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lunes, 13 de junio de 2011

Verme... ¿por qué no? El reflejo de los Alambres de Perlongher

Lo primero que me llamó la atención al leer los artículos críticos de Susana Cella, Jorge Panesi y Nicolás Rosa[1] sobre Néstor Perlongher fue su lenguaje. La abundancia de palabras que, entrecomilladas o no, remitían directamente al propio lenguaje de Perlongher. Como si el discurso crítico hiciera decir a Néstor Perlongher lo que ellos querían decir sobre Néstor Perlongher. Doy algunos ejemplos:

...el alud del aludir que reclama el texto... (Rosa, p. 24)
El saber-sabor de la lengua para Perlongher, sólo exige lamer la hinchazón de la lengua... (Rosa, p. 28)
...el bretel puro sostén de la letra... (Rosa, p. 37)
...la frase política chorreada, arrastrada al barro oscuro de sus versos... (Panesi, p. 305)
...ese “chorro” o “chorreo” verbal. (Panesi, p. 316)
...La estructura que da certidumbre a sus discontinuidades es el miriñaque: alambres tapizados de encaje... (Cella, p. 158)
...géneros y miradas que se entrecruzan sin acabar como una rueda que rueda... (Cella, p. 158)
...esta estructura débil, estructura que permite las prolongaciones indefinidas –alambres de baba- o las irrupciones cortantes, filosas –alambres de púa- (Cella, p. 158)[2]

Es decir, el discurso crítico se apropia de una metafórica que proviene de los propios textos del autor tratado. El discurso crítico hace volver a Perlongher sobre sí. Si bien puede argüirse que este procedimiento no es ajeno a los hábitos de la crítica, dadas la frecuencia o la insistencia que encuentro en este caso, sumadas al extrañamiento que produce la mayoría de las veces ese léxico dentro del discurso crítico, creo que podríamos encontrarle una significación o una explicación que enriquezca la propia lectura de Perlongher.
     La pregunta entonces sería ¿por qué el discurso crítico se sirve con tanta asiduidad (y con tanta fecundidad) de las propias palabras o metáforas de Perlongher para entender o significar las propias palabras o metáforas de Perlongher?[3] Y en la respuesta está mi propuesta de lectura. El discurso poético de Alambres de Néstor Perlongher está atravesado podríamos decir longitudinalmente por “otro” discurso que es un discurso crítico, más específicamente, su propio discurso crítico. Dicho de otra manera, Alambres habla de Alambres. Y aunque no quiero implicarme en las difíciles cuestiones de la intencionalidad, sí puedo al menos decir que ese discurso crítico es regular y sistemático. Si uno hace una lectura de este tipo podrá encontrar (fragmentariamente, claro) una voz que en vez de salir del texto hacia el objeto se vuelve hacia sí para hablar de sí misma o incluso de la relación entre el lector y el texto. Resulta curioso comprobar que además de estas apropiaciones que concientemente la crítica hace del lenguaje de la poesía que están comentando, casi no hay afirmación que haga este discurso crítico al que no se le pueda encontrar un equivalente metafórico en la propia poesía.[4]  
     Lo que voy a intentar hacer es seleccionar algunas de estos fragmentos metapoéticos o autocríticos y darles una interpretación, ayudado por los citados críticos.

La discontinuidad del sentido

Esta parece ser la constante del poemario. El sentido que se muestra y se oculta, que nos atrae y nos repele, que nos llama y nos expulsa. A este movimiento los críticos les llamaron “discontinuidad”, “disrupción”, “fracaso”, “decepción”, “débil estructura”, etc. Susana Cella dice que no hay “ni regularidad ni caos”[5] y esto es clave para la dinamización del texto. Así como Iuri Tinianov en El problema de la lengua poética habla de la “dinamización del ritmo”, aquí se puede hablar de la dinamización del sentido. Es decir, en la “regularidad”, en las zonas del texto sometidas al logos, la esperanza de la continuidad nos impulsa hacia adelante, pero siempre sobreviene el “caos”, la zona del texto no sometida a la inteligibilidad, y con él la decepción, el fracaso. La esperanza resurge luego y se frustra nuevamente y así. Esta discontinuidad del sentido es la única “regularidad” del texto, este camino en zigzag.  
     Ahora bien; veamos como conceptualiza esto el texto:

...se fue, por los jardines, y le pides que vuelva... (Amelia)
...que vuelva, que sea el mismo y no otro. (Amelia)
...una madre ebria... escapada. (Amelia)
...los tajos del corte... (Daisy)
...no hay un corte? (Daisy)
...botella atravesada... (Miche)
...ese abismo... (Degradee)
...sus ascensiones, o descensos, o líneas, de laberinto... ((grades))
...sin objeto ni destino... (Las tías)
...el parpadear de la que teje... (Anade, Caracoles)

En fin, tanto la idea de un sentido que se va, que se pierde, que es otro y al que se le pide en nombre del logos o la razón que vuelva, como el zigzag que supone la ebriedad, o el obstáculo interpuesto en el camino (una botella o un abismo) o, más aun, la idea de laberinto, en el que no se sabe adonde se está yendo (diseñado para perdernos) o la intermitencia que sugiere el parpadeo “de la que teje” el texto,  permiten metaforizar la tan remarcada discontinuidad del sentido.

Un sentido semioculto

Quizá a causa de esta misma discontinuidad comentada, el poemario sugiere sentidos a media. “Ni regularidad ni caos”. Juega en el límite, en la frontera, en la raya. El sentido está semioculto, o semiasomado, da igual. Cuando creemos que se nos presenta, enseguida se nos borra, huye, se nos hace humo. Como dice Nicolás Rosa, el texto “ilumina” o “alumbra” ciertas palabras y vela otras.  Pero el texto propone sus metáforas:

...si lo encontrás es tuyo[6]. (Moreira)
Así huidiza / Como rata...que se disipa en el aire como una fantasía (Para Camila O’ Gorman)
...esa baba que lamosamente fascínase en la raya[7] (Música de cámara)
...en el pozo de frontera... (Las tías)
...amor fronterizo... (Las tías)
...vicio fronterizo... (Las tías)
...muerte en la frontera... (Las tías)
...casi a ciegas... (Ethel)
...ese velador que apagas... (Daisy)
...volcando el velador (Daisy)
 “Vapores”
...a / caso se deja ver algo? se trasluce esta herida... (Vapores)
...no se ve / o no se sabe de qué cara    es, en ese surco / que no se ve, esa arruga (Vapores)
...se hace salpicadura... (Vapores)
“Degradee”
...señas... (Degradee)
...verme, por qué no? (Degradee)
...incienso de ese humo... (Degradee)
...de / qué cielo nos habla? (Degradee)
...el grito del quién vive... (Anade, Caracoles)
  
  Metáforas de lo mismo. Un sentido que se enciende pero se apaga, que hace señas pero que se disipa, que salpica el texto, pero que finalmente no se ve o se ve a medias. Es interesante señalar aquí la interpelación al lector que creo advertir en frase como “verme, por qué no?” o “de qué cielo nos habla?” “el grito del quién vive” en donde el sujeto del enunciado asume la voz de un supuesto lector para incluirla en su propia textualidad; polifonía, mezcla que luego comentaremos.

La anulación del sentido

Si bien es cierto que los sentidos aparecen y desaparecen, que se atisban y se echan atrás, también es cierto que, vistos globalmente, los sentidos totales no existen. El “naufragio”, el “incendio” del sentido dice Nicolás Rosa. Porque estas discontinuidades, estas significaciones parciales, diversas o incluso opuestas entre sí, terminan por desgastarse y anularse. El sentido total desaparece. Las flechas que indican los sentidos se cruzan o se chocan. El resultado es un todo inaprensible, etéreo, disparatado, delirante, ininteligible, que no termina de anclar, inútil, de aire. Revisemos el texto:

Si no[8] (Moreira)
Flores / tan barrocas que parecían no engarzarse y flotar muellemente en los dobleces (Moreira)
la enganchada / en el aire / en el delirio / en la burbuja del delirio (El circo)
cortada en dos desaparece... festoneada por facones... cimbréase sin red, la que / desaparece (El circo)
roer la anilla... (Para Camila o’ Gorman)
...lengua de insignificantes llagas[9].... (Daisy)
...se desploma (Miche)
...desprendida cae: como babeando... (Miche)
...esa ausencia... (Degradee)
...arañas paralíticas. (Degradee)
...el disparate.... (Degradee)
...ronco rebota... ((lobos))
...despoja al pájaro de nombres (El palacio del cine)

El poeta entonces utiliza su poder sobre las palabras en dejarlas sin poder. La lengua se vuelve tan paralítica como las arañas. Lo que queda en definitiva es una ausencia, un vacío, aire; palabras que rebotan contra las palabras para volverse disparate o directamente  aniquilarse. Las cosas, como los pájaros, se quedan sin nombre; esta lengua ya no sirve para nombrar.

Cómo llamar a esto (títulos para el poemario)

Pensemos en lo poco que de representación histórica se puede reconstruir. Pensamos en Moreira y Camila O’ Gorman sobre todo, pero también pensamos en ese “gaucho bruto” a cuya mujer atienden sus vecinos mientras él combate. Entonces atendemos las palabras de Susana Cella: “una historia rota... una historia que a diferencia de otras historias optimistas acentúe la mirada sobre el fracaso, ... una historia de derrotas...”[10] Pero nuevamente esto ya lo dice el texto. Así se autodefine:

Una historia que cante a los vencidos (Rivera) o
Ese despatarrarse de héroes (Rivera)

O atendamos a la musicalidad evidente del lenguaje, a esa explotación de la cualidad sonora de los significantes (“alambres / jaulas / animales dorados / a los aros / atados  a los haros / halos / aros...) y encontraremos otro posible título:
                Música de cámara” o
          Ritmo de pavanas (Amelia)

O reparemos en el recurso al humor, casi omnipresente, triste o negro, y entonces el texto será
           
           Máscara que ríe lo llorado (El circo)


Cómo llamar a esta arbitrariedad insolente de los signos, esa disposición caprichosa de las palabras en la que pierden su sentido. Cómo denominar a esta belleza intransitiva de los significantes, que no nos llevan a ningún lado; ese coqueteo modernista o barroco con las joyas, los vestidos, la seda, las piedras, que escapan a la razón y por lo tanto a cualquier tipo de fundamentación. El texto propone una forma llamativamente sintética para denominarse:
              
                Ese cisne gratuito (Anade, Caracoles)

O incluso es posible nombrar el poemario según la tan flagrante y barroca mezcla. Entonces el texto se vuelve
           Cisne de entrañas escarbadas y heces dispersas en un mazo (Anade, Caracoles)

El poeta termina por llamar Alambres al poemario y es interesante notar que no hace referencia a la temática del mismo sino a su estructura, a su modalidad de construcción, a su “precaria” arquitectura (“estructura débil” dice Cella) y esa es la función del discurso crítico. El título nos habla de su propia construcción, de su hilado. Dicho de otro modo, el texto literario se llama como podría haberse llamado el texto crítico que lo estudiara.

Instrucciones para leer alambres

Chupa, lame esta hinchazón del español (Corto pero ligero)
hala de ese bretel... (Daisy)
...jala y en ese recorrer, del resplandor / lamé, burilo; corta el ruedo, da / una “terminación”
...cala no calla... (Degradee)
...Anade / Jade (Anade, Caracoles)

La remisión del texto a los sentidos es constante. En efecto, parece un texto para oír, para mirar, para contemplarlo en su materialidad, para recibir las imágenes táctiles, gustativas u olfativas más que para “entender” o “explicar”. Es preciso calar en los significantes o tirar de ellos para exprimirlos de significaciones. En palabras de Tinianov: hay que encontrarle esos “indicios secundarios”, o incluso con Starobinski: buscar “las palabras bajo las palabras”. Quizá eso sea jalar o calar para que no callen. De todos modos, hay zonas del texto cuya oscuridad parece impenetrable. Por eso a veces es en vano intentarlo. Es mejor no hacer nada, dejar. Eso parece indicar la lectura anagramática de los últimos versos citados. No hay palabras debajo de las palabras.[11]

Alambres que reflejan

A modo de conclusión rescato una imagen que también (cuándo no) propone el texto:

           Espejos que dan de sí lo suyo (Anade, Caracoles)

Y está todo dicho. El texto se refleja a sí mismo, es un espejo de sí. Los alambres reflejan los alambres, hablan de sí. Por eso el texto puede hablar de sí como “burbujas del delirio”. Un todo cerrado, impenetrable, perfecto y bello. Que se escribe pero también se lee a sí mismo. Autosuficiente. Texto que se asoma al lago para contemplarse. Texto narcisista. Si esto es así, entonces Alambres no sería tan “intratable” como afirma Nicolás Rosa, con la lectura de Barthes a flor de labio.
     Verme... ¿por qué no?
















[1] Cella, Susana; “Figuras y nombres” en Lúmpenes Peregrinaciones; Rosario, Beatriz Viterbo, 1996.
  Panesi, Jorge; “Detritus”, en Críticas; Buenos Aires, 2000.
  Rosa, Nicolás; Tratados sobre Néstor Perlongher; Buenos Aires, Ars, 1997.
[2] Salvo indicación contraria, los subrayados son siempre míos.  “miriñaque” está enfatizado en el texto.
[3] Si bien los trabajos de Susana Cella y Jorge Panesi hablan de la obra de Perlongher en general, mi trabajo está circunscrito al poemario Alambres.
[4] Se podrá aducir que este procedimiento es ya no hallable si no más bien definitorio de la escritura moderna, este volverse sobre sí, quiero decir, pero la singularidad aquí es el modo de aparecer, que espero dejar expresado. Por otra parte, vale la aclaración de que esto no vuelve obvias las ideas de los críticos. Barthes lo explicaría, creo, de otra manera. Se trata, diría en los 70’, de un “texto de goce” un texto de vacío, un texto de palabras y de lenguaje, y por lo tanto “está fuera de la critica, salvo que sea alcanzado por otro texto de goce: no se puede hablar ‘del’ texto, sólo se puede hablar ‘en’ él a su manera...” Pero , a mi entender, los textos críticos no son puro vació, pura pérdida, puro “goce”  (aunque el juguetón Nicolás Rosa se esmere -aún más que el escénico Panesi-), y por otra parte, justamente lo que intento decir es que Alambres “dice” , “afirma”, “enuncia”, tanto como los críticos.
[5] p. 158
[6] Aquí se suma un humor desopilante.
[7] Nótese cómo lo sexual (“la raya”) vuelve a estar asociado con lo textual.
[8] Lo significativo y hasta simbólico de esta cita es que allí comienza y termina el verso. Es decir, el verso afirma y se niega. La anulación es lacónica y perfecta. Terminante.
[9] Esta cita me parece crucial. Nuevamente el texto juega con las dos acepciones de la palabra lengua sin despreciar ninguna. La “hinchazón” es “insignificante”, no en el sentido de significar o valer poco, sino en el de no significar, es decir, ser nada más que significante.
[10] p. 157
[11] En relación a la relación entre el texto y su lector, notemos que la actitud “descifradora” de este, su lectura en los intersticios, también está, a mi juicio, contemplada y nombrada por el propio texto: “El adivinador no me responde, mira...” (Anade, Caracoles) o “miradas que chorrean” (Vapores) o “el público desnudo y demudado, yace... cuando por sus orejas penetran los brumosos sonajeros, los dulces violoncelos...” (Música de cámara) 

viernes, 10 de junio de 2011

Un mundo de alambre. Luis Cernuda. Un río, un amor. Una lectura desde el surrealismo

Tanta fe se tiene en la vida, en la vida en su aspecto más precario,
en la vida real, naturalmente, que al fin esta acaba por desaparecer.
(André Breton)

En un mundo de alambre
donde el olvido vuela por debajo del suelo.
(Luis Cernuda)

     No se discute ya acerca de la presencia de elementos en común con la poesía surrealista en la primera etapa de la poesía de Luis Cernuda, constituida por los libros anteriores a Las nubes, esto es, la etapa previa al “libro que inicia y abre su madurez poética” en palabras de Luis Antonio de Villena[1], entre los cuales se encuentra uno de sus libros más vanguardistas: Un río, un amor de 1929. Lo que sí se permiten sus críticos es dudar sobre la proveniencia de dichos elementos. El problema resumidamente es el siguiente: ¿es la España literaria, por así decirlo, esencialmente surrealista, incluso desde antes de que el movimiento con dicho nombre tuviera lugar? O dicho de otro modo ¿existían ya en germen los elementos que luego definirían al movimiento francés, con lo cual los jóvenes españoles de comienzos de siglo sólo tuvieron que explotarlos o desarrollarlos, o, la otra alternativa, dichos elementos son directamente importados de Francia?
     El problema es retomado por Víctor García de la Concha en su “Introducción al estudio del surrealismo literario español”, quien se inclina con firmeza por la segunda opción. En efecto, hay que

descartar la idea, difundida a partir de las declaraciones formuladas por algunos miembros de la Generación de 27, de que la escritura surrealista española no está emparentada con la del ‘Surréalisme’ francés, sino que es la condensación de una atmósfera difusa por entonces en toda Europa.... o que entronca con la tradición española de la ‘exaltación de lo ilógico, lo subconsciente, lo monstruoso sexual, el sueño, el absurdo...’[2]

     Sin tomar una posición en este debate quizá insoluble, me propongo hacer una lectura del poemario cernudiano a la luz de algunas ideas que, si bien tal vez no sean exclusivamente surrealistas, sí le conciernen a dicha corriente, e incluso de manera decisiva. Me refiero a las ideas de realidad e imaginación, nada menos.
     Vayamos a las fuentes. Las primeras palabras del primer “Manifiesto del surrealismo” de 1924 son las siguientes:

Tanta fe se tiene en la vida, en la vida en su aspecto más precario, en la vida real, naturalmente, que al fin esta fe acaba por desaparecer.[3]  

     Y en estricta oposición a esta realidad “precaria” de los hombres, Breton exalta la otra vida, la de la “amada imaginación”, la de los soñadores o la de los niños. El único problema de esta segunda “vida” es que se vive sólo de niño, salvo que no se la deje escapar, ejercitándola, y eso es precisamente a lo que incita exhorta el autor.

Aquella imaginación que no reconocía límite alguno, ya no puede ejercerse sino dentro de los límites fijados por las leyes de un utilitarismo convencional; la imaginación no puede cumplir mucho tiempo esta función subordinada, y cuando alcanza aproximadamente la edad de veinte años prefiere, por lo general, abandonar al hombre a su destino de tinieblas.[4] 

Pero la imaginación es necesaria si es que se quiere vivir algo parecido a la “libertad”, tan endiosada por Breton.

Reducir la imaginación a la esclavitud... es despojar a cuanto uno encuentra en lo más hondo de sí mismo del derecho a la suprema justicia.[5]

     Tenemos entonces algunas de las ideas fundamentales que sustentan todo el andamio surrealista. Por un lado la concepción de una vida “real” (susceptible de ser percibida por los sentidos o por la razón) “precaria” y por el otro, la exaltación de un modo de salir de esa precariedad a través de la imaginación. Por supuesto que la vida onírica está contemplada en este último término. Las realidades provenientes del sueño pertenecen a la dimensión no “real” de la vida, que la excede o la deforma. A su vez, el inconsciente queda también contemplado allí, puesto que es de él del que emergerán las imágenes menos racionales o más disparatadas, entre las cuales se encuentran las del sueño.

     Dicho lo anterior, expongo el objetivo del presente trabajo. Lo que trataré de mostrar es cómo estas dos ideas, que a mi entender subyacen a toda obra surrealista y a todo su marco teórico, se encuentran encarnadas, si se me permite la expresión, en el poemario Un río, un amor de Luis Cernuda. Tanto la representación de una realidad en exceso precaria, frágil (un mundo de alambre), por momentos volátil, como el recurso a la imaginación como modo de deformar, transformar, esa realidad. Todo el poemario es ejemplo de ello, pero analizaré algunos ejemplos en particular.

     Quizá el ejemplo paradigmático sea “Quisiera estar en el sur”. El sur, con todas las connotaciones eróticas y de ensueño que ya trae de la tradición, se configura en Cernuda como un espacio me atrevería a decir surrealista. El sur es un espacio en donde las realidades físicas, materiales, están disueltas en una atmósfera adormecida, onírica, fantasmal: “ligeros paisajes dormidos en el aire”. En donde los cuerpos reducen su realidad visible, distinta, por la presencia de la sombra y pueden confundirse incluso con flores: “cuerpos a la sombra de ramas como flores”. El sur es el lugar de la ausencia, del vacío de la realidad más tangible, el lugar de la nada: “El sur es un desierto” y cuyo canto va hacia el mar “abriendo un eco débil que vive lentamente”. Por último, es también el espacio del ensueño en donde cuesta distinguir entre realidad e imaginación, vigilia y sueño, e incluso entre yo y mundo; de ahí la presencia de la niebla[6]: “En el sur tan distante quiero estar confundido... su niebla...”.
      
     Un ejemplo cercano a este en el de “Remordimiento en traje de noche”, cuya primera imagen sitúa la escena del poema y nos advierte de la casi ilusoria realidad representada: “Un hombre gris avanza por la calle de niebla”. Encontramos nuevamente el motivo de la niebla, esta vez ligado a un espacio más urbano, y en ella la presencia-ausencia humana que se desdibuja, que se borra en ese paisaje y que funciona como reflejo visual de una realidad interior, desarrollada en los versos siguientes: “No lo sospecha nadie. Es un cuerpo vacío; / vacío como pampa, como mar, como viento”. Es decir que esa vaciedad, esa oquedad con la que se describe al paseante, es la vaciedad y la oquedad del mundo exterior. Una calle de niebla (no dice una calle con niebla, aunque uno le de ese sentido para poder visualizarla) es una calle inmaterial, precaria, indistinta, poco real en definitiva. Un hombre gris es un hombre invisible, irreal (“Invisible en la calma el hombre gris camina”). Y las imágenes se suceden por el camino de la irrealidad (“de noche”, “su sombra”, “pálida fuerza”, etc.) hasta el último verso en donde la presencia de la muerte y de la tierra parece disolver esa irrealidad en la nada: “¿No sentís a los muertos? Mas la tierra está sorda.”
     
      Para mostrar otro caso paradigmático de realidad progresivamente negada o por lo menos insegura, podemos revisar el poema “El caso del pájaro asesinado”, en donde la modalización quizá se convierte casi en leit motiv, terminando por envolver el poema en una conjetura que nos parece cada vez más improbable. Los hechos reales se nos presentan, en un estilo casi periodístico, como posibilidad remota, como apenas virtuales. A esta modalización va unida la más rotunda negación acerca de la posibilidad de conocer qué fue lo que en realidad pasó. El primer verso (como tantas veces en este poemario de Cernuda) es revelador y condensa gran parte de lo siguiente: “Nunca sabremos, nunca”. Luego se suceden las ya consabidas imágenes desrealizadoras tan frecuentes como ya apuntamos (“espuma”, “brisa”, “olas”) para llegar a los versos “Fue un pájaro quizá asesinado; / Nadie sabe. Por nadie / O por alguien quizá triste en las piedras”. Y la negación radical en el tiempo (“nunca”) ahora es negación radical en el sujeto (“nadie”) y a renglón seguido se completará la serie de negaciones radicales con la negación del objeto (Mas de ello hoy nada se sabe).[7] Y sigue: “Todo es en verdad inseguro”. Las imágenes de las “nubes” y del “fantasma” terminan de enrarecer la atmósfera nihilista del poema.
     Quizás el ejemplo extremo y más explícito sea el de “Desdicha”. Allí el cuerpo va progresivamente desvaneciéndose en “nubes” (“Sus brazos eran / solamente de nubes”), en viento (“brazos seguros como el viento”, en donde la ironía es trágica, es triste), y culmina en estos versos que con su sola mención podría haberme ahorrado la presente exposición: “Y sus brazos como nubes que transforman la vida / en aire navegable”.
     Antes de presentar el último ejemplo, quiero enfatizar en un punto. Si bien los poemas citados han sido leídos como representación de una realidad nebulosa, ilusoria, irreal; lo cual sería la encarnación de la primera idea surrealista citada, quede claro que esta representación poética (o esta presentación, para no confundirnos con la mimesis) está construida estrictamente con productos de la imaginación. Es decir, es la imaginación la que viene a combatir la realidad más pedestre, esto es, según Breton, la más real. Son las imágenes extraídas del mundo interior las encargadas de transformar o deformar esa realidad (“sus brazos son nubes”, “los muros del cielo”, etc. etc.). Aquí es donde entra a jugar su papel la segunda de las ideas surrealista, el baluarte incondicional de la imaginación. Jean- Luis Bédouin lo condensa así:

L’imagination, dont Breton avertit qu’elle n’est pas don mais par excellence objet de conquête, sera le premier et l’ultime recours contre l’invivable. Grâce à elle, grâce à l’effort d’une pensée tout entière tendue vers elle, l’homme pourra espérer s’affranchir des étroites limites dans lesquelles il lui est encore loisible de s’ébattre. [8]

     Es así que la imaginación se convierte en el elemento que deviene a la destrucción. El poder que recompone o compensa un mundo precario. En el poema que ahora comentaremos las imágenes oníricas o simplemente disparatadas se condensan como en ningún otro poema del poemario. Es quizá el más surrealista de la colección. Me interesa solamente destacar algunos versos que no redunden con lo ya apuntado. “Sin saber que en el fondo no hay fondo, / No hay nada sino un grito, Un grito, otro deseo / Sobre una trampa de adormideras crueles”. La única certeza parece ser la de la nada, como ya habíamos notado en “El caso del pájaro asesinado”, como espacio de la afirmación. Todo lo otro es inseguro. Además, esa certeza versa sobre la imposibilidad de hallar nada más allá del cuerpo, nada, digamos, consistente, sólo un grito, un deseo, un poema podemos conjeturar nosotros. No hay esencia, no hay invariable, no hay más allá de esto. “En el fondo no hay fondo”, volvemos al vacío ya tan enfático. Las realidades permanentes son negadas rotundamente, incluso las interiores. La realidad interior es una realidad narcótica, onírica, “una trampa de adormideras crueles”. Aquí las imágenes se suceden como denuncia a una realidad que se vive como ilusoria e inconsistente. Los dos versos siguientes son radicales y ricos “En un mundo de alambre / Donde el olvido vuela por debajo del suelo.” Ya la realidad es rebajada a la condición de un material flexible, frágil, maleable y pobre. Y el olvido termina por desintegrar lo que quedaba. El olvido que se da en las profundidades (“debajo del suelo”), en las “cuevas de luces venenosas” que con tanto acierto estudió Freud y que con tanto entusiasmo bienvinieron los jóvenes de las vanguardias parisinas. Las profundidades emergen para salvar al hombre de esa su realidad precaria. Esa es una concepción estrictamente surrealista. El mundo de abajo (que “vuela”) termina por ser el que salva o por lo menos adormece al mundo de arriba (mundo en que “el atroz paisaje” se prostituye “entre cristal de roca”).

     En conclusión. Más que un conjunto de procedimientos (escritura automática, representación de los sueños, acercamiento de realidades distantes, arbitrariedad, etc.), que también están aunque no llevados al extremo, lo que encuentro en la poesía de Cernuda, sobre todo en el poemario estudiado, es una visión de fondo, una concepción del mundo que puede asimilarse sin forzarla demasiado a una concepción surrealista del mundo. Porque como bien dice uno de sus integrantes varios años después “La poesía no es únicamente un producto escrito, una sucesión de imágenes y de sonidos, sino una manera de vivir.”[9] Es en este sentido en que uno puede decir que se trata de una poesía de corte surrealista. Una poesía donde la surrealidad se respira, se siente, aunque nunca llegue a una falta de lógica extrema como en la de algunos de los escritos surrealistas. Parece haber una concepción común del mundo que subyace al movimiento francés y a la poesía de Cernuda, por lo menos, de Un río un amor. Una realidad precaria y cruel. Una imaginación poderosa y oscura que intenta el rescate, la salvación. Y en este optimismo también vuelven a coincidir.

El surrealismo es un rayo invisible que algún día nos permitirá superar a nuestros adversarios.
(André Breton)

Algún día nuevamente resurgirá la flecha
Que abandone el azar
Cuando una estrella muere como otoño para olvidar su sombra.
(Luis Cernuda)












[1] Cernuda, Luis; Las Nubes, Desolación de la Quimera (edición a cargo de Luis Antonio de Villena); Madrid, Ediciones Cátedra; 1999; p 27.
[2] García de la Concha, Víctor (ed); El surrealismo; Barcelona, Taurus, 1982; p15.
[3] Breton André; Manifiestos del surrealismo; Cerdanyola (Barcelona); Editorial Labor; 1995; p 17.
[4] Op. cit.;  p 18.
[5] Op. cit.; p. 19.
[6] Pensemos en el uso que hace del símbolo de la niebla María Luisa Bombal en una fecha no muy lejana al poemario de Cernuda y bajo la misma influencia del surrealismo en “La última niebla”.
[7] “Nadie nada nunca” nos reenvía a la argentina de los 80, a ese libro devastador de Juan José Saer.
[8] Jean-Louis Bédouin (comp.); La poésie surréaliste ;  Paris ; Editions Seghers, 1964 ; «Introduction » ; p. 13.
[9] Tzara, Tristán; El surrealismo de hoy; Buenos Aires; Alpe; 1955; p. 23. (Subrayado en el texto)

miércoles, 8 de junio de 2011

Un mundo moránico. Homenaje a Gabriel Báñez (1951-2009)

(Texto homenaje publicado en El Pasajero en el 2010)

Es mentira que los nombres propios carecen de significado. Cierto es, sí, que, en la casi totalidad de los casos, dicen lo que quieren. O, mejor, dicen lo que los otros quieren. Pero hubo un hombre en La Plata que hizo lo que quiso con la lengua. Incluso con su nombre. Se llamó Gabriel Báñez y fue una sucesión de genialidades y, encima, un hombre bueno.
    
GABRIELBÁÑEZ: (debiera decir el diccionario) Nombre no muy común, tampoco propio, más que masculino viril, que designa a los hombres calvos de ojos vivaces, de torsos algo robustos, escritores puestos a editores y periodistas, mitómanos exquisitos de mirada alternativa, invertidos (ojo, no confundir) Dícese de los hombres amenos, honestos, burlones, nostálgicos y que dejan un vacío inocultable cuando se van. Quizá porque un poco se quedan.
    
     Siempre me llamó la atención. El mundo está lleno de banderas que dicen somos buenos. Conozco miles de abanderados. Muchos de ellos me llenan de dudas cuando les busco la bondad. Gabriel fue (siempre fue) otra cosa. De sus libros se asoma el cínico, el irreverente, el de la mala vida. Sin embargo le conozco (a él que llevaba las otras banderas, las malditas) una de las mayores generosidades del mundo. Eso sí. Su bondad siempre fue privada. Una vez más. Báñez el distinto. Báñez el otra cosa. Báñez el invertido. O el inversor. Perdón.

     Tres escritores geniales le conozco a la literatura argentina. Uno por siglo podríamos esquematizar. Sarmiento, Arlt y Báñez. Los hubo desopilantes (Girondo), increíbles (Puig, Cortázar), demoledores (Pizarnik, S. Ocampo, Saer), y hasta perfectos (Borges)... y el etcétera es largo. Pero geniales, tres. Un poco desparejos, de procedencia informal, dudosa, sinuosos, pero con propensión a la genialidad. Y no exagero. Gabriel Báñez, todavía no bien leído, es un escritor que arrasa por su lucidez trágica y cómica. Fue las dos caras típicas, pero extremadas y simultáneas. Basta asomarse un poco a sus textos por detrás para entender esto. Basta no contentarse con la risa. Ni con el disparate organizado. Basta atisbar algo de lo que él miró de frente. Basta seguirlo por la calle en contramano. Y pagar, eso sí. Pagar la contravención.

     Dijo:
              que el boxeo era un espectáculo de la mayor ternura porque los hombres entraban al ring side para no ser golpeados.
              que había hecho un tratamiento para quedar así. Calvo.
              que era hermoso en Puerto Madryn ver a las ballenas cómo salían del agua para hacer avistaje de hombres
    
     Y lo dijo porque Gabriel siempre fue un invertido. Porque no hay pose en el absurdo. Hay, en todo caso, absurdo en la pose. Porque Báñez vivió e hizo vivir, o nos invitó a visitarlo, novela tras novela, en un mundo moránico (mundo de Linero Moran, psicoanalista lacaniano lacaniano y lacaniano peronista que invierte o disloca lo que oye para entender mejor). O, lo que es lo mismo, en un mundo bañeceano. Porque a esta altura deberíamos haber entendido que Báñez creó un Mundo Báñez. Que, como del consultorio de Moran, se entra y se sale, pero invertido. Puede agradarnos, puede disgustarnos. Lo que difícilmente podremos hacer es ignorarlo. A él, que decía querer vivir desapercibido. Mentira. Una más de su obra.

     Su obra. Fue una docena de libros desparramada en treinta años de ininterrumpida producción. Las mejores editoriales lo editaron. Lo llevaron al cine en dos ocasiones. Fue de la escritura maldita de las primeras obras, al disparate radical de su segunda etapa, pasó por amores platónicos y perversos y tono semiromántico hasta llegar a su obra mejor premiada (La Cisura de Rolando) en donde se vuelve al magnético mundo absurdo pero más lúcido y mejor construido. Fue traducido al francés repetidas veces y a otras lenguas. En Argentina aún no lo descubrimos del todo.

     Pero Báñez tuvo lo que quiso. Aunque nos tiente la idea romántica del autor incomprendido o el lugar común del injustamente marginado u olvidado, la verdad es que Gabriel Báñez, vuelvo al comienzo, hizo lo que quiso con su nombre. Hoy su nombre circula no sin misterio y curiosidad. Camina La Plata, entre nosotros, pero a la orilla. Como él quiso.

Como alguien dijo de Borges, Gabriel Báñez es el más mortal de los hombres. Nosotros nos repetiremos en otros, pero el nombre común GABRIELBÁÑEZ, quizá deba corregirme, es el más propio de los nombres.

lunes, 30 de mayo de 2011

Báñez, un escritor a las orillas

La fórmula, que Beatriz Sarlo fijó para Jorge Luis Borges (Borges, un escritor en las orillas), me es singularmente útil para pensar la literatura de Gabriel Báñez, cuyos personajes, no al modo de Borges, no al modo de Arlt, son hombres no de (Arlt) ni en (Borges) sino a las orillas. Claro que la fórmula es ambivalente, y los dos sentidos me interesan personalmente (el escritor y sus criaturas vivieron a las orillas) pero es aquí a sus personajes a quienes interrogaremos.
     Bourdieu decía que el hombre social, el hombre cultural, es un hombre que debe jugar un juego: justamente el juego de lo social. El hombre entra en el juego, en la gramática de los hábitos culturales que lo anteceden y lo trascienden. Entrar en el juego significa participar de una distribución de nombres que le son adjudicados al sujeto según las mismas reglas del juego. Será así policía, doctor, bueno, malo, vagabundo, parlanchín, jefe, subordinado, extravagante, señor. Todos un poco más un poco menos entramos en el juego, nos socializamos, aprendemos sus reglas, las usamos, las respetamos o las trasgredimos, pero las conocemos. Bien; los protagonistas de Báñez, como el Mersault de Camus, pero más francamente, no han entrado nunca en el juego, no saben jugarlo, son irrespetuosos a su pesar de esa ficción, de ese sentido a fuerza de repetición u optimismo. Ellos caminan por sus bordes, sus orillas, pero nunca terminan de entrar.
     Porque hay que entender que, a diferencia de los protagonistas de los dos escritores argentinos con los que me gusta compararlos para diferenciarlos, los hombres de Báñez no ocupan una orilla espacial, ni geográfica, ni social en el sentido de clase. Más bien todo lo contrario: están en el centro, a veces bien en el centro, pero descentrados, desconcertados, desatinados, desubicados, insólitos, porque no pueden ser parte, porque son como niños que no saben jugar.
     Las patologías son relevantes: Macías Möll es discapacitado motriz, Ibáñez esquizofrénico, Rolando afásico... Condenados desde lo orgánico a la distinción (negativa), a la diferencia, a lo extraordinario. Son personajes curiosos: raros e interrogadores. Y se preguntan (y sobre todo preguntan) porque básicamente no entienden. Macías Möll insiste en preguntar “¿qué?” al personal policial que lo viene a interrogar por la desaparición de chicos en su barrio. Möll no es cínico ni burlón sino extremadamente sincero. Möll no entiende el lenguaje formulario de los policías. Y vuelve a preguntar ¿qué? o trata de traducir para cerciorarse de haber entendido el mensaje del interlocutor. Lo hace, insisto, sin burla. Lo hace porque él, como Ibáñez, como Rolando, no participa del lenguaje, instrumento socializado y socializador si los hay. Escucha entremareado un fárrago de voces pero no descifra su sentido, no comparte el código, se siente fuera, pregunta ¿qué?
     Los protagonistas de Báñez miran al mundo con insistente asombro. Lo descubren cada vez porque son extranjeros, como Mersault. Desde el comienzo están perdidos. Pero perdidos para los demás, que sí entienden (o atienden) el juego y pueden sancionarlos, juzgarlos, o echarlos olímpicamente de una partida que para ellos nunca había comenzado. Porque Rolando es afásico pero ese es un problema que tienen los otros, que se incomodan porque no comprenden sus códigos. Él parece hasta divertirse. No se trata de una tragedia. (Más vale es comedia que muestra los hilos, y sus fallas). Él buscará sus propios juegos, con reglas propias, incompartidas, raras, incomprensibles. Y ahí la historia se invierte. Todo el mundo está afuera del adentro de Rolando o de Macías Möll. Y un adentro gozoso, para nada lamentable (aunque las señoras digan pobrecito). Es una comodidad ese margen. Una alegría autónoma, solitaria, autista. Los personajes de Báñez, como Mersault matando a un hombre bajo un sol espléndido, no fueron hechos para la piedad (ni sujetos ni objetos de ella). Los hombres Báñez son hombres de lengua propia, y sólo son discapacitados desde la lengua de los demás. Los hombres Báñez confunden la alteridad. Hacen confundir, quiero decir. Dicen ¿qué? como todo el mundo les dice ¿qué? Son tan otros como el resto del mundo. Están tan fuera de la ficción de los demás como los demás de la suya. Habitan un territorio insular pero la isla es también el planeta.
     Los hombres Báñez no tienen por qué ser tristes. Pero esto es algo que los hombres no Báñez  no pueden entender. Y repiten, no sin piedad, “pobrecito”.
     Los seres con los que Gabriel Báñez ha poblado el centro de su literatura son seres de ficción que prescinden de una sola ficción: la de la realidad. Ese es un juego que les es ajeno. Quizá indiferente. Por eso descienden rampas en sillas de ruedas todas las tardes con precisión de relojero. Porque no pueden vivir sin jugar. Y de paso le esquivan al absurdo. 

martes, 10 de mayo de 2011

Soy yo o es yo. Dos modos de la primera persona del singular

No es preciso decir yo para hablar de sí. En la ambivalencia de la frase anterior se aloja, creo, los sentidos de este texto.
     Primero una cuestión técnica. Salvo una mención al paso de Martín Caparrós, no tengo vista esta distinción que a mi juicio, y en ciertos textos, es capital. A saber: la distinción entre dos modos del yo, o, mejor, entre dos modos de la primera persona del singular.
     Leyendo La cisura de Rolando, de Gabriel Báñez, me encontré con esta necesidad. A poco que me puse a pensar sobre la persona de la narración, me hizo agua todo lo que desde hacía tiempo venía enseñando alegremente a mis pobres víctimas en las escuelas. Víctimas de un saber nominal, digamos, de un saber manso, que se deja, pero que no sirve. El profesor les enseñaba que había tres personas de la narración, básicamente, que eran la primera, la segunda (poco frecuente) y la tercera, y luego subcategorizaba esta última según fórmulas conocidas. Pero, a poco uno se vuelva un poco rebeldón con estas mañas pedagógicas, el agua nos tapa. Aunque nos hagamos los secos.
     La cisura arranca con una primera que no deja dudas: “Escribo porque no sé hablar”. La conjugación en primera, la referencia en la primera, la óptica en la primera... sin margen de error. Pero a poco avanza la narración, la referencia se corre hacia el lado de sus padres. No sólo lo que los padres hicieron con él, con Rolando, con la primera del comienzo, sino lo que los padres hicieron o hacían, sin más. Es decir, Rolando, que era la primera, ya no decía yo sino decía él o ella, y conjugaba los verbos en tercera (singular o plural). Y no pude hacerme el seco. ¿Estaba el texto narrado en primera persona del singular, siendo que todos los marcadores morfosintácticos se  correspondían con la tercera? Y me respondí que sí, no sin antes acordarme de la mención de Caparrós, que al momento intenté nombrar.
     Las nombré según una vieja distinción filosófica: sujeto y objeto. La narración del pequeño Rolando empieza en una primera persona clásica, con los marcadores gramaticales (pronombres y verbos) que la avalan. Era un narrador que hablaba de sí. Una primera autorreferencial, una primera cuyo referente, cuyo objeto, era un sí mismo. La llamé primera persona objetiva. El narrador coincide con el referente. Pero la siguiente era más trabajosa puesto que menos científica, menos demostrable, ¿más literaria? Se trataba de un niño que describía, con los modos sintácticos de la tercera persona, un mundo familiar. Pero, y acá mi criterio indemostrable, el narrador seguía importando mucho. Y no en tanto narrador, he aquí la cuestión, sino en tanto sujeto que mira, que configura, que representa, que modela. Importaba la mirada de Rolando, casi más que lo que el niño mudo miraba. Y no digo su lenguaje, sus formas, digo su mirada, los afectos de su mirada, las pulsiones de su mirada, las desviaciones, los gestos, los deseos de la mirada de Rolando. El sujeto representa un objeto pero se queda apresado en él y por lo tanto lo modifica, a veces brutalmente. El sujeto representa entonces no tanto la cosa como la cosa mirada o, mejor, la mirada en la cosa. Si exageráramos de manera que convenciéramos a alguien diríamos: se representa una mirada. Y la mirada es del narrador. Ergo, la narración sigue en primera. Una primera persona a la que llamé subjetiva. Que corre con la positiva desventaja de no corresponderse con la superficie, quiero decir con la gramática. Las marcas son de la tercera, eso es un argumento incuestionable en contrario. Con una desventaja: no describe ni explica lo que pasa.
     La poesía sabe mucho de esta primera subjetiva. Seré radical. Recurriré a los Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, de Oliverio Girondo. La superficie indica que hay un narrador (o una voz) en tercera persona, puesto que se limita a figurar paisajes a modo de postales. El sujeto que mira rara vez se vuelve sobre sí para nombrarse, pero jamás desaparece, jamás se desdibuja, jamás deja solo al paisaje que está mirando. La deformación es tal, la afectación y la afectivización de las cosas es tan notoria, que lo que importa es menos el puerto que la mirada hipersubjetiva (si es que vale) del que mira el puerto, por poner un caso. Cuando una red de pesca es un velo de novia, o unos marineros borrachos son hombres enseñándose a caminar, cuando las casas son dados y el azar urbanizador un cubilete, entonces el mundo y quien lo ve se confunden en otra cosa. Una tercera cosa, quizá. Debiéramos decir entonces que esta primera persona subjetiva representa una mirada deformando la cosa. Ni la cosa ni la mirada. representa una distancia, la falla, la discontinuidad, la grieta entre el mundo y un mundo. Claro que esta tesis es fácilmente refutable, también positivamente, diciendo que no hay tal mundo. Es cierto. Pero convengamos que entre los girasoles fotografiados desde una cámara digital por un campesino orgulloso y los girasoles de Van Gogh hay una diferencia. Y esa diferencia es la mirada.
     De los poemas de Girondo se desprende, al cabo, un hombre representado, más genuino en tanto menos voluntarioso o programático. Un hombre profundo, acaso sin cuerpo. Quizá no nos sea dable describirlo pero sí, en cambio, presentirlo o amarlo. Ese hombre no dijo yo pero quedó puesto, quedó atado al puerto, a los bares, a las putas del mundo, a los morros de Brasil, al olor a sexo de Mar del Plata. Es casi un deseo, disculpen la euforia, lo que queda representado. 

miércoles, 27 de abril de 2011

La cohesión en la poesía moderna. Análisis de “La resentida” de Alicia Genovese

Introducción

La poesía moderna se ha desentendido de algunos principios organizadores que regían la poesía anterior[1]. La rima, entendida como un sistema de regularidades, es el más visible de ellos. Una rima genera un movimiento hacia adelante, que espera su par, y, ya alcanzado, impone un movimiento que busca hacia atrás para completarse. La rima inicial funciona, digamos, como un metal imantado que gravita hacia adelante, como una renguera provisoria. La rima final es la pieza atraída, generada y atraída, el pie que suprime, como una tónica, la incomodidad de una sensible en el aire de la tonalidad. La pierna que faltaba.
     Un par de sonidos que el hábito ha preferido juntos. Eso es la rima. No hay causa ontológica o acústica para esta fraternidad. Pero el hábito hace lectores y romper con esas fuerzas contrarias, de sentido opuesto y destino común, no le ha sido fácil al tiempo. No sé qué habrá sentido el primer lector de Whitman. Quizá algo parecido a lo que pudo haber sentido el primer oyente de Schoenberg.
    Porque la rima eslabona, empalma, liga, acústicamente cierra, culmina, tranquiliza y calma. La rima organiza un vaivén que se va  con la seguridad de volver. Genera expectativa y no defrauda. La angustia si nace vive poco. Un par de versos nada más. La rima es un acto de justicia. Un acuerdo concertado y cumplido. El hormigueo de la rima inicial culmina en la mano dormida. El final es siempre el final de un movimiento controlado y consabido. El final es siempre una quietud. Un encuentro. Una completud, pues ya nada falta a nadie. La rima es un hermoso juego de niños. Porque notamálanena rima siempre con acatá.
     Lo mismo vale, un poco menos enfático, para la métrica regular.

     Pero hace mucho ya que la poesía ha renunciado al cansancio o al desgaste de este juego. La rima, si aparece, es tan irregular o inesperada que no puede ser llamada un principio de orden. Pero tampoco, al ser tan escasa o evadida, un principio de cohesión o unidad. Y acá quizá haya un posible asunto formulable en forma de pregunta. ¿Cómo genera pues la poesía moderna la sensación de unidad, de engarce, de cohesión? Claro que no toda poesía persigue tal finalidad. La fragmentariedad también es un rasgo sobresaliente de cierta poesía moderna. Pero es la otra poesía la que hace pertinente la pregunta. Un poema que busca un entramado, sea éste de cualquier tipo, requerirá de otras argucias para forjarse.

Tomemos un poema de Alicia Genovese. Carece por completo, al menos en un sentido tradicional, de cualquier tipo de rima. Veamos cómo logra su unidad.

Cohesión sintáctica

  1. Anáfora. Como la rima, la anáfora consiste en una repetición aunque no de sonidos al final de verso sino de palabras al comienzo.
ü      “Con mi silencio haré (1)”/ “con retraimiento (3)”/ “con mi silencio (9)”
ü      “una máquina de guerra (2)”/ “una catapulta (4)”/ “un corredor de lava (10)”/ “un lloradero de fuego (11)”
ü      “las piedras más desgarradoras (6)”/ “las que brotan apretadas (7)”
ü      “que arroje una y otra vez (5)”/ “que vuelva (12)”[2]

  1. Repetición de palabras.
ü      “silencio (1) y (9)”[3]
ü      “futuro” (21) y (24), ambas visibilizadas por su idéntica ubicación a final de verso y (32)
ü      “venganza” (23) y (30), cuya repetición se refuerza por sendas determinaciones (“la venganza”) y por su posición inicial de verso.
  1. Elipsis. Tanto o más cohesivo que la repetición, puesto que se requiere aquí de la reposición de un lector, es la omisión recuperable de un término que se sustrae por innecesario o redundante.
ü      “Con mi silencio haré (1)”, verso que abre el poema y su sentido, hace juego y permite las omisiones de los versos 3 y 9, que con idénticas construcciones circunstanciales, se abstienen del verbo final: “con retraimiento (3)” y “Con mi silencio (9)”, en este caso con identidad total.
  1. Paralelismo sintáctico. La repetición de una misma construcción gramatical resuena como un eco en el poema, como una forma nacida de otra a la que, a su vez, remite.
ü      “un corredor de lava (10)”/ “un lloradero de fuego (11)”
ü      “el vituperio de los mercaderes (35)”/ “la diatriba de los justos” (35)

  1. Encabalgamiento. Una frase que comienza en un verso y se continúa o completa en el siguiente es de algún modo comparable a esa fuerza bidireccional que le atribuimos a la rima. Prosódicamente se impone una pausa, sintácticamente, una continuidad. Este aspecto sintáctico-semántico es el lado cohesivo de la figura.
ü      “Con mi silencio haré/ una máquina de guerra (1-2)”
ü      “Un arma/ mortífera construiré (18-19)”
ü      “La venganza se cumple/ inflexible en el futuro (23-24)”
ü      “Un temblor de mano/ de la víctima/ que vulnera (27-28-29)”
ü      “el futuro puede/sacarme este aspecto/penoso (32-33-34)”[4]

  1. Analogía formal y semántica. Semejanzas en las construcciones exacerbadas por semejanzas conceptuales, casi versiones de imaginarios arquetipos de sentido.
ü      “Con mi silencio haré/ una máquina de guerra (1-2)”/ “con retraimiento/ una catapulta que arroje una u otra vez/ las piedras más desgarradoras (3-4-5-6)”/ “Con mi silencio/ un corredor de lava (9-10)” “Pertrechos de combate (...) con mi oscura/ sola decisión de callarme (14-16-17)” Todos ellos girando en torno a hacer la guerra mediante el silencio.

  1. Elipsis de nexos relacionantes. Si bien la construcción formal del poema tiende a la supresión total de nexos que aclaren la relación entre las unidades de sentido que lo componen, el lector puede reponer y de hecho una lectura racional repone, lo que no sin tino y pertinencia para este análisis la gramática textual llamó conectores.[5]
ü      “las piedras desgarradoras (6)” a saber: “las que brotan apretadas/ de las fisuras volcánicas (7-8)”
ü      “siempre en futuro... (21)” pues “La venganza se cumple/ inflexible en el futuro (23-24)”
ü      “La venganza se cumple/ inflexible en el futuro (23-24)” ya que “En le presente hay ojos... (25)”
ü      “el futuro puede/ sacarme este aspecto/ penoso:” a saber “el vituperio de los mercaderes (35)” y “la diatriba de los justos (36)”

Nivel semántico

  1. Campos semánticos. La imantación entre las palabras no sólo es de origen sonoro, también puede ser de matriz semántica. La cercanía de significado de las palabras, que sin confundirse se solapan, comparten rasgos o semas, es una suerte de rima asonante del sentido. Eso que en clave social burguesa llamamos las familias de palabras llama a la unidad. Veamos
ü      “silencio (1)”, “retraimiento (3)”, “callarme (17)”
ü      “máquina de guerra (2)”, “catapulta (4)”, “Pertrechos de combate (14)”, “material estratégico (15)” “arma/ mortífera (18-19)”, “armaré (20)”
ü      “fisuras volcánicas (8)”, “lava (10)”, “fuego (11)”
ü      “vituperio (35)”, “diatriba (36)”
  1. Título. La resentida se convierte, tras la lectura, en el sujeto poético, en le yo lírico que busca una venganza callada en un futuro libre del juicio de los justos. No se trata aquí, como en el punto anterior de considerar a algunos conceptos “familiares” por portar parecido. Se trata de considerar un último o primero elemento cohesivo de cada una de los pensamientos, de las frases, de los versos, de las palabras, de la forma, no por tener un rasgo común sino por provenir de una misma madre. 
Conclusión

La poesía moderna, deshecha ya de rima y métrica que trababan fuertemente el conjunto, no se ha despedido de otros elementos cohesivos, casi todos del orden de la repetición exacta o variada, de nexos explícitos o implícitos recuperables.
     Incluso (en este análisis no aparece) elementos del plano fónico como la aliteración, la acentuación o cierta regularidad de métrica pueden acrecentar estas posibilidades de apretar un verso contra otro.
     La poesía en verso, a diferencia de la prosa, es más susceptible de fragmentariedad, de desmembramiento, y si ese no es el efecto buscado, el poeta tiene a su alcance un arsenal de herramientas para convertir ovejas en redil.
    “La resentida”, de Alicia Genovese, no deja verso suelto. Dos fuerzas opuestas traman la tela. Una, el verso, ejerce su vocación centrífuga, de dispersión; la otra, los recursos cohesivos, contrarrestan con movimiento centrípeto, de aglutinamiento. A diferencia de la poesía rimada con la que introducimos el tema, no se crea expectativa, no se crea un problema para resolverlo unos versos después. Las fuerzas son otras. Nos centramos en la fuerza que cierra porque dimos por sentada una natural dispersión. Este es un tema que deberíamos tratar en otra instancia. Desde su título, “La resentida” aprehende como un conjunto en el que caben otros por su sentido y por su constitución en sujeto lírico. El pastor que a fuerza de oficio y pericia combate la huida.


[1] Hablamos, se entiende, de la poesía occidental en lenguas modernas. No ignoramos la existencia de otros patrones de orden como el pie, las sílabas largas y cortas, etc.
[2] Nótese que de los primeros doce versos, sólo el verso 8 (“de las fisuras volcánicas”) queda “suelto”. Pero esta soledad está perfectamente compensada, como veremos, por el recurso cohesivo del encabalgamiento. Por otra parte, el verso 29 podría ser considerado su par (“de la víctima”) no sólo por la repetición de la preposición sino por su idéntica estructura sintáctica, pero lo dejamos al margen por su distancia. De todos modos, aunque nos suene forzada la nominación de anáfora, sí queda claro que el verso 8 tiene su par en el poema, por lo demás, bastante breve.
[3] Esta repetición, es muy significativa porque en torno a la idea de silencio gira el poema. Diríamos que funciona como leitmotiv, lo cual, en este contexto, adquiere suprema importancia, pues hilo conductor quiere decir, traducido a nuestros intereses, nudo de la trama.
[4] No se consignan todos los encabalgamientos, que conforman la casi totalidad de los versos, sólo se toman los encabalgamientos más evidentes o diversos.
[5] Lo que viene a continuación es un ejercicio de análisis perfectamente conciente de que es eso y nada más. Este esfuerzo explicativo conlleva una ventaja meramente didáctica y una desventaja nada más u nada menos que artística. De todos modos, y suponiendo que pensamos mediante el lenguaje, este ejercicio no es, se nos ocurre, y por más que nos produzca un mero espanto su evidencia, más que una expresión verbal de un pensamiento que fluiría por debajo o por detrás del poema.