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lunes, 30 de enero de 2012

1999-2012

Cuál sería mi vínculo con la escritura si nació del reflejo de una ausencia.

Era febrero, creo. Era una mañana de mil novecientos noventa y nueve, creo. Me buscaron en mi casa. No estaba. Me buscaron en otras casas. No estaba. Alguien supo dónde buscarme y me encontraron. Pocas palabras duró la frase. Nadie lloró del otro lado del teléfono. Nadie lloró de este lado. Cortamos.

Pedí un papel y una lapicera. Escribí mi primer poema.

Abuelo
La muerte recién empieza.
Mierda.

Y lo firmé.

Lo guardé en un bolsillo hasta una tarde de dos mil doce.
Sabía que algún día lo entendería del todo.
Creo.

domingo, 29 de enero de 2012

Las hojas

Las hojas de los álamos plateados tienen dos caras,
una verde y la otra blanca.
Cuando el viento sopla, es de un solo color.


Le dije que me lo explicara de nuevo, que no entendía. Me lo volvió a explicar y yo volví a mostrarle mi desconcierto. Pensó un instante y luego me llevó afuera. Mirá esto, dijo, sacando una hoja de álamo plateado del árbol que daba contra la puerta del galpón. Qué es esto, me desafió, después de dibujar sobre la cara verde de la hoja con un clavo semioxidado cinco palitos rectos con un círculo arriba, figurando con ello la imagen convencional o esencial de un hombre de pie. Yo le di mi respuesta obvia. Bueno, ahora levantá la hoja, ponela a trasluz y mirala desde el lado blanco. La miré. Qué ves, dijo. Yo le di mi respuesta obvia. Bueno. Eso es la literatura.

sábado, 28 de enero de 2012

Las marcas

A Don Mendoza, que entendió

Había llovido en Francisco Madero. Era agosto. Yo tendría unos once años. Mi abuelo despedía en el galpón a uno de sus más estimados clientes. Vi desde la casa a través del vidrio roto del galpón cómo se tendían la mano y se despedían. Yo había soñado mucho la escena que ahora me disponía a provocar y estaba ansioso. Me acerqué hasta el galpón y me quedé mirándololo al abuelo. Había llegado mi momento. Rompí el silencio. Por qué, le propuse, en vez de hacerle una pequeña marca al borde de la rueda después de terminarla, no la firmaba con su nombre entero sobre el hierro circular, cada diez o doce centímetros, a fin de que las huellas de sus sulkys, y todo el suelo del pueblo, quedaran rubricados con su nombre. Mi abuelo creyó o fingió no entender del todo mi idea. Yo insistí. Lo invité a imaginar. Dos largas tiras de tierra, polvo o barro, de unos siete o diez centímetros de ancho, rubricadas por el hombre que las creó o les mejoró el dibujo. El abuelo movía levemente la cabeza con gesto de contrariedad o pena, esperando con paciencia que yo calmara mi entusiasmo. Finalmente terminé. El largo silencio siguiente fue sólo interrumpido por una respiración honda del abuelo. Luego me tomó la mano. Me condujo en silencio y sin prisa hacia el sitio por donde se había marchado Don Mendoza. Se arrodilló hasta ser de mi estatura. Me señaló sin hablar las dos huellas negras que había dejado el sulky de su cliente. Con un tirón seco pero tierno de mano me invitó a no dejar de mirarlas, a seguirlas hasta la esquina en donde doblaban y se perdían. Yo quise hablar pero su mirada fija sobre los trazos negros fue una invitación a no dejar de mirar. Pasó un tiempo infinito. Levemente humillante. Me sonrió con una tristeza que nunca voy a olvidar y se fue a trabajar al galpón. Yo agache la cabeza y me fui a llorar al laurel que estaba cerca del gallinero. Hoy, a más de veinte años de aquel recuerdo imborrable, no sé exactamente lo que me quiso decir.

jueves, 26 de enero de 2012

El tercer clavo



A la señora de Pagela, lectora


Tenía tres clavos en la mano. Uno era para asegurar el banco del carro lechero cuyas ruedas acababa de reparar. Lo sabía bien. El otro era para colgar el cuadro de naturalezas muertas que mi abuela le venía solicitando por lo menos de cinco meses atrás. Eso también lo sabía. Pero el tercero. El tercer clavo era para algo, él lo sabía, pero no recordaba para qué. Hizo memoria. Fue inútil. Forzó su intelecto. Inútil. Bueno, se dijo, algo habrá que hacer, pues, con el tercer clavo. Lo que importa, pensó, es que nadie note su sin destino, su sinsentido, su sinrazón. Reforzó entonces su cara de convicción. Puso paso firme y recto hacia alguna parte. Al clavo lo alzó cual estandarte. Aligeró levemente el paso en señal de urgencia, de necesidad. Reforzó leve y gradualmente sus pisadas sobre el suelo desmedido del patio. Lo atravesó. Seguía sin saber. Sus huellas parecían cada vez más hondas y enfáticas al trasponer el gallinero y llegar al jardín. Su incertidumbre era ya insoportable y sentía que no podría tolerar mucho tiempo aquella farsa. Su serenidad por fuera fue creciendo en proporción inversa a su desesperación por dentro. La casa se le terminaba y él seguía desconociendo el destino del tercer clavo. Lo elevó en el aire. No detuvo nunca su camino. Jamás perdió la compostura. Caminó y caminó. No se frenó hasta no estar a un paso de distancia de la señora de Pagela. Allí se detuvo en seco. Sonrió levemente fatigado pero desenvuelto. Ahora sí que sabía. Tome señora. Acá tiene el clavo. Me demoré por las mismas razones de siempre. La señora se lo agradeció con devoción. Con algo de sentido epifánico. Mi abuelo se serenó definitivamente. Con la íntima paz de la tarea cumplida.  

martes, 24 de enero de 2012

Las fallas del abuelo

A Gabriel Báñez, herrero

En la sombra sudorosa del galpón veo a mi abuelo confrontando su idea de perfección con el eje de rueda de sulky que acaba de terminar. Pienso en el mar, me dijo. Con las manos ácidas y duras endereza la vara de hierro y la ubica en sentido vertical. Cierra un ojo para verla mejor. No parece adecuarse, ella, a la vara de hierro de su cabeza. Pienso en los peces que nadan en el mar, me dijo. Abundante, calmo, ceremonioso, tierno, da los tres o cuatro martillazos que cree necesarios para arrimar una vara de hierro a la otra. Vuelve a cerrar el mismo ojo y con la cara apenas inmóvil me enseña la disminución de su fracaso. No está contento, pero tampoco desesperado. Pienso en la simetría exacta de los giros de los peces en el mar, me dijo. Deja la vara de hierro sobre la mesa larga de madera llena de manchas de aceite y va hasta la rueda. Sin esfuerzo coloca su obra en la rueda y la hace girar sobre el suelo desparejo. No está triste pero tampoco se ilumina. Pienso en la geometría graciosa de los peces hermosos acomodando su cuerpo sin conflicto contra las aguas blandas del mar, dijo. La rueda estaba lista. Mi abuelo miraba la rueda y veía sólo la resta entre su vara de sueño y la vara que salió de sus manos. En esa grieta mínima se sostenía su vocación. Esa falla le sostenía la respiración. Sobre esa falta descansaba su sueño. Pienso en la perfección del giro, en la sutileza del movimiento, en la invisibilidad del esfuerzo, en la maestría del vuelo, me dijo. Vos viste que los peces no tienen sudor, me dijo. No entendí. Bajo sus pies enormes una hoja seca se inmovilizaba. Pero vos nunca fuiste al mar, abuelo, me atreví. Me sonrió. Tampoco fabrico peces, hijo.

sábado, 21 de enero de 2012

El disminuido

A Al-Altiyo Fuentes, mi amigo invisible

"El llanto y la escritura no son prácticas del mismo orden. 
Por suerte los escritores nunca terminan de aceptarlo."
Mi abuelo 

Hay veces que me quedo hueco. Caído. Que me adelanto a mi desaparición. Empiezo por perder lo hombros. Luego se me caen las manos. No pasa mucho tiempo que empiezo a perder los dedos de los pies y los tobillos. Es difícil caminar entonces. Pero eso no es todo. Cuando empiezo de esa manera, yo sé cómo termina. Es incalculable el tiempo. No sé cuanto pasa, pero sí, seguro, el instante siguiente es el de la caída de las piernas, las caderas, el abdomen, los brazos, los ojos, la columna, la saliva, las orejas, la boca, las entrañas, los párpados, la frente, los dientes, y finalmente el cuerpo entero. Es en ese momento en el que empiezo a sentirme disminuido. Por suerte casi siempre me queda la cabeza prácticamente intacta. Uno o dos dedos. Y algunos ventrículos del corazón.

viernes, 13 de enero de 2012

La prosa según mi abuelo V

a Irene Meyer


La prosa, hijo mío, es un remedio hecho con savia. Una pócima hecha con yagas. Una fiebre rigurosa. Un jazmín que decolora, que mancha al otro lado de la hoja. La prosa es el ejercicio repetido del miedo que se oculta. Un rayo desgarrado desde el suelo hacia la nube. Un perro flaco en lozania. Un silbido hecho con junco. Un jilguero hecho con huellas. Un candor pintado a lava. La grita de la ausencia. La prosa, hijo, es un monumento cordial a la locura. Una melodía improvisada con tiempo. Una huella por delante. Un camino para adentro. Un lamido de sal. La prosa se desgasta si no roza. Se corroe si no busca. Se muere si no cree. No vayas a la prosa, hijo mío, a curarte de la muerte. La prosa es un veneno sin filtro que hace un tajo en la lastimadura. No vayas a la prosa, hijo, como a la arena. Como a un circo. Quedate en casa. Dormí en mí. Yo una vez probé la prosa. Y ya no pude salir.

domingo, 8 de enero de 2012

La intuición entrenada. Una enseñanza Zen.

La pedagogía Zen dice que la sabiduría y la ignorancia se hayan muy próximas. La fase inicial o grado cero del conocimiento y la fase última o grado superior coinciden en algo. La fluidez.
     Me ha pasado en mis talleres de escritura que un alumno arranca el ciclo escribiendo de manera muy fluida y muchas veces muy bien y que luego de unas clases, en donde tratamos de ver cómo está construido su texto o cómo funciona, de ver otras formas posibles, de sumar conceptos, maneras, en fin, el alumno va perdiendo espontaneidad y frescura. He tenido mis momentos de sana angustia al parecer comprobar que el taller estaba produciendo lo contrario de lo que se proponía, es decir, retrocesos en lugar de avances. Pero por suerte había dos cosas: una convicción y la posibilidad de conversarlo con él.
     La convicción es la de que en la gran mayoría de los casos es altamente fecunda, si el camino a seguir por el alumno busca ser largo y paciente, la concientización de los mecanismos que se juegan muchas veces involuntariamente al momento de crear una obra. De esa manera, sigo creyendo, se pueden pensar nuevas posibilidades, afianzarse en la propia, abrir un horizonte más amplio en el cual no esté ausente la posibilidad de elección, discutir sobre los modos en que se crea, etc., para seguir, cambiar o simplemente abonar el suelo en donde se trabaja.
     Pero este proceso tiene la desventaja de pasar por un momento que a primera vista parece fallido y frustrante. Al conocer más, al saber medianamente aquello que se está haciendo, el discurso se vuelve más trabado e híbrido, se pierde la intuitividad del comienzo, se cae en un exceso de conciencia y autocontrol que, creo yo, no es compatible con el acto creativo.
     Pero el tema está en cómo lo pensamos. Si pensamos que lo que estamos haciendo es crear, sin más, con la ya dudosa ayuda de un maestro, entonces la respuesta lógica y comprensible es la huida rápida. Si, en cambio, se comprende que este es un proceso de aprendizaje en el que, eventualmente, puede haber trabajo de pura creación, entonces no habrá frustración, habrá aprendizaje.
     El camino es más largo pero más fértil, a mi entender. A medida que se van adquiriendo otros saberes, otras técnicas, otros recursos, otras herramientas, la mochila se hace pesada y compleja. Pero luego de la pericia tiene que venir la destreza. Cuando estos nuevos elementos se ponen en juego durante un tiempo, los nuevos mecanismos se aceitan y el camino ahora es más amplio y menos forzado. La pericia es diestra.
     Por supuesto, al momento de crear, la pericia debe someterse a la destreza. El autocontrol debe secundar al impulso creativo, a la confianza en lo aprehendido. Lo que fue mero saber ahora es parte constitutiva del sujeto creador, lo que fue externo es ahora interioridad. No sabremos, por lo general, que lo que estamos buscando es el complemento directo de un verbo, o un calificativo que modifique a un sujeto desde el predicado, o por lo menos no será conciente o importante. Porque ese saber ya está interiorizado y lo que hacemos “intuitivamente”, o no lo es del todo, o, mejor, es una intuición entrenada, como a mí me gusta pensarlo.
     Esta instancia de crear desatendiendo lo aprendido suele ser, al comienzo, casi un trabajo de liberación, pues uno lucha por momentos por emanciparse de los conceptos y preceptos para dejarse llevar por algún tipo de pulsión o inspiración que suelen marcar los derroteros de una obra.
     En una instancia posterior puede que queramos saber (o no) lo que hemos hecho, pero ya no importará, al menos a los fines de la calidad de lo creado.
     Entonces, como dicen los maestros Zen, la “sabiduría” del final se parecerá a la “ignorancia” inicial. El maestro y el no iniciado se parecerán en la espontaneidad, en la intuitividad, en la fluidez de sus movimientos y de sus actos. Pero con una diferencia cualitativa. Que el aprendiz, apenas es eso, el maestro es eso y una huella larga detrás. Para el aprendiz es un camino de partida. Para el maestro, uno de llegada.  

lunes, 2 de enero de 2012

El pocero

a mi bisabuelo Domingo, pocero


Trabajó primero sobre la tierra blanda. Traspasó con lentitud capas de colores que apenas sospechaba. Avanzó con paciencia hacia lo hondo. Llegó a no sentir el cansancio en los brazos tostados desparejos. Respiró hondo, se elevó y cruzó la piedra. Todo pareció más lejano y oscuro después. Y más gozoso. Se secó la frente en silencio mirando el cielo arriba. Descansó poco. Abajo estaba el destino. Controló cada golpe para no malgastar la tarde. En el pecho la camisa blanca dibujaba cosas raras y se pegaba a la piel. El sol dibujaba tras de sí una sombra que se arqueaba y se elevaba sin prisa. Descargó una y otra vez sobre el suelo todo lo que de sí pudo entregar el cuerpo. Siguió yendo despacio hacia lo hondo y a lo negro. Un placer le recorría el cuello y las plantas. Estuvo sucio y ajado en las manos. Era su trabajo. El horizonte fue avaro para tragarse el sol en un segundo. Una última vez descansó. El sudor siguió haciendo barro en el suelo. Sabía que eran los últimos golpes. Conocía los secretos de la tierra pero los respetaba. Sabía que andaba cerca. Cruzaría en algunos golpes las últimas capas. Llegaría al agua. Sabía eso y lo contrario.