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lunes, 27 de agosto de 2012

El Sabor Revelado

La cabal herramienta a su elegido
da el despiadado dios que no se nombra.
“El otro”; Jorge Luis Borges.

Un artista no sólo debe tener genio,
debe también estar a la altura de su propia genialidad.
Las ciencias exactas; Ángel Abdul D`alí.


Esto es, también, un breve tratado acerca de la existencia de Dios. “Alguien ama a Rembrandt, pero seriamente, éste sabrá muy bien que hay un Dios, creerá en él”, decía un evangelista holandés amante de la pintura y de la literatura en una carta a su hermano en Julio de 1880. Y seguía, en la misma carta: “Traten de comprender la última palabra de lo que dicen en sus obras maestras los grandes artistas, los maestros serios, allí dentro estará Dios”. 

Es cierto. Ya casi nadie cree en la Palabra Revelada. Sin embargo existe. Pero no quiero correrme un ápice del discurso científico, así que moderaré mis íntimas, inconfesables intuiciones. Está bien. Cedamos. Ya casi nadie cree en la v grande del hermoso evangelio del pobre Juan. Sin embargo es Divino. (Y basta un verso para demostrarlo.) Pero no será tanta la necedad del mundo como para dejar de creer en algo más que en la yema de los dedos, los ojos fijos y la frente trabajada. Algo que no sea esto que busca y roza las lentas teclas debe haber en el mundo para explicar tamaña y tanta maravilla. Pero no quiero ceder al cenagoso lirismo porque sé que debo caminar en la vereda firme de la ciencia. Vayamos entonces al plano de la demostración.
     “Ayer mamá ha muerto”. ¿De qué otra manera puede explicarse la brillantez de este verso si no apelamos a alguna vergonzosa o humilde divinidad? Y si no alcanza, bajo este cielo agnóstico, acá va otro. “Un fantasma recorre Europa. El fantasma del comunismo.” ¿Este verso tampoco es hijo de la Musa? Y podría seguir: “Cuando despertó una mañana, Gregorio Samsa, tras un sueño intranquilo, encontróse convertido en un monstruoso insecto”, o “Oh hado secutivo en mis dolores”, o si no, “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”, y hay cientos, “Escribo porque no sé hablar”, o, claro, sobre todo, “Al principio fue el verbo”. Este sólo verso basta para cancelar cualquier discusión estéril acerca de la Paternidad Divina de este testimonio de Juan. Es cierto, en el resto del texto quizá haya tenido que colaborar algo el propio Juan.
     Porque como puede observarse en los ejemplos citados, el llamémosle dios asiste a su elegido sólo al comienzo de la Creación, enciende la mecha, da la chispa, transpira un sabor sobre la hoja. Por eso no voy a coincidir con que son unos pocos los elegidos. No son tan escasos. La escasez yace en el trabajo posterior, en la pericia y el ingenio, en la inteligencia y el esfuerzo, y en la fe. El dios llega con un Sabor. Sé de quienes no lo pierden durante 320 páginas y escriben Nadie Nada Nunca. Sé de quienes lo desaprovechan en la línea cuatro.
     Más que la herramienta, pienso, lo que el dios da es una carga. Una tremenda obligación. La herramienta la da la vida, la voluntad o la genética. Dios da un Sabor. Una obra maestra es aquella cuyo Sabor donado no se esfuma a lo largo de su extención. Y todos estos poemas que cité dan cuenta de ello. No es un Saber, una palabra, un tema, una idea. Dios da el la genial del diapasón, como dice una amiga. La primera hormiga de la fila. El resto es bebida o derrame. Sangre o agua. Oro o barro. Yo, como tantos, quizá, alguna vez recibí la asistencia de un dios que se asomó apenas para decirme: “Sólo una cosa no hay. Es el olvido” o “Qué cosa más parecida son tu destino y el mío”. Pero no lo entendí, no estuve a su altura. Porque no basta ser un elegido. También hay que saber elegir. Y ya lo ven, nunca fui Atahualpa Yupanqui ni escribí “Everness”.

jueves, 23 de agosto de 2012

Una biografía posible


Sólo una cosa no hay. Es el olvido.
"Everness"; Jorge Luis Borges

A Cristian Emanuel Vitale le hubiera gustado haber nacido en un pueblo casi invisible del centro verde de la llanura pampeana llamado Francisco Madero un 16 de febrero de 1980. Ser acuario y mono de metal. Le hubiera gustado que sus padres fueran Horacio Enrique Vitale, veterinario y productor lechero, y Stella Maris Fattore, adiestradora de caballos y profesora de equitación. Tener un hermano mayor de nombre Claudio Horacio y un abuelo hacedor de ruedas de sulkies y cantador de tangos. Le hubiera gustado licenciarse en Letras en la Universidad Nacional de La Plata en el 2006, casarse por civil con Ángela Fernanda Kerchner y tener una hija hermosa llamada Clara. A Vitale le hubiera gustado ser docente de culto en la Universidad que lo egresó y en colegios secundarios de administración pública y privada de La Plata, dictar talleres avanzados de lectura y escritura y escribir. Publicaría un libro de cuentos llamado De espaldas en 2010 y uno de poesía en prosa llamado Canciones a la Virgen en 2012. Mantendría un blog liviano al que le pondría Al principio fue la Urgencia y allí publicaría textos con aspiración literaria en casi todos los géneros. A Cristian le hubiera gustado ser amado por multitudes y sólo por unos pocos. Ser humilde y soberbio, ambas cosa con sinceridad. Hablar de corrido. Que no se le note la enfermedad. Escribir un verso inolvidable. Estar celoso de sí. Ser Roger Federer. Evitar levemente la presión de la prensa, los premios y las casas editoriales. Descreer de la gloria. Ser inolvidable. Primero. Único. Universal. Creerse alguna de sus biografías. Ser verdadero. No esperar una segunda vida que justifique la primera. No carecer tan tristemente de coraje. Ni morir aún.

domingo, 19 de agosto de 2012

Los síntomas de Lionel

En poco espacio yacen los amores
y toda la esperanza de mis cosas
"Soneto XXV"; Garcilaso de la Vega

Detrás de todo hay un enfermo, eso es verdad, pero no alcanza. Una variación sobre este tema sería la siguiente: el motor de la historia es la enfermedad. Esto también es cierto, pero me deja también en la misma falta. La falta de saber con qué lado del cuerpo, el lado sano o el enfermo, trabajan los sabios. Roger Federer, Jorge Luis Borges, Diego Maradona, Van Gogh, Rafael Nadal, Shakespeare, Chopin, Fangio y Rimbaud. Con qué parte del cuerpo dibujan la raqueta o sirven la palabra, trazan la pierna o conducen el pincel, percuten las ruedas o fingen un reloj.
     Hubo un hombre acá en La Plata que lo dijo casi todo. Dijo que todos éramos discapacitados, sí, pero que había un perímetro (y nunca nos condujo al rincón del ring side donde había que buscarlo) en el que también dejábamos de serlo. Y vaya él si lo logró. La lógica más simple indica que ese perímetro es el lado sano del cuerpo, la pata de hueso, digamos, la mano hábil. Sin embargo no creo que esa sola, así tan sola, sea la respuesta.
     Tampoco diré que la respuesta esté al otro lado del césped, no, pero es evidente que estos escasos, raros hombres que nombramos no han dejado de lado su enfermedad para llegar a encarnar de manera tan grosera la sabiduría. Claro que lo que digo, lo que sigo, es una mera y vaga intuición, y así debe ser bebida. Nada de rigor, y no por que le rehúya a él sino porque a veces me arrojo a mares en los que siempre me hundo. Diré, decía, que la cosa, sospecho, está en no despreciar la mano manca, en no jugar siempre del lado del drive, más vale jugar en ella, en la renguera, arrastrarse en ella, dedicarse a ser manco, ser más que un ciego, buscar las palabras de la mudez.
     No agrego nada, ya lo sé, sólo un planteo obvio y una vaga intuición. La enfermedad está detrás de cualquier quiebre de saque, detrás de cualquier gol a los ingleses, de cualquier mundo alucinado de hermosos jardines paralelos. Detrás de todo, digo, hay un enfermo cuya cama blanca de hospital es un velódromo para viajar a 240 o escribir que la verdadera vida está ausente. Ahí se juega la vida. Ni en uno ni en otro lado del cuerpo. Sencillamente porque no los hay. No hay lado sano. No hay lado enfermo. Hay un cuerpo que te aprieta tanto, que te arroja tanto, que te tira al suicidio, a la vida santa, o a la sabiduría. No sé cuántas cosas deberán pasar para caer uno en uno u otro lado de la red. Sé que algunos padecen de una enfermedad, de una desesperación crónica cuya única cura es pergeñar un punto en un sótano porteño desde el que se ve sin pausa o sin tiempo el universo en su totalidad. Y eso, no jodamos, eso no es síntoma de salubridad.

sábado, 18 de agosto de 2012

La ardua musa

En el primero de sus largos miles
de hexámetros de bronce invoca el griego
a la ardua musa o a un arcano fuego
para cantar la cólera de Aquiles.
“El otro” (Jorge Luis Borges)

Quizás el capricho se despierte un día de estos.
(Vincent Van Gogh; Cartas a Theo)

Ardua de ardor y de sudor, buscamos lejos una musa callejera. Una musa de peatonal, caminada, de tren, alta y ligera, bailarina, o de ocho y cincuenta. Ardua de ardor buscamos la musa incendiaria y  delirante, sí, la musa que apenas nos toque nos brote. Ardua de sudor la musa que buscamos es también la musa a la que de tanto estirar la mano lúbrica acaso la pellizcamos. Una ardua musa. Un arcano fuego que nos finja o nos convenza más de lo que fuimos y que no seremos luego. Un sereno esmero que nos lleve más lejos, que nos estire el aliento. Buscamos una musa. Ardua para dejar de apoyar las medias en el suelo y morirse sin cortejo de un resfrío. Ardua también para adelantar un pie sobre otro pie sobre otro pie sobre los ripios del cemento. Musa buscamos. La ardua musa que no nos prescinda la lágrima olorosa pero que nos alumbre de naranja y azul de una vez por todas todo el cuerpo. Ardua para que nos lama y no nos muera. Ardua también para darnos el hacha desafilada y hacer del monte las maderas. Buscamos una musa de tacos más altos que un pie simplemente descalzo. Buscamos dejarnos nimios y encontrarnos amplios. Buenos. Más allá. Una ardua musa buscamos que con derrota y sin cesar tendremos fatalmente que inventar. Porque no somos Milton, ni somos Homero. Una musa ardua que algún día nacerá sin duda y vivirá pálidamente entre los dedos. No seremos Aquiles. Una pena. Cierto. No seremos los hijos lindos de un dios. Sólo, apenas, la larga rabia y, apenas, la lenta cura de estar siquiera a tono con su justa cólera. 

lunes, 13 de agosto de 2012

Nuestra la escoria


Cualquier hombre con talento mecánico, puede producir,
a partir de los escritos de Paracelso o de Jacob Behmen,
diez volúmenes de igual valor a los de Swedenborg,
y a partir de los escritos de Dante o de Shakespeare,
una cantidad infinita de volúmenes.
(William Blake; Matrimonio del cielo y el infierno)

Suyo es lo que perdura en la memoria
del tiempo secular. Nuestra la escoria.
(Jorge Luis Borges; “El otro”)

No es cosa difícil ser Borges después de Borges, sabía decirme, no sin dirigida ironía, un rígido  amigo mío. Lo difícil es haberlo sido antes; cosa que un sólo hombre ha conseguido. 
     Y si no carecía de cinismo, tampoco carecía de razón. Lo había predicho doscientos años atrás el no por nada visionario inglés William Blake. A él le debo, al menos yo que no le conozco precedentes, este inspirado y poderoso concepto de talento mecánico, cosa que dice al pasar, como dejándolo caer, al final de una "memorable fantasía", y a mí me ha costado meses, y aún no lo logro, emerger del asombro por tamaño hallazgo. Un “talento mecánico”. Me parece grandioso. Porque no dice “capacidad” o “habilidad” o "destreza"o cosa parecida, más vinculadas a lo aprendido que a lo traído o recibido, quién sabe, sin fuerza. Hablar de talento mecánico supone una  franca valoración de tal “posibilidad”. No es peyorativo el juicio, para nada. Simplemente separa la paja del trigo. O el trigo de un trigo. Supone Blake, supongo, que hay quienes nacieron para usar de manera diestra, noble y hasta quizá sabia los instrumentos de los que disponen, y hay quienes los han creado. Sospecha, sospecho, que hay quienes copian de manera sorprendente, intachable, encomiable, hábil y envidiable los hilos finos y apenas blancos que recorren sin esfuerzo pero no sin gracia la extensión verde de una hoja de plátano, y hay quienes pusieron en pie el primer árbol.
    Ojo. No dice, no dice para nada, no sugiere ni insinúa siquiera tenuemente que tal labor sea fácil, despreciable o insignificante. No se pronuncia sobre ello. Pero trata de no confundir el agua limpia y clara de una fuente con la limpieza o claridad del mar.
     Borges le suma una letra. La mayúscula. Borges dice que, démosle el nombre que le demos, un Fuego íntimo alumbra y enciende la obra de unos pocos. Homero, Cervantes, Milton. El resto deberá contentarse, o enfadarse, con las nobles sobras.
     No descarto del todo la idea de algo similar a un dios dador del talento o de las condiciones necesarias para escribir El paraíso perdido o Don Quijote de la Mancha, pero prefiero no meterme en ese terreno. Quiero decir: no sé si viene, se busca o se encuentra. Sí hay algo en lo que voy a coincidir con ambos poetas (y este breve texto pueden servir de mínima ilustración de la idea que es de ellos): no se trata del porcentaje de transpiración; se trata del talento creador (que casi pongo con mayúsculas). Ese talento, esa arbitraria savia corre por las venas de un hombre tan de vez en cuándo que cuando llega dura siglos. Corrió por las venas de Shakespeare y de Beethoven, supongo, de Chopin y de Rimbaud. De ellos tratamos de beber los mejores tragos y de tocarles las mejores notas. Lo mejor, lo más decente, honesto o noble que podemos hacer quienes ya nos hemos resignado, apenas tristemente, a la pálida copia, es aceitar con tiempo los mecanismos del talento, en caso de tenerlo. Y eso sí, supongo, viene con la transpiración.

martes, 7 de agosto de 2012

La tierra baldía

Abril es el mes más cruel, hace brotar
lilas en tierra muerta
(T. S. Eliot)

desisto
la infelicidad ya es una rama autóctona
una flor proclive a la autoprocreación
una raíz autogestiva
el futuro es una piedra que ya ha sido lanzada
sabe dios por quién
sabrá por qué
y cuándo
desisto
si la melancolía
la ausencia es una baba necesaria
una voz regenerada
fantasmal
una falta lisa y llana
savia
si es inútil
ya comprendo
toda vez que me fui de mí un perro asustado y bueno me volvió a la lengua


sábado, 4 de agosto de 2012

Non omnis moriar

Los pintados pájaros, dijo Blake, y me arregló la tarde. Lo dijo en un poema lánguido, frívolo a nuestra sensibilidad futura, reconocido a nuestros ojos viejos o aún por nacer. Los pintados pájaros, dijo, y me salvó el día frío de lluvia, la tarde gris del invierno, la prevista noche.
     Dijo los pintados pájaros y me quedé preguntando si el semioculto, pasajero rinconcito de un poema salva un resto acaso indefendible. Siempre me lo he preguntado. No creo que él haya previsto, visionario aún como era, mi alegría venidera. Porque lo dijo al pasar, casi entre paréntesis lo dijo, como se arroja una piedra indistinta a un río insensible y neutral. Menos lo puso que lo dejó. Pero lo dijo. Los pintados pájaros dijo y siguió (saltó, se fue, se perdió, se olvidó) diciendo quién sabe qué cosas acerca de la risa, creo, acerca de la infancia, intuyo, acerca de otras cosas. Y me arregló la cara, los ojos difusos.
     Soy injusto y lo sé. Caprichoso. Pero cada uno muerde por donde le da la boca. Y yo me quedé con ese mordisco sonso quizás, pero que se me vuelve poco a poco tan íntimo como un recuerdo incompartido, como una noche reiniciada interminablemente en sueños. Soy injusto con su esfuerzo, lo sé, con su talento, con su esmero tal vez, su oficio o su espera. Pero ese trago me quedó. Los pájaros pintados. No quiero saber por qué. No importa. Y no quiero que se me vaya. Ese costado del whisky fue el que me mordió en la garganta.
     A veces pienso, sin embargo, si la poesía no es eso. Un mordisco ilógico en cualquier parte. Y nosotros una boca abierta hacia el cielo cuando llueve. Me pregunto si la poesía se lee, se mira, se observa o se ve. Que menos se lame que se muerde. Que menos nos moja que nos mancha. Y que no seca. Los pintados pájaros, dijo Blake. Esa es la cuestión. Quién sabe por qué. Quién sabe si mi poema fue el de él, el de otros, el de todos. Sé que no. Sólo puedo decir una simpleza. Una verdad. Por un momento largo cuya duración no quiero saber, un hombre se fue de mí. Y ya no sabrá jamás si llovía.