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miércoles, 6 de febrero de 2013

Algo así debe ser el río

ser líricos, ya que no exactos...

Mi abuelo decía sentir placer al ejercer la práctica suave del martillo sobre el clavo. Un placer que comienza tarde, decía, y termina pronto. Es el mínimo goce de un deslizamiento, al tercero o cuarto golpe, si la superficie es blanda y buena la puntería, que acaba con el borde frío del martillo ejerciéndose contra el cemento o la madera. Lo que queda, decía, es un recuerdo de haber estado felices. La felicidad no es una preparación ni un término. La alegría es un distraído y silencioso deslizamiento. Una rara facilidad. El metal plateado, cilíndrico y puntiagudo, resbalando sin esfuerzo ni violencia dentro de otra superficie que ya no es él. El recuerdo no hace a la felicidad, decía, pero la invita. Llama a la reiteración, a la reiniciada redundancia.

No tenía cara para el placer el abuelo. 
Su gesto era el de la inteligencia. 
Sus brazos eran los de una larga y aprendida espera.

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