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jueves, 22 de agosto de 2013

La poesía. Un amor incomprensible.

Hubo una seria tradición medieval, en el ámbito de la literatura en lo que a estos esbozos competen, consistente en el interesado oscurecimiento de los materiales, a fines, se decía, de combatir el ingreso de legos al campo sacro. Una suerte de puente levadizo en alza, elevado en vertical sobre unos fosos en cuyas aguas los meros hombres del pueblo se ahogan, o a cuya vista se asustan y resignan.
     El procedimiento de oscurecimiento de la materia divina podía consistir, y a menudo en ello consistía, en la inversión, gradualmente intensificada, del orden convencional, natural, o al menos más legible de una frase. Este hipérbaton ascendentemente reforzado llegaba a los límites de lo ilegible. Se preservaba así, como un cofre provisto de duras llaves, un significado reservado sólo a aquello quienes tuvieran el tiempo, la necesidad, la vocación o el entrenamiento para encontrar las claves y el posterior desciframiento.
     Había allí, como se ve, una claridad abrumada, una luna velada, adrede, por procedimientos identificables, discernibles y explicables.
Pero me interesa más aquí el concepto de la claridad subyacente, la luna clara detrás del velo de nube, que los procedimientos de oscurecimiento, la voluntariedad de dichos trabajos, o los móviles que a ellos han llevado.
     Quiero decir que me interesa el concepto de lo reductible de esa oscuridad, de esa dificultad. Quiero nombrar esta trama como la complejidad reductible, más allá de procedimientos, intereses o móviles.
     Pienso en ciertos poemas de Góngora, de Quevedo o incluso, para venirnos mucho más acá, de Lorca o de Girondo. En muchos versos de estos poetas hay una evidente, pero, en un sentido, superficial complejidad. Y digo superficial y no es peyorativo el término. Digo más: pretende ser meramente descriptivo. Con esto quiero decir que en estos textos a los que me refiero sin nombrar (pero podríamos pensar en las Soledades, en los Veinte poemas..., en ciertos tramos del Romancero gitano, etc.) existe por lo menos una capa de claridad por debajo de las otras que nos enturbian o nos atarean el sentido.
     Pero podría pensar también en autores en prosa como Borges, en cuyos textos más ricos encontramos estas capas que nos ralentan la lectura, que la densifican o la divierten, pero que no niegan o borronean el sentido. La larga erudición, la intertextualidad, las citas en latín, los textos apócrifos, etc., pueden dejarnos por fuera de algunos niveles de lectura, pero no resistir un sentido perfectamente racional del texto.
     Se trata, insisto, de una complejidad que, operaciones de inteligencia mediante (como la de entender que cuando Girondo dice dados dice casas, cuando dice velo de novia dice redes, etc.) es pasible de ser clarificada. Y eso porque existe, en efecto, una cosa diáfana a la que, capa tras capa, podemos ingresar.
    Pero existe otro tipo de complejidad a la que me gustaría llamar irreductible. Pienso, en principio, y de manera más o menos obvia, en Rimbaud. No quiero decir con esto que Una estación en el infierno, pongamos por caso, carezca de sentido, no. Lo que pretendo significar es una trama que no se puede pensar por capas. Ya no se trata de un sentido primigenio, claro, diáfano, aprehensible con las categorías mentales disponibles, que luego sería oscurecido por la añadidura superficial, no superflua, insisto, de otros elementos ajenos o discernibles de esa claridad inicial. Se trata, pues, de una complejidad intrínseca, de una oscuridad debajo o detrás de la cual no se esconde más que ella misma. El sentido (pienso en poetas como Juan L. Ortiz, pero la lista podría ser larguísima) es una suerte de borroneo, de vaguedad. Son representaciones, se me ocurre o arriesgo, que yacen al margen de las categorías de pensamiento disponibles de quien lee y, quién sabe, de quien escribe.
     La poesía, en general, y simplificando mucho, de Rimbaud para acá, se ha mantenido en esas texturas. No hay luna y velo. La luna y el velo son una misma y vaga cosa que se resiste, una y otra vez, a nuestra vocación de inteligentes. Hablo de un fracaso insistente. De una burlada tenacidad. De un amor incomprensible.

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