Este texto nació de un texto que nació de Borges, podría
decir, para empezar estas palabras.
Borges se ha derramado sobre el idioma. No son pocas las
esquinas en las que me he encontrado con una frase, una palabra, una pausa, una
idea, una cadencia, un adjetivo que dijo o pudo haber dicho ese viejo argentino
que dejó la piel en Ginebra.
Borges se ha derramado también sobre las artes. En todo lo
apócrifo está Borges, en todo lo falso, en todo lo dudosamente falso o
verdadero se ha derramado la savia de Borges.
Borges se ha derramado también en la cara visible del mundo.
No hace falta haberlo leído para vivir en un mundo por el que ha pasado con
huella el creador de un cuento memorable debido a la justa conjunción de una
enciclopedia y un espejo.
Borges ha dejado aclarado también, como un rey que rige más
allá de la Academia, cómo es la manera conveniente de hablar, cómo es preciso
escribir y una futura y perentoria valuación.
Eso y muchas cosas más nos ha dejado como tesoro y peso este
muchachito porteño que tenía muy claro allá por los 20` que, vaya a saber de
qué modo, la palabra Borges iba a dejar rápidamente de ser un nombre propio
para pasar a ser una firma, y dejar luego de ser una firma para ser un modo, un
hábito, una cultura.
Pero como dije al comienzo, este texto nació de otro texto.
Ese texto fundador es el Prefacio a Las palabras y las cosas, de Foucault.
El filósofo francés, para empezar, explicita la fuente de su argumentación
venidera. Ha nacido de un texto de Borges. En él se propone, rigurosa y genial,
una clasificación absurda, una taxonomía sin criterios evidentes o con muchos
criterios, lo cual no es muy diferente, nacidos en apariencia de un capricho. A
la cita de esta clasificación del texto borgeano, Foucault contrapone, para
diferenciar, una típica imagen surrealista: un paraguas sobre una mesa de
disección. La imagen surrealista, dirá Foucault, es “pensable”, es
“concebible”, más allá de su extrañeza o dislocación. La clasificación de
Borges, en cambio, no. Al menos en el estadio actual del pensamiento. De las
ideas o los modos de pensar posibles. Hasta ahí Foucault.
Mi pretensión en estas líneas no es crear nada nuevo sino
extender y dimensionar lo que a la pasada dice admirablemente el francés.
Borges no se limita a dejar a la posteridad una clasificación “imposible”,
Borges hace de lo “imposible”, de lo “impensable”, de lo “inconcebible”, una
parte no menor, dada su relevancia, de su poética.
Impensable es un círculo pequeño en un sótano porteño desde
el cual se podrá mirar el planeta desde todos los puntos de vista posibles, en
todos los tiempos y en simultáneo, bajo una mera calle de Buenos Aires. Impensable
es la memoria imposible de un uruguayo que recuerda todas y cada una de las
nervaduras de todas las hojas de un monte que ha visto una sola vez. Impensable
es un mundo que contiene innumerables mundos paralelos que se bifurcan,
convergen, divergen o jamás se tocan, según las decisiones de los hombres. Impensable
es un libro infinito cuya primera y última páginas son esperablemente
inaccesibles o inexistentes. Impensable es una biblioteca de infinitos
hexágonos. Impensable es un disco de una sola cara.
No entro en detalles porque me interesa menos lo minucioso
que lo conceptual. Insisto. Sólo dilato (este verbo lo aprendí de él) y
enfatizo una cosa que ya vio Foucault. Desconozco si fue Borges el primero en
llevar lo fantástico hasta lo inconcebible. No ignoro, en cambio, que fue él
quien le dio fama a un montón de estos artefactos que el lenguaje refiere,
alude, sugiere, pero no representa, que no podría representar. Y es que se
trata de lo irrepresentable, también.
Borges llevó la literatura hacia todos los extremos. La sacó
de la cancha. Y es por eso que me gusta la metáfora del derrame. Fue genial y
fue célebre. Cosa que no muchos se permiten. Dejó una literatura que consiente
a pensar el universo. Pero también dejó una literatura para que piensen otros,
en un futuro, con otro “estado de mente”. A ellos quizá no los trascienda y
otro será el Borges que lean. A nosotros, desde hace ya más de medio siglo,
Borges nos reclama una moneda que aún no acuñamos.