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domingo, 12 de febrero de 2012

Belle de jour

Le tengo rabia al silencio, murmuraba Yupanqui, desde la serenidad paciente de una milonga. Y hacía referencia así al silencio del no decir, al silencio del callar, al de la omisión. Pero, ahora pienso, en esa misma milonga hacía alusión a otro silencio, al de la distancia, digamos, entre el alma y la palabra alma: “Hay silencio en mi guitarra/ cuando canto el yaraví/ y lo mejor de mi canto/ se queda dentro de mí”. Es curioso que el silencio esté instalado, como en un nido propio, en el centro mismo de un instrumento sonoro.
     Es a este silencio al que quiero, en lo posible, hacer mención. Es el silencio que habita la palabra. Es un silencio inherente al sonido de los nombres. Consustancial. Cualquier palabra lo sabe. También todo poeta.
     Se trata, por más que nos duela decirlo, de un mecanismo perverso del lenguaje. Su mecanismo es camuflar el silencio detrás del sonido. Hacerlo pasar inadvertido, travestirlo, disfrazar de éxito el fracaso, ponerle una máscara de gozo a la tragedia. No es un mecanismo franco, transparente, honesto. Por el contrario, es una hipocresía de la lengua, una descarada mentira acerca de su ser, un encubrimiento de la derrota.
     Porque el primero de los silencios del que hablaba el cantor es evidente. Es un silencio que no produce ni transmite ondas sonoras en el aire, es el silencio de la vergüenza, del pudor, de la cobardía o la impotencia. A nadie se le oculta su rostro. Su ser y su parecer comulgan, convergen, son lo mismo. Pero el segundo de los silencios, el que le deja lo mejor del canto en la garganta, ese silencio es ladino. Atahualpa lo sabe y lo denuncia. Pero la victoria sigue siendo del otro. Mayor aún es la victoria del otro si quien usa la palabra se va satisfecho con el sonido. Ahí radica la perversión. En dejar satisfechos a los hombres con el vacío. En el dejar saciados a los hombres con el don del hambre.
     Una doble cara tiene la lengua. Como Catherine Deneuve, una doble vida. Una es un espejismo de agua en el desierto de polvo que habitamos todos. La otra es la sed. Y la encrucijada es implacable, perfecta. Si nos callamos no decimos, si decimos nos callamos. Y creemos que hemos dicho.
     Supongo que estas dos caras tienen también un filo. El filo, de ser esto cierto, es el propio Yupanqui, quiero decir, la palabra poética. Sea en prosa, sea en verso, cuente o cante, suene o manche.
     La palabra poética parte de este supuesto de la perversión de su instrumento y lo combate desde adentro. Le busca los ribetes, le desconfía, la somete cuanto puede a su voluntad o su deseo. Su propia búsqueda inquieta es ya una denuncia permanente, irrefrenable. Le busca los bordes, los descuidos, las grietas. Parte de una derrota en busca escéptica o dudosa de una victoria.
     Y será también el propio Yupanqui quien termine estas líneas. Ya nos habló él del pudor del hombre y de la perversión de la lengua. Ahora nos invita a la aventura, nos convida a la poesía: “que no se quede callado/ quien quiera vivir feliz”.

2 comentarios:

  1. Es cierto todo. Pero no menos cierto es que también hay que adiestrarse del otro lado, del que escucha, del que lee,para descubrir y desentrañar ese silencio. La perversidad a la que hacés mención creo que se regodea con la necedad mas ante la inteligencia del que lee entre líneas, decae. Yo termino este comentario con un refrán popular: "No hay mejor sordo que el que no quiere oír." Cariños.

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  2. ... o como dicen ahora a menudo: "rompe el silencio sólo si tienes algo con que mejorarlo"; saludos generales; Orión

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