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sábado, 20 de octubre de 2012

La palabra desierto


Conservo la cabeza de mi otro abuelo en un cajón. No me interesa el morbo. Tampoco el género policial. No contaré, pues, detalles del accidente o del proceso químico que me permitió guardar sin escándalo la única parte de mi abuelo que quise conservar. Lo único que me interesa contar aquí es que mi abuelo materno fue capataz de estancia. Que engañó toda su vida a su mujer, a sus hijos y a su amante. Que le gustaban los caballos y transformaba con habilidad, talento y frialdad a los chanchos en queso, morcilla y pecheras de un buen salamín. No me interesa hacer pública la causa de mi interés por su cabeza ni la de mi completo indiferencia por el resto del tronco que quizá aún hoy guarde alguna cuneta profunda de la ruta provincial número 6. Esto no es un relato psicológico ni una biografía personal. Si confieso que guardo su cabeza en un cajón es porque a veces uno necesita contar. Nada más. Tampoco voy a ahondar en esa necesidad. Mi abuelo materno descansa en paz. Créanlo. Su cabeza mira hacia arriba como un dandy y es como si no le faltara el cuerpo. Los ojos verdes tiene. Hermosos. Cogió mucho antes de morir y murió a 160 Km por hora. ¿Qué más quería? No es esto tampoco un retrato moral. Sencillamente hoy revisé el cajón de mi mesa de luz y me dije: para algo debe servir. Y ya llevo escritas quizá más de doscientas palabras. Mucho más de lo que duró la muerte, el polvo previo, el llanto póstumo, la frenada tarde, la ausencia muda, la palabra desierto. 

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