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sábado, 29 de septiembre de 2012

Sintaxis mecánica

A Jorge Carlos Gerstmayer, mecánico

Es un tema de sintaxis, me dijo el mecánico con las manos engrasadas. Mi Volkswagen Gol había cumplido sus primeros 7500 kilómetros y la garantía mandaba ya el primer service. Es una cuestión gramatical, dijo, y respiró profundo, ¿ves? mientras se repasaba las manos con un trapo más sucio que las manos. El asunto es dónde se pone la coma. No es una cuestión automática, mucho menos calculada. No. La coma va entre la intuición, el pálpito, la adivinación y el cálculo. Si encontrás ese centro (ahí volvió a respirar muy hondo y a cerrar profundamente los ojos) ahí ponés la coma. No hay tiempo. El tiempo es el tiempo, el auto es el auto y vos sos vos. La coma está en el justo corazón. ¿Se entiende? No te angusties, dijo, esto es una cuestión menos preceptiva que perceptiva, ¿sí? Una cuestión de honor, de respetabilidad, de honor y lucha. Mirá. Mirá, insistió al ver que yo no levantaba la cabeza. Mirame el cuello. ¿Me ves el pulso? dijo. Dije sí para no enojarlo. No, pibe, no. El pulso es lo que no se ve. El pulso va por acá adentro. Es una cuestión de sintaxis orgánica interior. No es tan complejo, vas a ver. Tu problema es gramatical, es decir ético, político, filosófico, metafísico, corporal, vital. No es el Gol. Él es un auto, tenés que entenderlo. No hay que exagerar. La mecánica la tenés vos. ¿La tenés vos a la mecánica? ¿Conocés de puntuación? ¿Podés ver los dos puntos en los semáforos? ¿El punto y seguido del cruce? ¿El aparte del estacionamiento circunstancial en el cordón de calle? ¿La interrogación del punto muerto? ¿La exclamación del volanteo? ¿Podés ver eso? ¿Podés sentir eso? No le exijas al motor lo que no podés exigirte a vos. El tema no son los pistones. El tema son los acordes. La música que le soplás. Él es un mudito sobre cuyas cuerdas vos tocás. No te engañes. Un cieguito prendido a tu garganta cuyo tanque se llena de tu sangre. No te pongas triste, pibe. Hacé rum rum, a ver... Ahí, por ahí va. No te apenes. No sos malo. Sos ansioso. Te falta calle. Te falta estudio y accidentes. La sintaxis no se aprende con el tiempo. Esperalo. No vayas. Es el tiempo, el punto el que debe venir hacia vos.

martes, 25 de septiembre de 2012

El tío Héctor


Amábamos esa foto. “El tío Héctor” se llamaba, aunque ignoro por qué. No ignoro el nombre de mi tío, lo que me resulta llamativo es el nombre de la foto, ya que no figura él en ella. La foto es simple. Un río quieto y sin gente. Si nombro algo más, mentiría, quiero decir, no sería del todo fiel a lo que creo es el espíritu de la foto. Lo único que se ve es eso, un río calmo y azul y un vacío de gente. La arena no cuenta. Es evidente que quien tomó esa foto no prestó atención a la arena. La arena huelga, enmarca el resto. Tampoco los árboles al fondo, ni la isla. La ausencia de gente sí que está y eso también se nota. Eso también es parte del deseo, si se me permite la expresión, de la foto. La ausencia de gente es tan constitutiva del alma de la foto que pasarla por alto sería estar en falta con ella. Es muy notorio, al menos para mí y para todos los que amamos esa foto, que ella se describe, o se inscribe, con dos frases, que todo lo demás es superfluo. Un río quieto y sin de gente. Así. El resto no cuenta. Ni siquiera lo que parece ser un pequeño barco blanco a vela allá atrás. Quienes han visto la foto, fuera de nosotros que la amamos casi ciegamente, reparan en detalles que nosotros nunca habíamos visto ni volvemos a ver después cuando algún otro repara en él o en otro similar. Nosotros le explicamos lo del espíritu, lo del alma, lo del deseo, incluso lo de la proyección en el mundo sensible, pero todo es en vano. Terminamos reducidos, siento, a un amor en gueto, a un amor sectario, quieto, ausente, casi absurdo, solitario. A un amor sin nada, como le gustaba decir al tío.

jueves, 20 de septiembre de 2012

El juego


El que tiene la concha gana, dijo alguien, y el juego empezó. Era hermoso ver a tantos niños desparramados en aparente azar, en furia, corriendo, deteniéndose, gritando, levantando los brazos, hablando, revolcándose en la arena, arrojándosela, riendo, poniéndose bruscamente serios, entristeciéndose, forcejeando, diciéndose cosas en las orejas, gesticulando con todo el cuerpo, mostrándose, evitándose, siguiendo o quedando, difundiéndose sobre el sol de la tarde, recortándose en el mar como sombras efímeras, agachándose y buscando, tocándose, observándose los cuerpos, rozándose, sorprendiéndose de algo, aburriéndose, emancipándose del suelo en un salto interminable o trunco, internándose en el mar o en la arena, desfigurándose el cuerpo en contoneos de danza, bostezando, durmiendo, buscándose entre todos, olvidándose, proyectando su sombra oblicua en la arena o en el agua, dejándose llevar por un grito, provocando lluvias de arena desgranada, llorando, perdiéndose en una lógica ardua, perfecta e incomprensible.
     El que tiene la concha gana, dijo alguien, y el juego empezó. Poco a poco iban descifrándose las primeras reglas. Algunas constantes: velocidades, distancias, detenciones, gestos, cumplimiento de aparentes órdenes, escalafones, jerarquías, enojos, alegrías, modificaciones. Poco a poco iban emergiendo regularidades del fondo del juego en el que un grupo de niños y sombras progresivamente más largas en la arena y en el agua consumían el tiempo, los deseos y los cuerpos.
     El que tiene la concha gana. Ese era el estribillo, lo único discernible en un mar de gritos y ademanes intempestivos o calculados. Y el goce, la fiebre, el frío, la sombra y la locura se subían a los cuerpos como un sol ajeno. El que tiene la concha gana. Este grito lo dijo alguien, por última vez audible, por última vez permitido por un viento largo e irrefrenable que fue cubriendo los cuerpos de arena y petrificándolos. Por un sol que fue cediendo su espacio de luz a una oscuridad abarcadora y ciega. El que tiene la concha gana. Y una boca, la última, se lleno de arena y sombra. El grito salió apenas y acabó cerca sin ser escuchado. En las orejas de todos los niños una piedra de arena negra los había dejado mudos, ciegos y sordos.

sábado, 15 de septiembre de 2012

Memorias


Viví mal pero poco, me dijo. Me viví, de algún modo. Me perpetué en la parte ondulante del único pétalo lánguido que me interesaba. Jamás me dejé alcanzar por las tijeras de podar. No morí en vano. Lo puedo decir. Jamás fui póstumo. Ni contemporáneo de lo ajeno. Los dolores en el estómago me impidieron olvidarme de la grieta larga de la vida. Las drogas también. Y todo tipo de pastillas. Toda mi vida fue una rampa, un tobogán, un abismo. Caí pronto, sí. Acaso menos mal. No supe o no quise nunca ser abstracto. Morí antes. La muerte no es serena. No hay misterio si hemos andado a las caídas como Jesús al borde de las vías del tren. Viví mal, es cierto, pero no tanto. En cierto modo eso es vivir bien. Viví bien, sí, es cierto, y quizá no fue tan poco. Tiré todas las piedras. Morí sin nada. Los médicos dijeron que morí del todo. Eso no estuvo mal. No dejé de arremolinar la laguna en la que nadó la blancura de mis padres. Fui animal. Rubio. Eso no es poco, no crean. Fui una bestia peinada al ras, una bestia perfumada de sal y aceite quemado. Fui reciente. No fue poco. Todos los tajos del cuerpo son rayas para la memoria. Una parte de mí no morirá del todo. Por eso escribo. No para la eternidad. Escribo por los tajos. Porque estoy escrito escribo. Es imposible morir así. Ni dormir se puede casi. No seré eterno porque no hay mal que dure mil años. No seré Dios, eso ya lo sé. Prefiero esta raya terca en la garganta. Esta pulsera de rouge. Este trago de anís para las ratas. 

lunes, 10 de septiembre de 2012

Salvo nunca


Me quedaré sentada acá, adentro del sillón toda la noche. Sé que me moriré pronto porque la soledad me arrincona. Estaré escondida acá, detrás de mí, delante de todos. Abierta a los espejos que me devuelven mal. Estoy extraviada. Temo. Mañana será otro día en que no volvamos a correspondernos vos y yo. Así con la mano estirada parecés una fiesta de otros, una luz ajena. A qué viento respondemos. Cerrame la puerta que adentro no hay nadie. Ni nada. Tendeme la cama y andate a dormir al jardín. Vos y yo no tenemos nada que ver. Salvo una semilla. La gotita blanca que ya hace tanto no genero en los espejos. La remota huella que no llevo ya en el pie. No voy a mirar otra vez el whisky. No hay sentencia más clara que ese ardor en la garganta. Yo sé que ahí vas vos. Cada vez más lejos de las palabras. Cada vez más sola, más auténtica, más leal. Sin nada que decir porque esa es tu fruta. Yo nací de un árbol que cada vez me queda más alto, más largo, menos mal. Yo ya soy de la injusticia. Al mundo le pertenezco. Yo ya vi nacerme tantas veces que no será fácil creerme real. Los espejos se alargan y se alegran. Se acercan y me esfuman. A vos ya no te cabe una palabra. No. Salvo nunca.

viernes, 7 de septiembre de 2012

Acis


Perdió el ser pero no el nombre.
(Ovidio; Metamorfosis)

Ser en la vaga noche
el que cuenta las sílabas
(Jorge Luis Borges; Tankas VI)

No fue fácil ser eterno. Eso sólo nomás sé. Que no es simple ser efímero, o caudaloso, o abstracto, o especulativo, o lírico, o guardar a los muertos adentro. No es sencillo, no se engañen.
     De quién fue la ironía. Quién creyó salvarme cuando me devolvió la sangre en forma de agua. Quien supo castigarme cuando me puso en las manos el destino grandioso y nimio de irme al mar. Qué haré cuando llegue.
     Un hombre puede escapar de una mujer en ausencia de fuerza o de coraje. Lo que no puede hacer un hombre, lo que no puede soportar es la pena absurda de ser bebido de a ratos, de a sorbos, de caber entero en el cuenco de una mano, de haber sido agua y ser pis.
     Un hombre puede incluso soportar no ser querido, que le arranquen de entre las piernas lampiñas un pubis apenas colorado o rubio. Un hombre puede soportar que le roben los olores del sudor, los gemidos de una hembra o los celos de la respiración. No es eso. No se confundan. El miedo está en otra parte. El miedo es el dolor del cinismo de transformar lo que fue bloque de cuero, arteria, músculo y hueso en una insípida y canalla narración.
     Viví feliz mientras pude. Los olores de una hembra me llevaron a la selva más oscura que se pueda imaginar. La ciudad. Allí entendí un par de versos del Dante y unos cuántos de Virgilio. Escuché los violines de Beethoven y miré con sabiduría a Vincent Van Gogh. Estudié las transparencias de un filósofo de nombre alemán. Escribí un verso muchas veces. Crecí. Y me olvidé a la hembra.
     Porque no es fácil ser de nuevo. Recurrir como una fuente. Arrastrarse por un cauce como un asma. No es sencillo ser naciente cada día. Ser la ninfa de las aguas sin reflejo o un reflejo que ya no lleva ninfa. No es sencillo ver pudrirse los cadáveres sin tiempo. Ser hermoso desde el muelle y llevar los barcos naufragados adentro.
     Conocí a Victoria por fin en una charla de filosofía. Ella expuso su teoría acerca de la fácil reincorporación de la mujer en el arte de amar. Yo ensayé una refutación que no recuerdo. La demostración se hizo en la habitación 606 del hotel situado a espaldas del congreso. Terminé creyéndole. Leímos un libro que fue el último. Todo lo que vino después fue un intervalo entre un furor y su regreso.
     Tiempo después nos volvimos al campo. Sembrábamos y nos tocábamos. Eso era todo. No temíamos el momento en el que dejáramos de gustarnos. Eso sólo pasaría. Nos buscábamos como ciegos. Bestias entre bestias. Con los libros hicimos una mesa en la que diariamente hacíamos todo. Viví feliz mientras pude, como ya dije.
     Luego no sé qué pasó. Una sombra enorme se la llevó. La vino a buscar y se la llevó. Nunca quise saber si ella había querido el regreso. Mi humillación fue más grande que todo. Sentí un sonido pétreo entre mi espalda y el suelo. Pero eso no fue lo peor. Lo peor es la leyenda. La injusta inmortalidad de la palabra.
     Porque un hombre puede soportar dejar el campo por la ciudad. Ir en pos del aliento de una hembra bajo cuya pollera hemos entendido ya todo. Un hombre puede soportar el infierno de un semáforo en rojo o de un saludo banal porque recuerda en la espuma de una boca una baba jadeante de caracol. Un hombre puede tolerar la vida si es un espacio finito entre un fluido y un rouge. Un hombre puede perfectamente soportar, a no confundirnos, que una sombra gigante y peluda, casi ciega como todos, nos cancele un grito animal en la garganta, una tormenta primitiva en el estómago, un retazo de piel de cuello blanco entre los dientes o un olor a juventud que ya se pierde.
     Todo eso un hombre puede soportar. La ignominia es ser alma cuando se ha tenido el cuerpo, ser palabra si se ha sido gesto, ser relato si se ha sido el mundo, ser nombre si se ha sido hambre.
     No sé por qué cuento todo esto. De verdad no lo sé. Yo que contengo aún una convicción de un filosofo griego, un millón de poemas de mil hombres que no me vieron y un montón de cadáveres que ya no sé si alguien espera. Yo que me pudro en la grandeza. Yo que me muero o ya estoy muerto en una lánguida prosa. Yo que soy belleza y canto y fui fiera.