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martes, 30 de noviembre de 2021

Elegía XVIII

  

Quién dijo, María, que estás en el pasado,

qué mezquina idea de presente, o de pasado, pudo tener quien dijo, María,

que estás en el pasado,

quién se atrevió a declarar, bárbaramente, que no estás acá, ahora mismo,

en esta casa, conmigo,

en esta tarde de luz, en esta noche,

o al alba,

mientras cambio el agua tibia de recipiente,

mientras riego a destiempo con un vaso de vidrio las plantas,

o ahora que pruebo al fin el chocolate pequeño que me regaló Camila,

esta mañana, ahora mismo,

hace mil años, mañana, siempre,

y se me abre el corazón de ardor y agradecimiento,

de ardor y agradecimiento,

porque he amado y amaré siempre a Camila,

¿cuándo?, ¿ayer?, ¿hace mucho?,

¿en los próximos días?,

¿siempre?,

por eso, quién pudo afirmar, María, pregunto, con qué derecho, bajo qué responsabilidad,

que no estás acá, en esta habitación, ahora,

en este hermoso punto del tiempo,

sin metáforas, acá, ahora, creéme,

mientras escribo esto importante que quiero decirte,

¿hace mucho?, ¿desde siempre?,

¿cada vez que veo el sol salir o no alcanzo a ver esconderse la luna?,

¿después del último verso del último madrigal?,

qué idea chiquita de la vida se animó a sentir quien pensó un presente tan matemático,

tan mensurable, tan físico, tan absurdo,

quién no pudo sentir, María, que estás conmigo ahora y estarás siempre, María,

¿ya lo dije?,

¿es cierto que ya te llamé?,

cada vez que prepare la cena, o me vaya a dormir, o acariciemos a Eva,

silenciosamente, porque duerme,

o vayamos a la escuela a la mañana,

bajo ese olor tan típico que ya conocemos de la mañana,

mientras me quede una gota despierta de sangre en este presente infinito que crece,

desmedidamente,

quién fue, repito, el incapaz de entender, María, ¿es  que es tan difícil?,

que hemos ganado incluso lo muerto,  lo destruido, lo marchito,

lo ardido,

quién dijo que no estarás en el gusto de la fruta, mañana cuando amanezcas,

en el sabor abstracto del agua,

en las formas insensibles del sueño, cada noche,

o en el celofán amarillo brillante, por qué no, también,  María,

del chocolate pequeño que me regaló esta mañana Camila, ay, Camila,

hace tanto,

quizás en otra era geológica de la tierra, o ahora,

mientras todo crece a nuestro alrededor y se expande, insensiblemente, ¿sabías?,

y se nos queda,

quién fue el triste, el pobre, el miserable,  

que no pudo probar todo lo vasto, todo lo amplio, lo pródigo, lo incalculable

en el presente simple del cuerpo y del espíritu,

quién fue el pobre de espíritu, ¿ya te lo dije, María?,

¿cuándo?,

que te lloró perdida, ausente, terminada,

quién tuvo el corazón tan escondido, tan cobarde la alegría, de creerte quieta,

lejos de la corriente, exhausta

o en el tiempo diluida,

quién,

quién, María,

quién no pudo tener consigo, Camila, María, todas las cosas del mundo consigo,

es que nos dan tanta pena, ahora, tanta gracia,

¿no es cierto?,

quién se limitó a sentir un hilo de agua, yéndose, de a poco, decreciendo hacia lo ausente,

lo desierto, lo inexistente,

quién no pudo tenerte ahora, María, como un mar, toda vez que canto,

toda vez que escribo un verso,

una nota para un chico en una hoja,

toda vez que miro los brazos extendidos de una araucaria, y los veo crecer,

un ceibo, y lo veo crecer,

una flor desconocida,

cada vez que vamos al río, María, y hundimos las palas en la corriente oscura del agua,

que apenas se nos resiste y nos envuelve,

cada vez que Milagros, otra vez Milagros, ay, Milagros, María,

me deja una carta escondida entre las hojas de la escuela, como si nada,

 y me dice que me ama, en otras palabras, con su modo más preciso, menos sentimental,

más sabio, de decir,

 ¿cuándo?, ¿un miércoles a la mañana?, ¿un viernes?, ¿antes del almuerzo?,

¿mañana cuando corrija esta elegía?,

 ¿después?,

¿toda la vida?,

no es preciso pensarte, siquiera, María, ni imaginarte, estás acá y en mí

como están las algas en el agua, las gotas, el agua en el agua,

es que sos una parte del río, María, vos ya lo sabés,

¿por qué entonces te lo digo?,

cómo pensar que te he perdido, Camila, Milagros, María,

sólo porque no estás ahora, ahora, en este mínimo instante,

colgando un cuadro, alisando los pliegues en los bordes de una cama,

dormida de costado o leyendo un libro,

mirando a tus hijos crecer, tan de cerca, porque crecen, María,

o sonriendo para siempre contra la luz casi blanca de la ventana,

tan temprano y ya despierta,

a dos metros de distancia de la silla en la que ahora, hace mil años, mañana, cuando vuelva Cristo,

desde siempre, creciente, interminablemente, escribimos.

jueves, 18 de noviembre de 2021

Madrigal


La luna te quería

Los tilos de la plaza te querían

Los libros de la mesa te querían

El sol a la mañana

 

La casa te quería

El ruido de la lluvia te quería

Los dados de los juegos te querían

La calle silenciosa

 

Las plantas te querían

Los lados de la puerta te querían

Los vidrios transpirados te querían

La gente en los retratos

 

Los lunes te querían

Los sábados de viajes te querían

La ciudad te quería

Las rosas de los vasos

 

La noche te quería

El paso de las horas te quería

Las venas de las hojas te querían

Las cosas que me sobran

viernes, 5 de noviembre de 2021

Elegía XVII (Gloria)

 

Gloria a los pájaros entramados en los árboles de las calles,

gloria al sol, que produce su canto,

gloria al primero de noviembre en que vimos llegar la primera golondrina, este año,

a esta ciudad insólita y preciosa,

gloria a todo lo que vive, a todo lo que existe generosamente,

gloria a todo lo fértil,

a todo lo que sabe, a lo que huele, a lo que fluye, a lo que arde,

gloria a las leyes fundamentales de este mundo,

a lo que lo hace vivir,

gloria a quienes ahora mismo se les están revelando esas leyes y escriben,

o callan pero saben, o adivinan,

gloria al celo de los mamíferos,

gloria a la primavera en la perfección de una avenida celeste en diagonal,

gloria al instinto de los pájaros carpinteros,

de las abejas, de los músicos, de los poetas, de los jardineros,

gloria a lo incesante, a lo intermitente,

a lo gradual, a lo continuo, a lo creciente y a lo inmóvil, a lo inminente,

gloria a la lluvia que limpia la atmósfera,

gloria a la lluvia que lustra las calles,

vivifica las lagunas y el suelo cuadriculado de una plaza y los colores de los automóviles,

gloria a lo insensible que se moja, sin embargo, aunque no siente,

gloria a dios que creó y se fue y nos dejó el mundo con que se hizo famoso, acaso inmortal,

gloria a ese gesto de amor de dios que es el más grande que hemos visto jamás,

gloria al divino desamparo en que hemos quedado, que nos permite gozar como animales,

incluso el dolor, la pena, la soledad, el hastío, el miedo y la agonía,

gloria a febrero que nos quema y a julio que nos hiela, en este sur,

gloria al triángulo de sombra de los cipreses en el parque, a la tarde,

al dibujo irrepetible del cielo, a cada hora,

gloria al mar, que es un ruido y un color y una textura

y unas ganas de entrar en él y de perderse dentro suyo para siempre  como un vientre peligroso,

gloria al río que no cesa,

gloria al cauce que lo lleva y lo persuade y lo impulsa hasta perderse,

gloria a la fragilidad, a la ternura, gloria a la sonrisa de un desconocido, en la calle impersonal,

esta mañana,

a la amabilidad, a la repetición involuntaria de la cortesía, cada día,

gloria a las multitudes que rezan, que sostienen a un dios perdido,

gloria a las multitudes que cantan,

que sostienen, mientras cantan, a un dios rudimentario y eficaz,

gloria a la soledad de Miguel Ángel, que le permitió la generosidad de su arte,

gloria eterna a Chopin, interminable, gloria al mundo que creó y que increíblemente no existía,

alta gloria a la maravilla del sistema tonal, que lo hizo posible, a la madera de los pianos,

gloria al ingenio de la perspectiva, al  punto de fuga, al juego del ajedrez,

que permite que una obra de arte ocurra en cada juego, mientras se juega,

gloria eterna a la forma del soneto

y a las generaciones de hablantes que pulieron los idiomas con que escribimos los sonetos,

infinita gloria a las generaciones de caballos, de gorriones, de benteveos,

gloria a la leyenda prodigiosa que creó en las ciudades la mansedumbre de los horneros,

gloria, gloria a las palabras que nos dejan menos solos,

a las palabras que nos faltan y buscamos, incansablemente,

gloria al silencio animal en el que estuvimos una tarde vos y yo,

es decir todos, y que no escuchamos, pues no importa,

gloria a dios, en todas partes, no sólo en el pan, en el vino y en los peces,

a la divina perfección de la columna vertebral de los felinos

(miro a Eva, en el sillón, mientras se estira),

gloria a la inteligencia de dios (es que no puedo dejar de pensar en dios)

que creó la inteligencia,

gloria a la insensibilidad de las piedras, que acaso no sienten, al canto invisible de las cigarras,

a la tarde,

gloria a dios (es que no puedo dejar de sentir a dios),

repartido entre nosotros, ahora mismo,

entre las cosas, pero todas, todas las cosas,

gloria eterna a la infinita inocencia de Jesús,

que leyó la biblia y creyó ser dios, gloria a quienes con honestidad le creyeron,

gloria a Charles Darwin, que creó una biblia acaso menos creativa pero más inteligente y compleja,

gloria a quienes con honestidad le creyeron,

gloria a las ideas increíbles de Platón y a la refutación nuestra de cada día,

al amanecer, cuando vemos salir el sol,

y no creemos en otra cosa que en la realidad de este mundo,

al que decidimos adorar, otra vez, como un milagro,

gloria al milagro cotidiano que se nos ofrece sin saber, sin reclamar, con prodigalidad,

gloria al placer, al dolor, a la alegría,

y a la noche, por qué no, también, a la noche,

alta gloria,

infinita gloria a ese tiempo que tenemos de gozar y de perder que llamamos nuestra vida.