Con cada poema siento que me agoto, ¿sabés?,
que me caigo del cuerpo, podría decir,
algo así,
que me quedo de nuevo vacío,
¿cómo decirlo?,
como esos tarritos cilíndricos y oxidados
montados sobre una varilla vertical,
en que el abuelo medía la lluvia,
apenas después de llover, claro,
con un cielo ya despejado y el olor a mojado
de todo
que deja la lluvia reciente,
cuando el abuelo colocaba
meticulosamente, la regla para ver la altura del agua
y luego
arrojaba simplemente el agua reunida,
que no era mucha, dos centímetros, tres,
pero era de algún modo
toda la lluvia que había caído en el lugar,
en los cinco centímetros de diámetro del recipiente,
y ya no llovía, ¿entendés?,
y el recipiente estaba de nuevo vacío,
oxidado, a la espera inútil de una próxima vez,
que quién sabe cuándo sería,
claro que no podía saberlo,
pero yo sí lo sé,
y esa es toda la diferencia,
porque no hay nada más vacío que un poeta
que se queda sin nada que decir,
no hay nada más inútil,
más absurdo,
y eso es lo que ocurre después de escribir cada poema,
¿me explico?,
esa soledad (como la que sentimos después de leer un libro,
como si el libro y nosotros también quedáramos vacíos,
como la que se siente después de hacer el amor,
esa conciencia,
esa certidumbre de soledad),
y pienso entonces, en vano,
en otras formas de la justificación,
la paternidad, la amistad, el amor, la lectura,
la enseñanza,
porque escribimos entre otras cosas para justificarnos,
¿sabés?,
para agradecer, pero también (o incluso) para pedir perdón,
¿te parece que no?,
cada poema, así lo siento yo, es una súplica
y un pedido de redención
(es fuerte la palabra, pero también lo es el sentimiento,
no te confundas),
por eso quisiéramos siempre tener cosas que decir,
y palabras para decirlo, por supuesto,
ese sería un lado bastante grande de la dicha,
como ver el mar, sentir el mar, querer decir el mar
y poder ponerlo al fin en palabras,
¿se entiende?,
pero eso pasa tan pocas veces,
en general lo que sucede es que casi nunca llegamos
siquiera a ver el mar,
vemos el agua violenta
(esa violencia contenida, como apretada,
que tienen los mares del sur),
el ruido incesante del viento,
las olas llegando y rompiéndose contra la costa,
la espuma irregular avanzando y diluyéndose,
inclinadamente,
la arena mojada, el agua yéndose,
volviendo silenciosa,
gradualmente absorbida por la arena,
(es un lugar melancólico una playa desierta,
¿vos lo dijiste?),
podemos sentir incluso la sal en la boca,
el líquido frío en los pies, en las piernas,
en la cintura, el cuello, los ojos,
la frente, la sien,
podemos sentir todo eso y sin embargo
qué decir del mar,
no lo sabemos, simplemente no podemos,
estamos vacíos,
el mundo nos rodea sin herirnos,
y si nos hiere no tenemos las palabras
(porque una herida nunca es una palabra,
deberíamos saberlo),
o las ideas, o el coraje, que es lo mismo,
por eso volvemos, incluso del mar, volvemos vacíos,
y tomamos nuestro mate cotidiano,
nuestro jugo, nuestro té,
miramos de nuevo las partidas infinitas de ajedrez,
hacemos el amor con extraños,
o con seres que por un tiempo frecuentan nuestra vida
y que sabemos que pronto
volverán a ser lejanos,
o nos enamoramos imaginariamente,
se llamarán Camila, Guadalupe, María, Anahí
(a veces creo que llega un día en que todo amor es irónico,
piadoso, algo voluntario),
damos clases, hacemos de comer,
llevamos a nuestra hija a la escuela,
la vemos crecer,
vertiginosamente,
pero sentimos que nada de eso nos justifica del todo,
nos compensa, quiero decir, lo pobre,
lo necio, lo vanidoso, lo mezquino, lo inmoral,
en cambio,
cuando escribimos por fin un poema, ¿me seguís?,
cuando escribimos un poema,
cuando lo soltamos, en realidad,
después de mucho vacilar, y corregir, y borrar,
con pasión y disciplina,
con lealtad (¿hacia qué?),
entonces allí sí se rehace la ilusión
(es ilusión la
palabra, creo)
de haber vuelto a ser dignos de todo otra vez,
y sentimos sin embargo
que eso que está ahí escrito es apenas nuestro,
¿me creés?,
pues es infinitamente mejor que nosotros,
más elegante, más luminoso, más noble,
más bello,
que nuestra miseria, nuestra incapacidad,
nuestra irrelevancia,
nuestra sed,
y sin embargo nos reconocemos en él,
¿es difícil de entender?,
y el círculo se reinicia, luego,
una vez más,
vos lo sabés,
porque volvemos a sentirnos vacíos,
como esos tarritos vacíos para la lluvia que mi abuelo
dejaba contra el cielo
sobre una varilla de madera vertical,
en el patio de la casa,
y que medían la lluvia del mundo entero,
por así decir, dejame exagerar,
en cinco centímetros de lata color marrón,
oxidada por la misma lluvia que recibía
(nunca lo había pensado así,
pero algo me dice que así no está mal),
por la misma lluvia que recibía, decía,
en un pueblo perdido (¿te conté?)
del que nadie sabrá nunca del todo su historia.
Has escrito verdades y las has expresado bellamente,me conmueve esa forma de escribir.Felicitaciones!
ResponderEliminarQué más pedir! Que otros compartan tu parecer. Gracias!! Cariños!
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