La prosa es un lugar en donde poner el cuerpo, hijo, un lugar en donde guardarse del silencio de adentro. La prosa es una sucesión de confusiones ordenadas, un mecanismo para correrse del miedo. La prosa es un lugar sagrado, de dioses miserables y orgullosos. Un espejismo de agua que de algún modo no lo es. Una salida al recreo de cinco. La prosa nunca dura más que un recreo de cinco. Un barril hermoso donde poner a dormir la pobreza. Un mal escondite para no existir. Un engaño del que nadie quiere enterarse. La prosa es un árbol copioso para ser niño todo el invierno. La prosa, hijo mío, es un trapo viejo que aún absorbe. Una calle de barro para secarse los pies. Un reflejo de charco bajo un sol imbebible. La prosa es un proceso de evaporación de los hombres, que sólo quieren quedarse a solas con un cuerpo seco. La prosa, hijo, se agarra de un alma para no caerse y cae. Y se van juntas. Prosa y sombra del alma, y reflejo del alma, y mentira del alma, de un alma, hijo mío, de una sola. La prosa es un lugar en donde poner el cuerpo, me decía mi abuelo, antes de dibujarse un círculo rosa en la garganta. Como un verso.
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sábado, 27 de agosto de 2011
domingo, 21 de agosto de 2011
Sófocles. Civilización o barbarie
Quizá haya sido Sófocles uno de los más grandes escritores que ha dado la literatura. Y, sin embargo, años atrás, le hubiese estado vedado férreamente el premio que antes daba la izquierda en la fría Estocolmo. El argumento sería el siguiente. Lo que era revolución, en Sófocles se vuelve barbarie, lo que era barbarie, en Sófocles se vuelve revolución. Sófocles, dirán, hace uso de la hybris desmesuradamente. Hace culpables a las víctimas, irresponsables a los irresponsables. Comedia de la tragedia. Porque las tragedias de Sófocles terminan bien, en verdad. Gana Dios. Gana el mundo. Gana Zeus que es un Cosmos. Gana la Justicia. Sófocles hace pecar a los santos inocentes para, dirá un francés, redimir a los dioses. Sófocles miente el mito para poner orden. Sófocles esconde la barbarie a la civilización. Y lo dice sin ambages. Perdón si me extralimito. Dice que las leyes santas, las más santas son las no escritas, las de Dios, las del Poder. Pero nosotros, que de ateos ya lo tenemos todo, sabemos que poder se escribe con mayúscula terrena. Sófocles es impío, imperdonable, al decir que la hybris será alegremente castigada. Sófocles es irredimible al cantar un coro a la Justicia mientras un hombre hace todo lo posible por no matar a quienes le dieron vida y los mata. Sófocles es inclemente al decidir que todo hombre tiene pecado cinco segundos antes de su estúpida muerte. Sófocles no sólo cree en el Estado sino que cree en Dios. Pero eso no el lo mas triste. Sófocles desprecia a quienes pretenden robarle un poco de pan al mundo. Y el mito no decía eso, Sófocles. Perdón si comento desmesura. El mito era la revolución, la denuncia, un hermoso tango griego batido a tambor. Y Sófocles fue la sábana blanca y hermosa en la boca. Sófocles no dejó rastros de la furia porque la castigó. Dijo que había viejas culpas que no mostró. No, Sófocles. Sería hermoso pecar antes de morir, pero esa es tu mano injustificable. Tu mano trágica. Tu mano cómica. Nos dijiste, repito el argumento, que las leyes no escritas eran imperecederas, que había un orden trascendente a mí. Me dijiste, perdón, que me quedara donde estaba, que no pidiera socorro sin antes agachar la cabeza y bajar la voz. Me conminaste a un silencio decoroso. Me obligaste a no matarme, a no colgar de mi cuello a las generaciones venideras, me obligaste al horror de una vida sana, a la muerte lenta a la orilla de un camino al que nunca podría entrar. Y yo te creí. Te creí durante dos mil quinientos años.
sábado, 20 de agosto de 2011
La literatura de los ausentes
a Jorge Gerstmayer
Está viva pero escribe como si estuviera muerta.
Con distancia y extrañamiento.
Fernanda García Lao
Con distancia y extrañamiento.
Fernanda García Lao
Si es cierto que la mejor literatura pertenece al género de la no ficción, es decir, si es cierto que la mejor literatura logra (muy de a ratos pero logra) abstraerse de la ficción que aliviana el mundo, que lo hace más habitable y más opresivo, si es cierto que la mejor literatura es aquella que ve un paisaje inédito, sin editar quiero decir, desmontado, desmotivado incluso, si es cierto que la mejor literatura crea menos que lo que descrea, desinventa, desnuda, desarma y claro que sangra... Si también es cierto que sólo los extranjeros pueden abstraerse de dicha necesaria farsa, si es cierto que sólo la mirada foránea ve mucho más acá que los patricios, ve menos... Y si también es cierto lo que dicen los psiquiatras de que los depresivos y los locos ven la cosa desde afuera, los desesperados y los locos, los ausentes, si es cierto que sólo ellos están seguros de que casi todo es ficción, que casi nada más es cierto... Si es cierto eso, digo, entonces se explica por qué la mejor literatura está hecha por los desesperados y los locos, es decir por extranjeros, es decir por los ausentes. Claro que no hay por qué creer en esto. De hecho quien suscribe, si es cierto que quien escribe también suscribe, cree que casi nada de esto es cierto. Y le pone la firma.
domingo, 14 de agosto de 2011
Antígona y una parcelación vincular de la vida
Como esas canciones que se van apagando gradualmente antes de tiempo, a las que más que corcheas y negras les va faltando volumen, materia, y quizá si uno se les acerca pueda presentir algún leve latido, algún llantito, pero la canción ya ha desaparecido.
Antígona de Sófocles parcela la vida de un modo digamos vincular, sanguíneo. Se termina a medida que se terminan dichos vínculos. Antígona ya ha muerto un poco al morir sus padres; ahora, al comenzar la obra, se nos muestra casi muerta del todo al morir sus dos queridos hermanos. Le queda Ismene y con ella no “vincula”.
No es el tiempo el que se le consume. Antígona es una muchacha joven y noble. Lo que la consumen son las desgracias, más precisamente las pérdidas, y más aún las pérdidas de sus vínculos familiares. Yo, parece quedar dicho, soy yo y mis vínculos, yo y mi familia. Y no sólo ella. Creonte, el gran otro de la tragedia, también siente igual. Ya ha perdido a un hijo en la guerra. Ahora pierde a su otro hijo Hemón y acaba de perder a su esposa Eurídice. Pero Creonte no es un desgraciado, un miserable, un desahuciado. Es menos que eso: más que un miserable soy uno que ya no existe, dirá, inolvidablemente el rey. Sólo queda su función biológica, sólo le queda tiempo, pero la vida es otra cosa. La parcelación de la vida no es temporal. Nada tiene que ver con nuestra idea lineal de que a los veinte años nos queda más vida que a los sesenta y menos que a los cuatro. La vida más que tiempo es los otros. Me queda tanta vida como vivos en la familia tengo. Soy uno que ya no existe dice el rey cuando ya no le queda nadie. Yo soy yo y los otros, entonces, precisamos, en donde yo soy un corazón que late y un cuerpo que funciona; un principio de posibilidad, digamos; la vida son los otros. La familia.
Etimológicamente hablando la vida está atada no a un principio abstracto y trascendente, metafísico o genético, sino a los otros de mi familia. Se desatan no por inarmonía sino por deceso. Cada muerte es un hilo. A Antígona se le desatan casi todos. Dice estar sin vida casi. Dice quedarle vida para un último sacrificio. Antígona ni simbólicamente se suicida puesto que carece de vida para quitarse. Ella lo dice a los gritos. Ya los hilos se han cortado y antes de ser un muerto que respira, como lo será su tío déspota, será una heroína y una piadosa y, sobre todo, de nuevo madre y hermana.
Se me ocurre muy nodular esta manera de pensar la existencia. La sospecho en toda la tragedia griega pero la he verificado sólo en Antígona. Bueno sería seguir pensando este asunto de la vida como fruto o lluvia que viene de los otros. Quizá en este sentido la soledad sea una muerte literal. Si Antígona, la más individualista de todas, precisa de los otros para estar viva. Si Creonte, rey de Tebas, lleva su existencia atada a los demás, qué queda para los meros mortales, diríamos, o es que la cosa es al revés...
En fin, mucha tela que cortar en este asunto de la vida... Como esas canciones que se van apagando gradualmente antes de tiempo, a las que más que corcheas y negras les va faltando volumen, materia, y quizá si uno se les acerca pueda presentir algún leve latido, algún llantito, pero la canción ya ha desaparecido.
martes, 2 de agosto de 2011
Necesidad y autonomía. Dos fuerzas que se disputan la poesía.
Dos fuerzas se disputan la poesía. Necesidad y autonomía. Y digo se disputan porque, como caballo y alma yupanquianos, uno tira adelante y la otra tira hacia atrás. Cada vez que cae un verso cae una gota de agua. Ella misma se debate en su interior entre caer y quedarse. Pero cae. Y el siguiente verso caerá también como en mínima cascada. Cada verso posee una vocación de autosuficiencia y eso lo marca el espacio en blanco con el que se cierra. Exige, cada verso, ser leído como verso. Quedarse en él, hacer sentido. Pero hay algo, también en él, que desmiente la pausa, que mira hacia abajo, de reojo, que se asume incompleto, falto. Todo verso siente, en cantidades y modos variables, necesidad y autosuficiencia. Esos dos principios tironean el sentido. En cierto modo, y para usar un lenguaje que le atañe, todo verso está encabalgado. Se suspende, sí, por un momento, en gesto malabarista, pero se deja, luego, caer y asume su dependencia, la gravedad.
Porque en definitiva lo que cuenta es la gravedad. Y su desafío. Quizá todo lo que un verso demora en caer sea resistencia pura a una ley natural de caída, resistencia a una pulsión de comunidad o cópula. Quizá la resistencia, la suspensión de la gravedad, como un colibrí, sea no una fuerza del poema sino un aleteo incesante del verso. Que no quiere ser más, ni menos, que sí. Son su vanidad y su destino los que luchan.
La poesía, digamos, clásica, medida, sabía de antemano cuando caer. Podía contar los pasos hasta el blanco y anticiparse. La poesía moderna está condenada, como quería Sartre para el hombre, a ser libre. Entonces debe buscar razones para ello. Para caer, digo. Pero no por eso prescinde de los dos principios rectores de la necesidad y la autosuficiencia. O, si queremos, no por eso dejan de jugar o dejarse llevar por la gravedad de todo poema. Una fuerza impulsa, la otra retiene. En ese sentido un verso es, o lleva dentro, una madre. Que empuja con una mano y con la otra detiene.
Cada verso tiene el derecho a ser leído en sí mismo, pero también exige el derecho a la cópula. Exagerando, tendríamos tantos subpoemas como versos el poema. Pero el poema es uno y es tensión pura. El final de la guerra no es una bandera blanca. Nadie se rinde porque si se termina el combate termina el poema. Debiéramos decir entonces, para volver a una imagen anterior, que la poesía es una gota al caer, un momento de tensión, un desgarro, un eterno colibrí. Un aleteo incansable que liba una rosa suspendido en el aire.
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