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domingo, 29 de julio de 2012

Las horas transpiradas


To create a little flower is the labour of ages.
(William Blake)

En algo mi abuelo Enrique coincidía con Wolfgang von Goethe. Noventa por ciento de transpiración y diez por ciento de inspiración. Claro que mi abuelo no era poeta, más bien herrero. Recuerdo, se iba no muy temprano a la mañana para el taller y volvía tarde con el sol bajo para cenar. Si queríamos que almorzara, debíamos llevarle algo de comida cerca del mediodía. A él no le gustaba volver a la casa, que quedaba a unos cincuenta metros de su taller de herrero, sacarse la ropa de trabajo, lavarse las manos y la casa y sentarse a almorzar. Prefería, mejor, esperar a que su mujer o alguno de sus nietos le alcanzaran mate con alguna galletita, salame cortado o solamente pan. Si era invierno, de pasada agarraba cuatro o cinco mandarinas, diez o doce quinotos y un par de limones y se proveía de abundante vitamina C para todo la jornada. Ahora que lo pienso, nunca lo oí estornudar.
     Pero en algo coincidían, decía, mi abuelo y Goethe. Noventa por ciento de transpiración, insistía, y diez por ciento de inspiración. Pero el sentido que daba el abuelo a esta frase no era el sentido atribuido tradicionalmente al poeta alemán. Según este, el alemán, una obra debía componerse con más dedicación que revelación, pero era el tándem completo lo que determinaba el método de creación y su variable calidad. No así el abuelo. Este, mi abuelo, gran forjador de ruedas de sulkies en su pequeño pueblo de Francisco Madero, en el noroeste de la provincia de Buenos Aires, sostenía que uno debía que transpirar nueve horas para que, con suerte, talento o dioses mediante, llegue una que valga la pena, la hora inspirada.
     De todo lo que ha hecho el hombre sobre la tierra es muy poco lo que merece nuestro tiempo, decía, nuestra escasa vida. Es ese diez por ciento, es esa flaca franja de revelación, es esa hora inspirada por la que hemos trabajado, trasnpirado tanto. No te confundas, hijo, todo eso que escribís, me decía, es acaso la pálida preparación para algo que aún no llega pero que quizá valga la pena, la pena tuya y la ajena.
     Muchos, decía, han escrito todo el sudor y han dejado con él páginas inspiradas. Otros, Rulfo o Rimbaud, por ejemplo, sólo nos han dejado sus páginas válidas. Nos han evitado, con gran gentileza, el horror de leer con frustración la obra completa de Poe para encontrar allá en un rincón un fragmento, un verso, una palabra que la justifique. El arte es un espanto cuando lo que se muestra es la mera transpiración. No se compara una página infértil, boba, al balanceo vertiginoso de una hamaca, al sabor de una mandarina irregular nacida en casa o a una noche entera de ronco sexo. Nada.
     Por favor, hijo, seguía, cuando me veía con una lapicera azul en la mano, salvanos de tu ácido sudor. Se esencial o no seas nada. Buscá incansablemente esa hora en que los astros se alinean y te eximen de todo esfuerzo, de todo sudor, para decir de una vez todo lo hermoso junto. Es una forma de honestidad, de honor, de decencia o nobleza.
     Una noche, muchos años después de que el abuelo nos dejara, corrí como un niño hasta el taller para ver el depósito de cosas oxidadas al que no nos dejaba entrar cuando éramos chicos. El final es obvio. Estaba lleno de ruedas de sulkies que no me animé a revisar pero a las que le supuse alguna falla de fabricación, errores, muecas, clavos desviados, maderas flojas, algunas gotas de sudor en fin como un camino largo hacia las tres o cuatro ruedas que el abuelo publicó en vida.
     La ética de mi abuelo, ya se ve, fue de una exigencia que no logré emular. Sólo se ve como un rojo faro al que no es fácil quitarle la vista. Mi confesión huelga, también. De no haber muerto mi abuelo, jamás me hubiera atrevido a publicar nada. Pero esta confesión huelga, decía, bastaba con el pálido texto tan prescindible, tan transpirado que les dejo.

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