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lunes, 30 de julio de 2012

Inferno I

... ce qui a été le plus dur, 
c'est que j'avais des pensées d'homme libre.
(Albert Camus; L'etranger)


No es el cuerpo lo que me molesta
Ni siquiera sé si es el alma
Si es la mente
O la lengua


Un día supe sin solución que había adentro
No sé ya cuánto espero que haya afuera

domingo, 29 de julio de 2012

Las horas transpiradas


To create a little flower is the labour of ages.
(William Blake)

En algo mi abuelo Enrique coincidía con Wolfgang von Goethe. Noventa por ciento de transpiración y diez por ciento de inspiración. Claro que mi abuelo no era poeta, más bien herrero. Recuerdo, se iba no muy temprano a la mañana para el taller y volvía tarde con el sol bajo para cenar. Si queríamos que almorzara, debíamos llevarle algo de comida cerca del mediodía. A él no le gustaba volver a la casa, que quedaba a unos cincuenta metros de su taller de herrero, sacarse la ropa de trabajo, lavarse las manos y la casa y sentarse a almorzar. Prefería, mejor, esperar a que su mujer o alguno de sus nietos le alcanzaran mate con alguna galletita, salame cortado o solamente pan. Si era invierno, de pasada agarraba cuatro o cinco mandarinas, diez o doce quinotos y un par de limones y se proveía de abundante vitamina C para todo la jornada. Ahora que lo pienso, nunca lo oí estornudar.
     Pero en algo coincidían, decía, mi abuelo y Goethe. Noventa por ciento de transpiración, insistía, y diez por ciento de inspiración. Pero el sentido que daba el abuelo a esta frase no era el sentido atribuido tradicionalmente al poeta alemán. Según este, el alemán, una obra debía componerse con más dedicación que revelación, pero era el tándem completo lo que determinaba el método de creación y su variable calidad. No así el abuelo. Este, mi abuelo, gran forjador de ruedas de sulkies en su pequeño pueblo de Francisco Madero, en el noroeste de la provincia de Buenos Aires, sostenía que uno debía que transpirar nueve horas para que, con suerte, talento o dioses mediante, llegue una que valga la pena, la hora inspirada.
     De todo lo que ha hecho el hombre sobre la tierra es muy poco lo que merece nuestro tiempo, decía, nuestra escasa vida. Es ese diez por ciento, es esa flaca franja de revelación, es esa hora inspirada por la que hemos trabajado, trasnpirado tanto. No te confundas, hijo, todo eso que escribís, me decía, es acaso la pálida preparación para algo que aún no llega pero que quizá valga la pena, la pena tuya y la ajena.
     Muchos, decía, han escrito todo el sudor y han dejado con él páginas inspiradas. Otros, Rulfo o Rimbaud, por ejemplo, sólo nos han dejado sus páginas válidas. Nos han evitado, con gran gentileza, el horror de leer con frustración la obra completa de Poe para encontrar allá en un rincón un fragmento, un verso, una palabra que la justifique. El arte es un espanto cuando lo que se muestra es la mera transpiración. No se compara una página infértil, boba, al balanceo vertiginoso de una hamaca, al sabor de una mandarina irregular nacida en casa o a una noche entera de ronco sexo. Nada.
     Por favor, hijo, seguía, cuando me veía con una lapicera azul en la mano, salvanos de tu ácido sudor. Se esencial o no seas nada. Buscá incansablemente esa hora en que los astros se alinean y te eximen de todo esfuerzo, de todo sudor, para decir de una vez todo lo hermoso junto. Es una forma de honestidad, de honor, de decencia o nobleza.
     Una noche, muchos años después de que el abuelo nos dejara, corrí como un niño hasta el taller para ver el depósito de cosas oxidadas al que no nos dejaba entrar cuando éramos chicos. El final es obvio. Estaba lleno de ruedas de sulkies que no me animé a revisar pero a las que le supuse alguna falla de fabricación, errores, muecas, clavos desviados, maderas flojas, algunas gotas de sudor en fin como un camino largo hacia las tres o cuatro ruedas que el abuelo publicó en vida.
     La ética de mi abuelo, ya se ve, fue de una exigencia que no logré emular. Sólo se ve como un rojo faro al que no es fácil quitarle la vista. Mi confesión huelga, también. De no haber muerto mi abuelo, jamás me hubiera atrevido a publicar nada. Pero esta confesión huelga, decía, bastaba con el pálido texto tan prescindible, tan transpirado que les dejo.

miércoles, 18 de julio de 2012

Les hymnes

a Olga Liliana Reinoso


Mi cuerpo en paradoja
Mi cuerpo sublingual
Mi cuerpo interdicto
Mi ajeno cuerpo
Mi cuerpo quién
Mi cuerpo otra cosa

Y te sigo igual, cuerpo
Cansado
Con la lengua sudando saliva de otros perros

« Puis-je dècrire la vision?
L’air de l’enfer ne souffre pas les hymnes! »

domingo, 15 de julio de 2012

A los monstruos

La vraie vie est absente
(Arthur Rimbaud)

“No te temo, monstruo, te esperaba”, me contaba mi abuelo que les decía, que era su forma de conjurar a los espíritus deformes que se le aparecían en plena vigilia allá en su pueblo bonaerense de Francisco Madero.
     Es que el problema no son los monstruos, hijo, me decía, el problema es la simplicidad. La simplicidad es una máquina incesante de crear seres deformes, distantes y ajenos. Descreer prolijamente de la simplicidad es descreer de los monstruos, es decir, esperarlos. No nos miramos seriamente al espejo, decía, más bien nos amputamos detenidamente de arriba abajo para quedarnos en paz con una parte mínima de nuestro complicado cuerpo.
     “No te temo, monstruo, te esperaba”, me contaba que les decía y los monstruos se quedaban ahí, ávidos pero desarmados, hambrientos pero muertos de miedo, babosos pero sin balas, desnutridos de visibilidad.
     No es que no crea en los monstruos, no, por favor, no creas eso, hijo, seguía, no sería tan infantil de esconderme la lucidez en el bolsillo de los caramelos, no. Creo fervientemente en ellos, es más, los adoro. Los adoro en el sentido en el que un niño francés traficante de marfil puede adorarlos. En el sentido en el que un periodista raso de Gorina en permanente estado de ahorcado los puede llegar a adorar. Los adoro a tientas, con la mente blanca los adoro, como un ciego puro y todos los días nuevo.
     Un hombre que convive con ellos no puede tener por ellos pavor, decía, la convivencia los aplaca, como a todos. En todo caso puede padecer uno de cierta lástima o de ternura, como la chica de Estados Unidos que conoce a uno en Gran Bretaña y le da su cariño comprensivo. Lástima, sí, quizá lastima, pero nunca temor.
     Yo no sé qué tiene este mundo nuevo contra los monstruos, ampliaba. Por qué los detestan. No sé. Nada más hermoso, después de todo, nada menos falso, nada más real que una cabeza de mujer peinada de serpientes, o un hombre híbrido hombre y toro, o una serpiente bípeda con fuego en la boca. ¿Nada menos irreal, no te parece, hijo?
     Mi abuelo no hablaba en serio. Eso es lo único que siempre supe. Tampoco hablaba de lo que hablaba, ni le hablaba a quien le hablaba, eso también lo supe. Mi abuelo adolecía, según puedo leer años después en el recuerdo, de cierta tortícolis verbal, de algún tipo de estrabismo discursivo que le impedía usar los nombres propios de las cosas. No lo hacía queriendo, eso también lo supe. Él estaba convencido de lo que decía y de que decía lo que decía y nada más. Yo también. El tema es que (él me hubiera dicho sin sorna porque me amaba), el tema es que yo nunca esperé seriamente a los monstruos. 

jueves, 12 de julio de 2012

La cueva de Altamira

"y hace rato que te extraña
mi zamba para olvidar”
(Daniel Toro)

¿Conjura el arte los fantasmas hartos del recuerdo o conjura más bien los espectros sanos del olvido? ¿Conjura, digo, o convoca?
     La idea del arte exorcista es, creo, un espejismo tramposo del goce cierto que nos producen los demonios del recuerdo. Bajo el aspecto de un humo espantador, el arte confisca una parte del pasado muerto para redimirlo. El gesto adusto de la mano que ahuyenta se confunde más o menos creíblemente con el gesto desesperado de la mano que llama. Nadie canta para olvidar. De Homero a Rimbaud. Nadie canta para olvidar. Eso quiero decir. Para eso el alcohol o el trabajo duro. El arte retrae, es decir relata, en latín.
     A ningún hombre de las cuevas de Altamira se le hubiera ocurrido trazar los bordes hermosos de un animal silvestre para olvidarlo, para dejarlo ir. Se dibuja la presa para hacerla presente, para que no se vaya del todo, para que no se escape sin mí, para traerla, para apresarla, justamente, para quedarnos de una vez por todas con ella.
     Pero el hombre se hace esas trampas. Sublima de algún modo su atadura al tiempo. Se cree desatado cuando más ligado está a lo que se fue y espera. 
     El arte lo único que conjura es el monstruo frío del olvido. Eso no lo quiere. El arte reexiste, resiste la corrosión sino del tiempo al menos del olvido. Y es un tango todo. Todo arte, sí, todo arte es conservador en ese sentido. Toda cueva es una cueva que reclama, que vuelve a llamar. Toda cueva es la cueva de Altamira.

jueves, 5 de julio de 2012

Hamlet o La literatura


La única realidad es el Fantasma
Un lector de Lacan

No se puede estar más lejos de lo Real, dijo el alma reencarnada de Platón, a la sazón en un burgués londinense del siglo XVII que, un poco distraídamente, asistía a una nueva representación de Hamlet, Príncipe de Dinamarca de un dramaturgo y actor de fresca fama llamado William Shakespeare, o más o menos.
     No se puede estar más lejos de lo Real, pensaba con insistencia, casi con amargura, mientras asistía a la parte del drama en la que un grupo de cómicos extranjeros representa una obra en la que remedan el presunto asesinato del viejo Rey Hamlet a manos del nuevo Claudio. No se puede, se decía, y repasaba... El carpintero construye su mesa inspirado por la Idea de mesa, arquetípica, exacta, de la cual tendrá que ser, necesariamente, una mala copia. El carpintero, entonces, en su buena fe, se aleja en primer grado de la Realidad a la que debemos aspirar. Pero luego viene el poeta y construye también una representación, una figuración traducida, de la mesa de la cual tendrá que ser, necesariamente, una mala copia. El poeta, entonces, en su buena fe, se aleja en segundo grado de la Realidad a la que debemos aspirar. Pero esto ya es un escándalo, se dijo. El poeta ahora construye la representación de la representación de una mesa. Es decir: Hamlet es una mala copia de una mala copia de una mala copia de la Realidad a la que debemos aspirar. Y con un escándalo íntimo que apenas pudo disimular, continuó viendo la obra.
     Así se enteró de que, gracias a la representación de los cómicos, el nuevo rey impostor mostró la hilacha, es decir la verdad. La estrategia del príncipe Hamlet había sido exitosa. Había desenmascarado la farsa, corrido el velo, despejado la bruma, había llegado a la verdad, había entendido que allí la única realidad era el fantasma, la sombra viva de su padre muerto. El resto era pura ficción. Una gran Ficción.
     La obra terminó y el burgués, muñido del alma atónita de un Platón ensombrecido pero lúcido que no había logrado olvidar, salió a caminar un rato antes de marchar para su casa en los alrededores de Londres. Entonces creyó entender. Entender que, salvo el fantasma, todos fingían, es decir, todos representaban, todos simulaban, actuaban, incluso Hamlet. La obra de los cómicos lo único que hizo fue develar esta simulación. Entonces vino a su mente su célebre Mito de la Caverna. Si las sombras proyectadas en las paredes, recordó, era el mundo, entonces el fuego, comprendió, era la ficción. Pero no la Ficción de la simulación o el engaño, sino la simulación concertada y vidente del arte. Porque más allá de la realidad arquetípica, el mundo mismo era una gran Simulación, una obra de teatro naturalizada y burda que se alejaba más y más de la Verdad. La buena obra de arte, pensó, es aquella que alumbra de tal manera los objetos que les hace caer el velo que tornaban la ficción un mero engaño.
     Tarde pensó que se equivocaba. Que no habría que echar a los poetas de la República. Que la Ficción (la pensó en mayúsculas) del mundo no puede resistir demasiado tiempo a la buena ficción. Los poetas son los que dicen a los gritos que la única realidad es el fantasma, que hasta la muerte es ambigua, que ser o no ser no es la cuestión sino ser y no ser a la vez, la ficción, que Hamlet se equivoca al creer que sólo en el Cielo está la Verdad. Se equivoca porque, o no hay Verdad, o la Verdad está en las tablas de un teatro, en la hoja escrita, en el verso blanco de un cisne, en la ficción de la Ficción...
     Todo eso pensaba el burgués londinense cuando al fin llegó a su casa. Entonces quiso recordar aquella tragedia que en sus años griegos había escrito y que, por principio, rompió. No pudo. Vagos fragmentos se le vinieron a la mente. El resto lo reconstruyó el del siglo XVII, porque su alma ya empezaba a olvidar.