Hay veces que un roble cobrizo en el parque te salva,
te reconcilia, quiero decir, te restituye.
Hay veces que un árbol en la plaza, digo, acá cerca,
casi rojo, por momentos,
morado hacia las puntas,
impreciso en su
gradación, en su prolijidad,
que nunca habías observado,
pero que estaba ahí,
porque otoños ha habido siempre,
pero algo en vos te llevó hasta ese roble color cobre ahora,
a ese sitio,
hay algo en ese árbol tan austero, digo, que a veces te
salva,
te restablece, quiero decir, te devuelve.
Hay algo en el otoño mismo,
incluso,
en los tilos amarillos,
en los fresnos que no habían sido nada en todo el año,
(como un jacarandá hasta que florece)
hay algo en esos liquidámbar,
en sus hojas como estrellas,
en las avenidas con hojas,
en las hojas en los vidrios de los autos,
de las casas,
en la lluvia incluso, que no se detiene,
que llega hacia vos y te excede,
que te deja mojado pero te ignora,
te antecede y te prolonga,
hacia lo que no sos vos,
que llega con impersonalidad,
con desgano, incluso, a veces,
o con fuerza involuntaria,
con fatalidad,
hay algo en las palomas que se fueron,
que sabés que van a regresar, cuando escampe,
pero que no están,
hay algo en la quietud vacía que produce la lluvia,
en esa intemporalidad,
o en esa detención más bien, de todo,
o en las cosas que crecen sin prisa, sin gestos,
distraídamente,
en las calles, en las plazas, que a veces te salva.
Lindo es comprobarlo.
Esa belleza, eso ajeno que te crece,
como un árbol,
después, adentro.
A veces un roble rojizo en el parque, decía,
la impersonalidad de la lluvia,
la belleza de lo que falta,
la elegancia sin gestos de lo que está, nos salva,
decía,
(nos devuelve la vida, la sabiduría, la esperanza,
las ganas de seguir esperando),
y hay veces que no.