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lunes, 15 de octubre de 2012

Sobreescribir


explicar con palabras de este mundo 
que partió de mí un barco llevándome

Alejandra Pizarnik

Escribir sobre escribir. ¿No conlleva esto un ejercicio sublimado de la redundancia, una gimnasia lírica de la renuncia, un eco mítico de egolatría? Le sospecho a este interrogante parciales verdades, pero también, agrego, parciales mentiras.
     La poetisa argentino-universal Alejandra Pizarnik contestó, rotunda y brillante, a esta pregunta. Contestó con otra. ¿Y de qué vamos a escribir los escritores si este, la escritura, es nuestro mundo? ¿No es acaso esta una verdad? ¿Debe el escritor que pasa tanto tiempo pretendiendo correrle los velos al misterio de la escritura hablar de otra cosa? ¿No es ese su tema? ¿No es ese el centro de su mundo, su núcleo? ¿Por qué (extendiendo la pregunta-defensa de Alejandra) debería un escritor correrse del centro de sus desvelos para hablar de, quizá, el sueño de los otros? Claro, se me objetará, tampoco es ese el único mundo de quien escribe. Un escritor escribe desde algún lugar, hacia algún otro, quizá, compra sus ordenadores en algún comercio, almuerza con su mujer y sus hijos, toma cerveza que también compra, hace el amor y lee, fuma, ama y masca chicle.
     Sí. Y quizá muchas cosas más, más profundas como el afecto o los vínculos o la maquinaria de la política. Pero la pregunta entonces requiere una precisión. ¿Debe un escritor, necesariamente, hacerse a un lado de sus incesantes o intermitentes reflexiones sobre el arte de ubicar bien la palabra para escribir de ese otro mundo que lo circunda o lo abruma o lo aligera? Y acá la respuesta es no. No se le puede exigir eso. Lo que sí puede hacer un lector es prescindir de su lectura. Pero este es otro asunto.
     Podríamos preguntarnos por qué, pongamos por caso, el docente, no dicta clases acerca de su quehacer como docente, sobre el que, pongamos también por caso, ha reflexionado. ¿Por qué no se vuelve sobre sí mismo en actitud de serpiente o de perro histérico y se busca la cola? ¿Qué pasaría si lo hiciera? Pasaría que no podría cumplir con los contenidos curriculares que le manda su materia y curso. Pero sucede que el escritor, en los mejores casos, no tiene materia ni curso. Entonces habla sobre lo que le importa, sobre lo que lo muerde, y, durante más de un siglo, a la literatura le ha interesado mucho hablar de literatura, y más aún, sobre el proceso de producción de esa literatura.
     Porque no siempre fue así. En los bordes del siglo XX la literatura ha colocado un espejo sorprendido frente a sí y se ha dedicado a mirarse, a ser curiosa de sí, a autoespiarse, y a contar lo que el espejo cuenta. La literatura fue, o es, como una receta de cocina cuyos pasos son aquellos que describen cómo es el proceso de confección de una receta de cocina. Claro. En el caso anterior el resultado sería funesto. El hambre. La sin comida. Pero en el caso de la literatura no pasa lo mismo. Misteriosamente, quizá. Lo que ocurre, eso sí, es que se produce una sin comida para todo aquel lector cuya vida puede prescindir sin esfuerzo de saber el proceso interno o externo que llevó a determinado escritor a producir determinado texto o a la literatura, para ponerlo en términos generales, a producirse a sí misma.
     Pero así planteado, el dilema es parcialmente falso. Porque lo que ha ocurrido, creo yo, en los mejores casos, es que la literatura no se ha abstenido de contar el mundo aún cuando su deseo, o parte de él, esté puesto en los mecanismos que subyacen a un texto. No hay texto literario que se precie de tal que no hable del “mundo”, de “lo real”, de lo “exterior”, aunque sea entre comillas, entre paréntesis, o entrelineas.
     Digo más, si alguien, que puedo ser yo mismo, me apurara, diría que esa es una parte importante de la historia de la literatura del siglo que pasó (o no). Una literatura bípeda o bífida que lame con una lengua el mundo y con la otra pierna se pisa el pie. Una literatura anfibia que no se olvida del agua para ser terrestre ni de la tierra para nadar. Una literatura que no nos deja sin comida porque la receta dice cómo hacer un budín de pan a la vez que se cuestiona las palabras utilizadas para nombrar la leche o el pan.
     No. No es un gesto meramente autocrático ni ombliguista escribir sobre escribir. Porque escribir, en principio, así como leer, es también la vida. Y además porque toda cosa puede volverse, si se sabe bien leer, metáfora de otra cosa.
     No es una mera literatura para escritores tampoco. El procedimiento tan usado de volver al mundo una lengua capaz de hablar acerca de la escritura es un procedimiento tan válido como cualquier otro, a la vez que, bien usado, hermoso. La resultante es que las palabras se ahuecan o se rellenan. Vibran, bailan, se mecen. Es una literatura que nos saca del terreno certero de la unicidad. Una literatura que dice y piensa el decir.  Nada mal. Una literatura que descree de la confiabilidad ciega de su herramienta. Una literatura que te enumera los pasos a seguir para acceder, pongamos por caso, a un budín de pan, a la vez que se vuelve sobre ellos y los mira con reflexión. Una receta con postdata: “Ojo. Nada de lo que dije es tan cierto como para pedirte veneración. Ni tan falso como para pedirte perdón.”

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