La cabal herramienta a su elegido
da el despiadado dios que no se nombra.
“El otro”; Jorge Luis
Borges.
Un artista no sólo debe tener genio,
debe también estar a la altura de su propia genialidad.
Las ciencias exactas; Ángel Abdul D`alí.
Esto es, también, un breve tratado acerca de
la existencia de Dios. “Alguien ama a Rembrandt, pero seriamente, éste sabrá
muy bien que hay un Dios, creerá en él”, decía un evangelista holandés amante
de la pintura y de la literatura en una carta a su hermano en Julio de 1880. Y
seguía, en la misma carta: “Traten de comprender la última palabra de lo que
dicen en sus obras maestras los grandes artistas, los maestros serios, allí
dentro estará Dios”.
Es cierto. Ya casi nadie cree en la Palabra Revelada.
Sin embargo existe. Pero no quiero correrme un ápice del discurso científico,
así que moderaré mis íntimas, inconfesables intuiciones. Está bien. Cedamos. Ya
casi nadie cree en la v grande del hermoso evangelio del pobre Juan. Sin
embargo es Divino. (Y basta un verso para demostrarlo.) Pero no será tanta la
necedad del mundo como para dejar de creer en algo más que en la yema de los
dedos, los ojos fijos y la frente trabajada. Algo que no sea esto que busca y
roza las lentas teclas debe haber en el mundo para explicar tamaña y tanta
maravilla. Pero no quiero ceder al cenagoso lirismo porque sé que debo caminar
en la vereda firme de la ciencia. Vayamos entonces al plano de la demostración.
“Ayer mamá ha
muerto”. ¿De qué otra manera puede explicarse la brillantez de este verso si no
apelamos a alguna vergonzosa o humilde divinidad? Y si no alcanza, bajo este
cielo agnóstico, acá va otro. “Un fantasma recorre Europa. El fantasma del
comunismo.” ¿Este verso tampoco es hijo de la Musa ? Y podría seguir: “Cuando despertó una
mañana, Gregorio Samsa, tras un sueño intranquilo, encontróse convertido en un
monstruoso insecto”, o “Oh hado secutivo en mis dolores”, o si no, “Vine a
Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”, y hay
cientos, “Escribo porque no sé hablar”, o, claro, sobre todo, “Al principio fue
el verbo”. Este sólo verso basta para cancelar cualquier discusión estéril
acerca de la Paternidad Divina
de este testimonio de Juan. Es cierto, en el resto del texto quizá haya tenido
que colaborar algo el propio Juan.
Porque como puede observarse en los ejemplos
citados, el llamémosle dios asiste a su elegido sólo al comienzo de la Creación , enciende la
mecha, da la chispa, transpira un sabor sobre la hoja. Por eso no voy a
coincidir con que son unos pocos los elegidos. No son tan escasos. La escasez
yace en el trabajo posterior, en la pericia y el ingenio, en la inteligencia y
el esfuerzo, y en la fe. El dios llega con un Sabor. Sé de quienes no lo
pierden durante 320 páginas y escriben Nadie
Nada Nunca. Sé de quienes lo desaprovechan en la línea cuatro.
Más que la
herramienta, pienso, lo que el dios da es una carga. Una tremenda obligación. La
herramienta la da la vida, la voluntad o la genética. Dios da un Sabor. Una
obra maestra es aquella cuyo Sabor donado no se esfuma a lo largo de su extención.
Y todos estos poemas que cité dan cuenta de ello. No es un Saber, una palabra,
un tema, una idea. Dios da el la
genial del diapasón, como dice una amiga. La primera hormiga de la fila. El
resto es bebida o derrame. Sangre o agua. Oro o barro. Yo, como tantos, quizá, alguna vez
recibí la asistencia de un dios que se asomó apenas para decirme: “Sólo una
cosa no hay. Es el olvido” o “Qué cosa más parecida son tu destino y el mío”.
Pero no lo entendí, no estuve a su altura. Porque no basta ser un elegido.
También hay que saber elegir. Y ya lo ven, nunca fui Atahualpa Yupanqui ni
escribí “Everness”.