Hace un tiempo conocí a un hombre,
sin excesiva gracia,
que seducía mujeres
(o se dejaba sabiamente seducir),
incansablemente,
en lo posible hermosas,
o al menos comprensivas,
se acostaba con ellas,
las quería con locura,
con honestidad,
eso decía,
al menos una noche,
y luego,
a la mañana siguiente,
a la luz ya clara del día,
como en una nueva bienvenida,
casi nuevos,
casi otros,
con la risa nueva en el rostro,
les contaba todo lo inconfesable
de sí,
cosa que con nadie más hacía,
y eso era todo,
y luego,
con una pena ya conocida
o acostumbrada,
y sin lamento,
no las volvía a ver,
nunca más,
pues no toleró nunca, decía,
en sus rostros,
el gesto de la lástima o del horror,
ese lago de sangre,
decía,
en el que nunca se quiso mirar.
Y yo,
que apenas lo podía entender,
nunca supe si condenarlo,
por cobarde o por canalla,
o admirarlo,
por mostrar las migas del horror,
así decía,
la miseria de sí
ante lo que se ha querido,
aunque sea una vez,
y evitar después,
como un ser orgulloso o estoico,
la compasión ajena,
que es otra forma de la propia piedad.
Es posible que ellas tampoco quisieran,
después de todo,
volver a verme,
decía,
y así les evito la deshonra,
el desengaño de la propia bondad,
la horrible misericordia,
el asco, incluso,
la incomodidad de la culpa.
En mí dejó algunos pocos secretos,
muy pocos,
y superficiales
(es decir magníficos,
ideales),
que por otra parte sé que fueron aquellos,
prolijamente hermosos,
increíbles,
que él mismo y cuidadosamente
inventó para sí,
como otro lago,
como una íntima creación.
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