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miércoles, 30 de enero de 2013

La mancha


Acaso nos hubiera gustado no haber visto aquella lenta gota púrpura derramarse sobre el manto intacto, sereno y azul. Sin embargo, y apenas con asombro, la vimos. Oímos, o imaginamos oír, con la serenidad de lo irreversible, el roce sereno, suave y blando contra la superficie quieta y azul. Vimos, o imaginamos ver, con lo vertiginoso de lo pausado y gradual, la morosa y aún breve divulgación del líquido cárdeno sobre el tapiz indemne del gran paño azul. Sentimos, o creímos sentir, con la antelación de lo consabido, el perfume denso y agrio en ascenso hacia nuestra detenida perplejidad. La gota violácea, más allá o más acá de nuestras voluntades, había sido derramada en la lámina azul y honda que nos sostenía y rodeaba como una alfombra de Aladín. Nadie quiso saber, previsiblemente, nada acerca de responsabilidades. Habíamos aprendido, con el tiempo, a creer en el error o en la fatalidad de los límites. Habíamos llegado a comprender, con el tiempo, que nada podían hacer allí el deseo o la desmemoria. Descreíamos ya del castigo o de la culpa. Sabíamos o sospechábamos, no obstante, un futuro crecido sobre aquel descuido, sobre aquella mala decisión del hombre, de dios, o de su fatalidad. Intuíamos, tras de nuestras espaldas entregadas, la larga diseminación, la futura grandeza de la insignificancia aparente de esa mancha  lila fuerte de la tarde. Avizoráramos con disimulado espanto la lenta pero segura condena, por encima o por debajo de una apariencia falsa de nimiedad. Éramos enteramente consientes del gradual y desurgido dominio del rojo violeta sobre el lánguido azul. Lo supimos tanto, que el silencio sucesivo no precisó de orden, pacto, ni advertencia. Solo, como un viento, cargado y sólido, sobrevino. Estuvimos todos callados y pensativos. Sentados sobre cubierta. Con la espalda curva contra la borda. Debajo de nosotros presentíamos el avance demorado y monstruoso del vino rojo sobre el agua. Vaticinábamos, cuerpo adentro, el desteñido inevitable de las primeras olas, el progreso amoratado, violáceo, púrpura, de la corriente contra las primeras islas, el choque acompasado y violento contra las últimas rompientes, la marcha torrencial e implacable hacia las profundidades, el recorrido sin vacilación hacia todo resto puro de azul, la incontinencia violácea, finalmente, sin resquicios, sobre los siete mares, o sea, da igual, sobre el único y lúbrico mar.

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