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lunes, 30 de abril de 2012

Aquiles y la tortuga

A Zenón de Elea, que miraba

Dicen que cuando Aquiles alcanzó a la tortuga, esta le dijo algo al oído y Aquiles aceleró su marcha. Dicen que cuando Aquiles alcanzó a la segunda tortuga, esta le volvió a decir algo al oído y Aquiles siguió acelerando su marcha. Dicen que Aquiles murió joven, con un canto a su cólera que lo celebra y un amigo muerto en la batalla. Dicen que jamás vio caídos los muros de Troya. Y que la velocidad de la guerra le impidió alcanzar a la tortuga.

viernes, 27 de abril de 2012

El whisky


a mi hermano Claudio que me lo dio

Amarillo. Con la cara helada detrás de un cristal prometido que más que asediarlo lo libera. Temblando apenas como las hojas del río de Ortiz. Silencioso y pensativo como un cigarro de agua y miel. La melancolía histórica que lo arrincona o lo bebe es también una forma de ver el mundo desde un sillón. Es profundamente ideológico el whisky cuando prefiere la baba a la espuma insulsa de una lengua suelta. Su domesticidad nunca es completa. Tampoco su pertenencia. Nunca nadie pudo rebajar a nombres el saber exacto y vasto de un vaso de whisky. Desde el apenas controlado oleaje que nos perfuma y abduce, el whisky destiñe el hielo que apenas lo subleva. Es casi triste. Casi pálido como el río de Saer. Apenas depresivo como el amor que se practica en la sintaxis promiscua de Onetti. Termina en nada pero antes es casi todo. Casi todo lo que importa está en un círculo profundo de whisky. Casi todo lo que no importa. Amanece herido o devenido en agua. La noche es su cielo y su límite. Su suavidad levemente ardorosa nunca es nuestra. Como un gato en el tapial su grito se oye ero no se sabe. Aunque seamos muchos estamos solos. Como siempre. Lo sabe todo de mí. Yo apenas lo desconozco y me basta. Su sabor es el de la mejor literatura. Y aunque la contiene sabe que la prescinde. Dicen que entra semidormido a la boca. Dicen que vive hasta el estómago. Dicen que tiene varios filos. Yo me acerco hasta él. Y le busco el que me deja sin ganas de matarme hasta que no se muera.

martes, 24 de abril de 2012

La casa


En aquella casa todas las cosas llevaban el dibujo sencillo y raro de mi sombra. Un día apagué todas las luces. Y fue en vano.

Las peras


Nací de golpe. Con una lanza en la garganta nací. Con la cabeza vuelta hacia la sombra de un hombre atravesado en el suelo. Fue debajo de un árbol y al atardecer. Yo juntaba peras altas para la cena. De pronto no vi más el peral ni oí más el ruido de las pocas hojas contra el aire frío. Fue rápido. Por eso no sufrí. Nací con los ojos abiertos y a mi cara le faltaba la sonrisa. La busqué sin deseo debajo de los otros árboles del campo. Nada de mí. Nací con los ojos vueltos hacia la fiebre. Fue sin gestos premonitorios. Fue en un tiempo raro al que no quiero llegar.

domingo, 22 de abril de 2012

La planta


Hay una planta salvaje creciendo tras el limonero. El limonero no lo sabe. Pero ya no da limones.

viernes, 20 de abril de 2012

La medida


Coger es la medida de todas las cosas. Coger es la medida de todas las cosas, encontré como epígrafe de un fragmento de texto de mi abuelo. El texto, recuerdo bien, se llamaba “La prosa” y, si bien no lo pude descifrar en su momento (y quizá tampoco ahora), siempre sospeché que ese epígrafe era un poco la clave de toda la obra de mi abuelo, incluso la no lieraria. Cabe aclarar que la palabra “obra” en el caso de mi abuelo es radicalmente inexacta, al menos si le atribuimos a ese ampuloso sustantivo los atributos de “completud”, “direccionalidad”, “organicidad”, etcétera. De todos modos, y quizá porque mi juicio esté viciado por el afecto retrospectivo que siento por mi abuelo muerto, yo no descarto en ella algunas constantes, algún fuego nuclear que persista más allá o más acá de las esquirlas. Coger es la medida de todas las cosas, cómo olvidarlo. Yo tenía trece años y me masturbaba seis veces por día. Pero el texto no era lo erótico que yo ansiaba. Las palabras que llenaban sus párrafos hablaban de otras cosas, tan lejanas al sexo como aún lo estaba yo. Qué quería decir con eso de que coger fuera la medida de todas las cosas. Por qué escribía esa palabra mi abuelo, que siempre se mostró verbalmente tan pudoroso. Por qué dejó que su nieto aún pequeño lo leyera. Ese día me masturbé sin descanso. Me quedé vacío. De sentido y de sentidos. Quedé angustiado mudo por todos lados. Sentí que me había vaciado. Por qué había dejado esa suerte de testamento anticipado en su mesa de luz si sabía que yo todas las mañanas cuando él se iba para el galpón con sus ruedas de sulki, yo leía sus papeles. Esa noche me quedé despierto y la siguiente y casi todas las demás. Jamás un grito o un gemido de mi abuelo o de mi abuela en el cuarto contiguo. Cómo podía entonces ser coger la medida de todas las cosas. Hoy, aunque sigo sin comprender aquel epígrafe y el texto sobre la prosa que lo sucedía, siento que estoy más cerca de él y de sus sentidos. Hoy, mientras escribo estas prematuras memorias, presiento que sí, que quizá coger, sea lo que sea coger, sea lo que sea mi abuelo, sea lo que sea la prosa, coger es la medida de todas las cosas. 

sábado, 14 de abril de 2012

Autorretrato

Cuál es el precio de esa imagen, quiso saber. El precio es por lo menos una módica muerte, o una de sus metáforas si quiere. El otro dio la vuelta y amagó a irse. Luego retractó el rumbo y me miró con deseo contenido. Cuánto puede costar una imagen falsa fabricada sobre la base dudosa de su propia persona, dijo. Si usted no estuviera aquí interesado en comprar un retrato de mí esta imagen en efecto no valdría nada, dije, pero usted insiste en dejar su pie en esa baldosa floja y eso como sabrá aumenta el valor de la imagen. Se fue. Yo volví a mi pintura inacabada. Trabajé mucho en ella. Dejé listo el autorretrato cuando entre mi cara en el espejo y él, yo lo sabía, hubo cientos de miles de dólares de distancia. No tardaron en venir a comprarlo. Vinieron a encarecerlo durante años. Lo vendí cuando empecé a notar que la baldosa floja en la que los hacía detenerse, lejos, se tambaleaba. Además ya tenía otro retrato de mí en camino. Un hombre amargo lo colgó en su casa, dicen, y le gusta verse en él. El título de la obra, es cierto, fue ambiguo.

jueves, 12 de abril de 2012

La piedra

Como figura de la balística, la piedra, bien o hábilmente usada, puede llegar a lastimar, lamentable o felizmente, a un pájaro a cierta distancia, a un animal si se nos acerca o nos acercamos a ál, e incluso a un hombre si no sabe o puede o quiere defenderse de ella. La gravedad, agudeza o tamaño de la lastimadura no necesariamente estarán vinculados a la gravedad, agudeza o tamaño del disparo producido. La relación entre la piedra y la superficie impactada es ciertamente más compleja. Se tiene registro de palomas ligeras o blandas apenas heridas por grandes y sofisticadas balas así como de grandes bestias vulneradas mortalmente por el impacto certero de pequeñas o débiles piedras o fragmentos de ellas. Otra particularidad de la idiosincrasia de la piedra en su expresión de proyectil es su direccionalidad o intencionalidad. La experiencia indica que una piedra arrojada con honda o mano a un gorrión subido sin elegancia a la canaleta de un viejo galpón puede ser la causa de la muerte o la lesión variable de un jilguero cantor ostentando su plumaje rubio en el cable más alto que lleva, trae o permite, mejor, la luz. Algunos hombres de ciencia se interrogan acerca de la posibilidad de que la herida producida, generada o inducida en un canario, pongamos por caso, o un hombre desprevenido, tenga alguna vinculación más o menos directa con la mano que la suelta, más allá de los factores antes mencionados del tamaño, la velocidad, la forma, la textura, de la piedra y de la piel que la recepta, o el roce sufrido o gozado en el camino a su blanco. Otros andan por otras aristas más oscuras de la investigación. Una sola pregunta se hacen hace siglos. De ella se desprenden varios enigmas en los que los hombres se regodean. Qué tan inútil o absurdo resulta arrojar una piedra contra un ser vivo. Por qué no arrojarla al cielo cuando nadie pasa. Por qué no llevarla en los bolsillos. Por qué incluso no jugar a la payana. Dibujar en las baldosas. O hacer sapitos.

martes, 10 de abril de 2012

La mancha II

“...tornadas en cenizas desdeñosas
y ciegas a mis quejas y clamores.”
(Garcilaso de la Vega)

Adherida a la trama áspera del suelo hay una sombra informe. No fue con esas palabras, casi seguro, que mi abuelo me anunciaba la odiosa mancha en el piso de cemento de su galpón. Porque una cosa es la suciedad, decía, y otra la mugre. La mugre, según él la definía, era lo que Aquiles no podía arrancar de su pecho; la suciedad, en cambio, eran las vueltas de Ulises. Mugriento está el hijo de la diosa. El héroe de las mil vueltas es un sucio, se enojaba. Mi abuelo se ponía cada vez más oscuro conforme se ponía más didáctico. La mancha es a la suciedad, aclaraba, lo que el río es a los tarros de durazno oxidados con que miden la lluvia. Yo callaba porque el abuelo estaba melancólico y yo ya había entendido que había cosas que no tenían cura pero sí palabras. Adherida a la trama informe del suelo hay una sombra áspera. No creo que hayan sido exactamente esas las palabras del abuelo para despotricar sobre la fatalidad imbécil del aceite de los motores nuevos sobre el suelo viejo de su galpón. Porque una cosa es una tela de araña y otra la muerte que lleva adentro el veneno, exageraba. Trocaba sanamente la depresión en rabia. Sabiamente. Yo sabía infructuoso cualquier intento por tratar de hacerlo hablar claro o calmarle el furor. Armaba silogismos absurdos, comparaciones inútiles, alegorías oscuras o sinuosas para hablarme de una mancha de aceite de motor en el piso. Y lo peor es que yo ni siquiera eso veía. El piso estaba impecable como siempre. Pero el abuelo seguía dolido por la adherencia intratable y sorda de una ancha sombra sobre la trama inhóspita y cerrada del suelo. 

domingo, 8 de abril de 2012

El artista

“Había una vez un García
que dejó la guía para ser Charly”
(Gabriel Báñez)

Cuenta la historia, o la fábula, que fue por un severo ataque nervioso, una falla neurológica, producto de complejos conflictos vitales, que Carlos Alberto García Moreno llegó a la insalvable conclusión facial de compartir dos colores a lo largo y ancho de su fino bigote. Leído de izquierda a derecha, como debe leerse cualquier bigote, el espacio ubicado en la parte superior de su boca, y alrededores, comienza en blanco y termina en marrón. La cesura ingrata que se produce, encima, impide hablar de hemistiquios, dado su carácter asimétrico, en este raro verso capilar. La falla empieza intempestivamente, sin llamados ni permisos, antes de la línea vertical imaginaria que proyecta hacia abajo la nariz. Con lo cual son aproximadamente dos tercios de bigote los que han quedado más o menos intactos. El tercio restante, que en realidad es el inicial, el fundante, leído de izquierda a derecha, está corrompido por la falla más profunda, histórica, cuya causa sería superfluo rastrear. Cuenta la historia, o la fábula, que los amigos de Carlos le arrimaron su lógica, a saber, dar tintura a la alteración, encubrir la marca, desmentirla con color marrón. Tenían su razón, a saber, la normalidad de la franja, la clausura descriptiva del error, la pintura prolija sobre la grieta, la macilla blanca en la fisura, el maquillaje en la cisura, incluso alguna aceptable idea de belleza. A Carlos, sin embargo, parece, no le satisfizo la solución. Quizá porque no entendía el problema, o, mejor, quizá porque hacía mucho tiempo que no desconocía la rara trama de su vida. Ni la lógica profunda del arte. 

jueves, 5 de abril de 2012

El guante

La mano busca y se mete en la trama de látex como en una casa justa y nueva. Poco a poco la trama se abre, se estira y se informa. Dedo a dedo, poco a poco, la trama naranja va dibujando la carne de la mano que aloja. Primero el índice, luego el mayor o el anular, el meñique después y apenas más tarde, finalmente, el pulgar. Después de las últimas convulsiones del acomodamiento, el látex recibe la vida también de la mano que lleva dentro. Entonces se arrima a la canilla con precisión, sin vacilar, y con un movimiento complejo y finamente orquestado de tres o cuatro dedos la hace girar hasta que sangre. La canilla al cabo se abre. El agua cae en chorros verticales hacia abajo. Salpica y cae. Juega. Se renueva y se pierde y cae. Luego el látex ya con decidida forma humana regresará al mecanismo en forma de flor de la canilla, realizará otro difícil movimiento coordinado y el agua dejará de caer. Lo hace con facilidad. El látex transpira o gotea. Se ha mojado. El color  naranja se pone brilloso y liso. Ha danzado sin respiro circularmente en cada vaso, ha flotado ágilmente y con delicadeza sobre cada plato, ha girado con soltura en cada olla, ha iluminado o le ha devuelto la luz a cada cubierto, con una  técnica compleja, sorprendente, rápida e invisible. Por momentos se hace ave, se hace árbol, flor, molino de viento, trigo, humo, junco, fuego. Pero el agua ha dejado de caer. La trama de látex ya se va. Su trabajo terminó. Tendrá que regresar a la informidad del inicio. Tendrá que escurrirse en un olvido en el que nadie cree. Tendrá que volver a no ser nada, otra vez, no sabe cuánto tiempo, en silencio, adentro de un cajón.

martes, 3 de abril de 2012

La tiza

a la mano que la mueve

La tiza blanca atravesaba sin prisa ni demora la superficie negra y lisa del pizarrón. Detrás de sí un polvo blanco como una cola de luna iba quedándose en la madera con aire de nostalgia anticipada. La tiza avanzaba dejando detrás de sí un dibujo lento, prolijo, módico, con una rara fe. A veces aquel mínimo relieve blanco como arena tenía un camino inhóspito por recorrer. Otras veces debía pasar por encima de sí mismo, de su pasado inmediato, y lo hacía con decidida indiferencia. Pocas veces, con un esfuerzo casi antinatural, desconsoladoramente, la tiza debía elevarse en el aire, abandonar el suelo negro en donde se dejaba, trepar hasta un cielo sin garantías, para avanzar ciegamente un espacio de flotación y caer, y volver a dejar la marca del contraste, a crear una huella de polvo nuevo y viejo en un rectángulo negro en la pared. Luego el mecanismo se repetía y un disimulado fervor en el corazón la encaminaba nuevamente a otros dibujos y otras líneas paralelas o superpuestas. Su camino era sinuoso. Marchaba en ondas como por un camino de cornisas. Y no caía, aunque una nostalgia creciente le crecía como una tristeza nativa. Ella no sabía el valor de su trazo. Desconocía la esperanza que la movía, el desasosiego que la llevaba. Sólo sabía que la materia de sus dones le iba costando lentamente, poco a poco, línea a línea, con gallarda renuncia o heroico estoicismo, la propia extensión.