieron los manifiestos surrealistas, es el reducto de la moral, de la ideología, de los hábitos trillados del pensamiento. Es decir, la conciencia sería una constelación prefigurada de barreras inhibitorias que obstaculizarían la emergencia de una interioridad más pura o salvaje. Otra vez, y por otro camino, el que escribe más cerca del que piensa, hace y siente.

7)  La cotización de la palabra literaria

Preguntarse por el soporte de un texto no es una pregunta banal. Al menos si de eso queremos extraer sentidos que trasciendan el costado material de la palabra. Quiero decir, interrogarse por el soporte es preguntarse también por los modos de circulación de lo que viene subido al soporte. Técnica o estrictamente debiéramos hablar de soportes digitales versus soportes materiales, por ejemplo. Pero si estiramos un poco el significado del signo, entonces podemos sacar conclusiones más jugosas. Me explico: una cosa es que un texto viaje vía Facebook o Twitter y otra es que lo haga (el mismo texto) vía blog, vía oral o vía libro, por poner algunos ejemplos. Y esto por qué.
     Porque hay una cultura del soporte. Una (o varias, mejor) idiosincrasia que bordea o envuelve cada soporte. Una cultura que es, sobre todo, un conjunto de expectativas, de exigencias, de preconceptos, premisas, valoraciones, etc. producto de una historia, vieja o nueva, cambiante y escurridiza que los trasciende.
     Un mismo texto leído en uno u otro soporte, por un mismo lector (y en este punto, este concepto se hace fuerte), quizá tengan sentidos diversos o, incluso, contradictorios.
     La palabra literaria, aquella que, más allá del soporte físico, es considerada palabra perteneciente al territorio alto de la literatura, es una palabra bien cotizada. Vale decir, una palabra que, por pertenecer a la literatura, ha absorbido toda su historia, toda su gracia. Es una palabra que lleva una plusvalía inmanente por el hecho de ser considerada literaria. Una palabra más proclive a la sobrevaloración que a la subvaloración. Esto parte del supuesto, erróneo o no, de todo lo antedicho, esto es, que la literatura dice otras cosas, que la literatura dice más (y mejor).
     Esto, llevado a nuestro molino, hace que el texto diga más cosas porque del otro lado hay un lector con el prejuicio (inconsciente o no) de que esa palabra debe querer decir algo importante, profundo, o caudaloso. Es eso lo que hace que la literatura tienda a ganar cuando se enfrenta al lector (al menos, más que cuando se enfrenta con él en otra cancha). Esa cotización siempre en alza hace que un texto literario no leído aún sea casi siempre inferior a un texto ya leído. Y quizá viceversa.


Conclusión

César Aira decía algo vanidoso: que el artista aspira a ser un individuo absoluto, palabras más, palabras menos. Esa vanidad que trasunta el enunciado de Aira es una vanidad compartida por muchos de los que escribimos. Una vanidad en tanto nos suponemos capaces de semejante proeza, al menos al momento de hacer el arte. Pero a mí me interesa marcar una variación sobre este postulado. Yo diría que un artista aspira a expresar una individualidad absoluta en su obra. La primera variación está en pensar menos en el sujeto artista que en el objeto de su trabajo, su obra. Y la segunda de las distancias está dada por pensar que los mecanismos propios del arte, en este caso nos circunscribimos al arte de escribir, permiten al artista llegar a rincones a los que otros ámbitos de la praxis humana, no.
     Quizá este texto tenga una palabra clave y esa palabra sea libertad. No sé. Pero está claro que la libertad es, digamos, una condición de posibilidad y no una cosa en sí. Por eso plantear cuestiones como el talento, el deseo, la pericia, la capacidad, los conocimientos, las intenciones o algún tipo de inspiración me pareció intrascendente. Sólo he pretendido describir esa condición de posibilidad  que es la literatura.
     Pero no hemos respondido aún, después de tantas palabras gastadas, a la pregunta que nos convoca. No estoy seguro, debo confesar a esta altura del texto, de tener una respuesta. Se me dirá: está bien: la literatura puede, más que ningún otro ejercicio verbal, expresar las profundidades del alma humana o los mecanismos subterráneos por los que se mueve el mundo. Pero por qué querer eso. Dicho de otra manera: ¿por qué la literatura? Quizá una niña llamada Ana Frank haya intuido una respuesta.

jueves, 15 de marzo de 2012

Lorena

Lorena lleva un niño en la panza. Se mueve. Hace más de treinta años que lo lleva. No crece. Ella lo olvida ni bien traspone la puerta de su cuarto. Y sale. Afuera, Lorena es una mujer común. Lorena compra, trabaja, estudia, da clases en la Universidad. No difiere demasiado, en suma, de las otra lorenas que cruza. Anda. Es de tez mate y pelo casi negro. Ríe para saludar y abraza con todo el cuerpo cuando quiere. Es baja y tiende a ser hermosa con el tiempo. La sonrisa le queda alta cuando es cierta. Yo la conocí en un accidente. Íbamos uno en cada uno de los autos embestidos. Nadie había tenido del todo la culpa y nos disculpamos y nos perdonamos sin demoras el uno al otro. No sé qué cosas pasaron en el medio pero un día me mostró un lunar chiquito en el hombro izquierdo. Nunca más dejamos de vernos o añorarnos. Fue mucho. Hace años que no la veo. Yo le vi el niño que ella ocultaba debajo del nombre. No le pregunté nada porque le intuí la vergüenza. Hace muchos años que lo tengo, me dijo, y no crece, ni termina de entrar o salir. El médico me dijo que ya estaba en fecha pero de esto hace ya unos cuantos años. Lorena terminó de ser hermosa una tarde de Septiembre. Después de un mate verde con globitos. Me acuerdo que escribía. Con el niño adentro. En su cuarto pintado de niño. Con chiches en la mesita de luz. Con la luz prendida de noche. A solas escribe. Un día me confesó. Yo no escribo, dijo, el que escribe es el niño que no nace. Yo sólo firmo lo que él me desordena.

miércoles, 14 de marzo de 2012

El ahorcado

“A”, dije. No, no está. Sobre una hoja blanca ya estaba preparada la horca azul y sencilla desde mucho antes de que el juego empezara. El mecanismo estaba representado puerilmente por una línea vertical de unos cinco centímetros que hacía vértice con una más pequeña horizontal, de unos dos centímetros,  y volvía a caer luego con otra vertical de tamaño similar a la anterior. Esta última representaba la cuerda resistente desde donde mi cuerpo se iría dibujando, letra por letra, hasta quedar, si Dios quería, ahorcado. La “A” no está, volvió a decir ella ante mi lógica incredulidad, y con trazo firme y rápido trazó un círculo pequeño que figuraba mi cabeza sin rasgos descendiendo de la cuerda rígida que pendía de la horca. A mi cuerpo lo iría dibujando ella con lápiz. La horca era de tinta. Era fija, los cuerpos no. Los hombres colgados se parecían mucho, eran casi universales en su esencialidad de grafito, aunque el ahorcado fuese siempre nuevo. Cada error, a medida que pasaban las letras, las palabras, un muerto nuevo. Pero igual. “E”, lancé. No, no está. Y una línea perpendicular al suelo cayó desde la cabeza, simple, para componerme el torso. Estaba desnudo. Me arriesgué con algunas consonantes y no, tampoco. Un brazo, otro brazo, una pierna. Era raro pero no. Ni la “C”, ni la “S”, ni la “B”. ¿Iría con “v” corta? No. Y entonces la otra pierna. Y ya tenía, me dijo, no sin fervor, el cuerpo completo. Otro error y trazaría una recta paralela al lado inferior de la hoja, pequeña, pero sobre la garganta. Tuve la impresión por otro lado obvia de que no había palabra detrás del enigma. Supe, quiero decir, que más que enigma era trampa. Que era una trampa verbal de ella. Que no podía ser que en tantas oportunidades no haya acertado una sola letra. Que aquella línea discontinua que ella había trazado al costado de la horca y sobre la cual yo debería ir poniendo, letra tras letra, una palabra de nuestro idioma era un gran vacío sin signos posibles, sin posibilidades de éxito ni salvación. Ella me miraba la vacilación. No sin sorna me atajaba la mirada. Yo ya hacía tiempo había desistido de la esperanza. De todos modos, y sin dejar de mirar la hoja en blanco con un hombre al que sólo le faltaba el nudo de la cuerda, solté otra letra.

martes, 13 de marzo de 2012

La violación

Afortunadamente, casi todos los que me violaron han muerto. Casi no les guardo rencor, excepto cuando los recuerdo, pero eso ya casi no pasa. Sólo de algunos guardo un vago y raro recuerdo. Recuerdo el del sombrero rojo, por ejemplo, el de la barba larga y negra, el del olor a vino, el del tajo rojo en la garganta. No sé muy bien qué consecuencias, ventajosas o lastimosas, puede tener el hecho simple de que yo los haya olvidado. ¿Ellos me habrán recordado a mí? Pero ellos me violaron, es cierto. Me violaron con esmero, eso sí. No me puedo quejar en ese sentido. Trataron, aunque lógicamente no pudieron, de ser prolijos y pulcros. No es fácil, yo los entiendo. Más fácil es matar, pero ellos, ya lo ven, no lo hicieron. Quiero decir que no fueron por el camino más estrecho. No es que los defienda, ojo, es que tampoco podemos llevarnos por la emoción. Y yo ya rara vez me emociono. Después de todo ellos fueron los primeros que me enseñaron, o quisieron al menos, las partes que a mí me hacían mujer. Claro que yo era chica, sí, muy chica, una niña, sí, pero podrían haberlo obviado y sin embargo... Yo se los cuento porque ustedes me lo piden, si no... Yo quise traer mis dibujos. Ahí cuento todo, pero no. Ustedes quieren que yo les hable. A veces, si no se ofenden, siento que son ustedes los que me violan. Los que no me dejan en paz en mi tragedia. Que son ustedes los que no respetan el destino. No, esta cara no es de terror, señor Juez, no se equivoque. Usted es bueno. Esta cara es de sosiego. 

lunes, 12 de marzo de 2012

El juego

a los muertos de mi felicidad
a quienes juegan el juego

El juego consiste en ir hasta la línea y volver. Sin pisarla. Es algo si se quiere estúpido pero uno se entretiene. En mi pueblo casi todos lo jugamos, aunque se juega solo. Todos sabemos que, detrás de cada tapial, hay por lo menos alguien jugando al “Omero” (el nombre le quedó por una inofensiva fábula local que le atribuye la paternidad). No importa de donde arranques, importa que camines, que trotes o que corras (los más temerarios) hasta llegar a la línea y no pisarla. Nadie gana. Si la pasás perdés. Se juega solo, ya lo dije. Nunca falta el curioso que se asoma a los ladrillos de tu tapia y te mira jugar esa especie de solitario sin premio y se divierte de tu temor o se admira de tu osadía. Hay quienes lo juegan, dicen, con los ojos tapados. La mayoría ha muerto, dicen también, o se han metido en el mar sin sacarse la ropa. El centenar de personas comunes que lo jugamos a solas y en los ratos libres miramos bien de calcular el paso y frenar a tiempo, mucho antes de la línea. Se cuentan historias, es cierto, de gente que ha traspuesto la raya (o “quicio”), pero no entraré en habladurías. Lo cierto es que yo les temo y envidio el coraje a esos hombres y mujeres que, dicen, se vendan los ojos y corren como ménades. Esos tarde o temprano pierden. ¿Pierden? El resto no. Meramente nunca ganamos.  

sábado, 10 de marzo de 2012

La novia

Soy la vestal de un secreto
que no sé más cuál fue.
(Clarice Lispector)


Todos vimos asomarse a la novia del brazo de su padre. Vimos su vestido blanco y sus zapatos altos. Pudimos ver al final de la alfombra su silueta finamente encorsetada y sus senos apenas ofrecidos. Vimos inmóviles adelantar con practicada demora un pie lentamente detrás del otro. Supimos de su pelo amarillo ligeramente ensombrecido por el peso de la sombra. La vimos avanzar paso a paso. Le vimos un pie suspendido en el aire como una respiración. Sospechamos una dicha y un temblor en la oscilación levitante y tenue de los golpes de su corazón. Le supusimos la risa completa. La vimos suavemente y sin ruido desalejarse del final. Vimos espejado en su rostro lavado y semicubierto los trazos de nuestro rubor. Todos la vimos desde algún rincón del salón. Vieron unos la recta perfecta de su perfil. Otros vieron el vértice breve de su talón. Otros la sombra celeste y larga avanzando en la planicie alta color bordó. Un cuerpo vimos casi todos. Un alma o más le sospechamos dentro. Todos entrevimos apenas tras un velo blanco y apretado la hermosura de un rostro desigual. Imaginamos los ojos, la boca, la nariz, la frente y el mentón. Volvimos al suelo los ojos y le vimos un zapato color gris elevándose sin esfuerzo ni pena, como un secreto, y caer con convicción. No hubo nadie que no haya visto el brazo izquierdo levantado contra el vértice bajo del velo. Nadie ignoró el gesto mudo que nadie previó. Todos le vimos tres dedos en colaboración tomando con simpleza la tela derramada debajo del mentón. Todos vimos el inicio del movimiento ascendente que en un instante dejaría, como una evidencia, su rostro descubierto y cerca. Uno, dos, tres pasos más. Silencio. Conmoción. Todos vimos sin fisuras una mano deslizada contra el velo como una bandera que se izó. 

martes, 6 de marzo de 2012

Como pinta Mariana

Busco un silencio alternativo
(Mariana)

Mariana pinta. Es mimética, dice. Salvo, quizá, ella, nadie más está de acuerdo con ese juicio. Traza líneas negras sobre telas blancas. Trabaja, en la actualidad, con tamaños medianos. Yo la he visto pintar. La he visto durante días observar discontinua pero intensamente una manzana sola sobre la planicie del mantel. Sin pincel. Y después, intempestivamente, comérsela. La he visto levantarse luego con el entusiasmo postergado de haber encontrado la forma justa, y frustrarse, fallar. Rara vez Mariana tira la tela. El intento fallido es mental, conceptual quizá. Ontológico. Cuando toma el pincel por primera vez, la tela ya está trazada. No tarda más que uno o dos trazos medidos en empezar y terminar su obra. Mariana ha cosechado no pocos laureles entre la crítica especializada pero no con los cuadros que a ella le interesan. No tira los cuadros malos, dice, porque los manda a los concursos o los expone en las galerías del centro. Y no oculta su alegría cuando termina una obra. Rápidamente le pone un título sobre el que nunca vacila: “Manzana”, por ejemplo, y lo manda a encuadrar con disimulada urgencia. La última vez que vi a Mariana me dijo que estaba trabajando en una serie llamada “La savia”, en donde trabajaría, miméticamente, esas fueron sus palabras, con flores. Yo guardé el silencio que a ella le gustaba escuchar. Me llama un poquito a la pena. Pero ahora sé que ese es mi problema y no el suyo. Mariana tiene un depósito viejo en su casa lleno de cuadros que nadie ha visto.

viernes, 2 de marzo de 2012

Igual que flores en el agua

A Clara, una palabra nueva

Las palabras sonaban como si flotasen,
igual que flores en el agua,
separadas de todo,
como si nadie las hubiera pronunciado,
y hubieran cobrado vida por sí solas.
(Virginia Woolf; Al faro)

Hoy mi hija trajo flores. Las trajo como siempre, sin tallo, sin planta, solas. Eso es porque las roba. Me pide que las pongamos en agua. Para que no se sequen, dice. Es un ritual doméstico al que disfrutamos no fallar. El agua va en un posillo blanco circular de porcelana. El agua llega a la mitad. Sobre ella las flores. Es curioso el modesto espectáculo de las flores en el agua. Al principio nadan, ondulan, oscilan, viajan. Luego van cobrando su lugar y así quedan. Inmóviles sobre su colchón suave de agua. A veces alguien pasa y reacomoda la vasijita blanca y nuevamente el agua las arrastra suavemente hasta volver luego de un momento a ganarse un lugar. Es lindo verlas allí. Lejos de todo. Es un espectáculo menos triste que hermoso. Colorido. Es lindo verlas allí sin los jardines o las plantas salvajes que las precedieron. Sin el pequeño universo del que eran una mínima parte invisible y natural. Lentamente comienzan a decir otras cosas. Módicamente significan. Una amarilla, la otra roja, lila y blanca la otra. Han entrado en un mundito nuevo, armado para ellas, que si bien es cierto que no es el suyo de origen, también es cierto que no tardan mucho en hacer de la vasija blanca que las contiene una morada en la que más que perdido raíces han ganado la fuerza. Su flamante orfandad destila una belleza limpia y nueva. Antes eran flores. Ahora son otra cosa. Nos obligan a mirarles detenidamente cada pétalo y a olerles de nuevo un perfume que antes solamente aromaba el ambiente. Brillan. Han cambiado su pigmento, su nombre, sus deseos. No sé bien lo que me dicen pero me hablan de otras cosas. El agua que las baña las ablanda, las suaviza, las exalta. Son hermosas y corpóreas en la transparencia. Mandan ellas en ese poquito de agua. No sé si extrañan. No sé si quisieran volver a sus plantas. Pero minuto a minuto se adueñan de ese círculo pequeño y silencioso con bordes levemente blancos y parecen haber nacido para ser lo que ahora muestran. Mi hija me habla y yo la escucho. Con ella hablamos de otro modo. Hoy trajo dos palabras nuevas de la calle. Las roba. Yo no dejo de mirar esas flores en el agua. Nadan o se aquietan. Se agitan o flotan. Se juntan o se alejan. Se buscan o se olvidan. Nacen y mueren. Nacen y mueren imperceptiblemente. Están bailando para otro circo. Más intimo. Más nuestro. Más solo. Lejos de casi todo. Su silencio, ahora, no es vacío.