A Fernanda García Lao
La literatura habita la grieta
llamativa y silenciosa
entre una palabra y otra.
(M. A. Daireaux)
Crezco. Sumergido en el agua barrosa mi cima púrpura no se ve desde la liviandad del aire. Me inflo. Las venas empujan duro desde un pasado ancestral que apenas reconozco. Broto. En mi cresta perfumada llevo los jugos agrios de mi raíz. Subo. Debajo de la tierra sucia llevo mis hijos como un marsupial. Me inclino. Los golpes del viento traspasan los granos de tierra que no puedo trasponer. Llago. Me crecen en el cuerpo miserable cortezas y hojas que vienen de una vieja transpiración. Nazco. Cada noche con luna un retazo de mí se acomoda en el vientre para darme a luz. Pujo. En la yema de mis dedos hay un fósforo infinito que viene desde un mar de oscuridad. Callo. Casi todo es silencio ya cuando me veo nacer. Busco. Algún día juntaré los vidrios rotos de mi silencio y haré una flauta muda de cristal. Llego. Agrieto la tierra errante que me nutre y ciega y muestro la nana rosadita en la rodilla que me hice ayer. Nado. Debajo de todo está el mar. Me hundo. Debajo de todos el mar. Abundo. Los ojos que me ven no son los ojos que me saben. Canto. Un rugido silencioso me recorre las olas como sombra herida de un león. Me diluyo. No sé qué bella y misteriosa fuerza de simetría me saca las manos al aire y me embarra el corazón. Vuelvo. Como una resaca submarina y calladita me quedo solo y loco con la luna que fui. Me salvo. En el fondo del mar salvaje hay una Ley perversa o venturosa que me devolverá como un muerto hacia la playa, a la cima de la costa a respirar.