Las grandes verdades sólo son permeables a la sospecha,
es decir a la literatura.
La certeza es una mera afirmación.
Jack London tiene una sospecha. Y es de orden musical. Que
la esencia de un sonido no está en su fundamental sino en sus armónicos.
Sospecha más. Sospecha que todos los armónicos audibles o humanamente
registrables son muecas falsas, ecos de la superficie. Sospecha que más allá de
todos los armónicos audibles o humanamente registrables hay una segunda
fundamental. Una primera, quiero decir. Una verdad. Sospecha, sí, que el más
lejano de los ecos que resuenan o callan en la boca rota de un arpa es la
verdad de ese sonido, su autenticidad, su corazón primario, su esencia.
Jack London ha
dejado escrito, a quien ha querido leerlo, que el mundo audible es un mundo de señas,
un mundo de mimos. Un mundo en donde esconder el silencio de un primario horror,
un terror fundamental. Toda música, piensa, dice, es un gesto de complicidad
con el Gran Silencio que nos calma, que nos mece, que nos deja ir a dormir. El
miedo pánico a lo que hace tanto hemos dejado de ser es la explicación de lo
que apenas somos. Odiamos las sombras, dice, como odiamos el silencio, piensa,
como odiamos el desierto, cree, como odiamos a los monos.
Jack London
sospecha, sólo sospecha, no recrimina ni enseña. Jack London dice, no pregona.
Dice que un hermoso la de diapasón es
una afinación superflua, es decir, una abismal desafinación, una falla intacta,
luminosa, civilizada, cultural.
Jack London sabe.
Jack London se anima a sospechar, por eso sabe. Bucea en la patria de los
armónicos y se hunde hasta el límite de lo sonoro para internarse, como en una
selva oscura, en la patria del Gran Silencio.
Jack London
presiente, no sospecha. Digo mal. Jack London sabe. Como supo Esquilo, como
supo Faulkner, como supo Freud.
Sus últimas
palabras dicen que fueron aullidos.