Una breve historia de la fotografía literaria en la argentina
Hay una foto del siglo XIX que un
hombre imborrable sacó para siempre. La llamó Facundo. Civilización y barbarie. Uno de los retratos más
hermosamente trazados de nuestra rara historia. No fue la única, claro. Otro
memorable representante de la elaboración y posterior congelamiento de la
imagen fue Esteban Echeverría, un fotógrafo impecable del asco y la pulcritud.
Su más lograda efigie se titula El
matadero y es cruel y es brillante.
Ambas, por nombrar sólo dos, son
fotografías cuya matriz organizativa quizá haya sido dada por el romanticismo y
por la estrategia. Vayamos con la foto de Don Domingo. En ella aparecen dos
bandos que, al menos cuando el dispositivo no se escapa del control, es decir,
cuando la mira política no cede al entusiasmo o al fervor, lo que muestra es
dos mundos enfrentados. El primero es de tintes oscuros y es encarnado por la
Sombra terrible de un tal Facundo, o por la otra sombra, la camuflada, la que odia sin pasión, la de Don Juan Manuel
de Rosas. El segundo de los mundos, claro y distinto, como el del filósofo francés,
iluminado y promisorio, es encarnado, entre otros, por él, quiero decir, por
quien arroja ese recuadro a la justa posteridad. De un lado la barbarie, india
o criolla, del otro la civilización, argentina nueva o vieja europea. El futuro
mundo, queda claro, deberá ser cimentado sobre las bases de un mundo cuyos ojos
trasciendan, por donde se amanece, el Mar.
Pero hubo otra foto. Y tan notable como
poco notoria. Su título es entre castrense y turístico. Es Una excursión a los indios ranqueles, de un sobrino dilecto de
Rosas llamado Lucio Victorio Mansilla. Acá lo que abundan, si de formas
hablamos, son los claroscuros. Lo salvaje ya no aparece tan salvaje ni lo
civilizado tan apetecible. Y decimos más: a veces los colores se convierten. Dormir
sobre un alto cuero de oveja en la intemperie picadora de un montecito
cordobés, pongamos por caso, puede resultar más halagadora que una noche desairada
en un lujoso hotel del Rosario. Aquí el mundo por venir, en esta foto, digo,
bien podría resultar de un entrevero trabajoso pero no inútil de criollos hijos
del progreso e indios padres del sagrado regreso.
Pero hubo un obstáculo para la realización
histórica, para la visibilización rectora, de esta segunda y aparentemente
razonable fotografía. Que quien mandaba, mientras Mansilla escribía, era
Sarmiento.
Años después el sueño de Sarmiento llevó
otro título increíble, aunque no llevó su firma. Lo llamaron increíblemente La conquista del desierto.
Cien años después, más o menos, un muchacho
de bigotes indecisos escribió un himno. Lo tituló “Canción de Alicia en el
país”. La foto era de perfil pero contundente. El trabalenguas trabalenguas, el
asesino te asesina, y un río de cabezas aplastados por el mismo pie no daban
demasiado lugar a la duda. Y hasta hubo un periodista que venía del sur que
escribió, con un coraje atroz que lo llevó al muere, como a Quiroga, un hermoso
texto, esta vez de frente y con la lente fría, cerca y exacta: fue su Carta Abierta a la Junta. Hablamos de
Rodolfo Walsh.
Una vez más las fotos fueron tomadas. Las
representaciones fueron bellamente ejecutadas. Pero de nuevo hubo un problema:
el poder lo tenía la Junta. Es decir el mismo pie.
Se va viendo el pesimismo ascendente de
estas líneas. El mismo pesimismo de aquella frase de Gambaro en otra hermosa
representación pictórica de aquellos malos años llamada La Malasangre. Quién tiene entonces la razón, se preguntaba. Y yo
no puedo más que unirme a su escepticismo después de revisar los intentos de
contra-representación de Mansilla, de García, de Walsh… Puede que la posteridad
sea de ellos. La razón, el presente, los muertos, los tiene el poder.