“Para ver, necesito estar exenta de mí.”
(Clarice Lispector; La pasión según G. H.)
“Un gran poeta puede expresar, al menos en broma,
verdades psicológicas muy mal vistas.”
(Sigmund Freud; El malestar en la cultura)
“La literatura es lo esencial o no es nada”
(George Bataille; El mal y la literatura)
Introducción
El título de este ensayo tiene la forma de una pregunta, es decir, de un interrogante, de una demanda o incluso una exigencia de respuesta. Hace poco leía una distinción entre “enigma”, “secreto” y “misterio”. Este último, leía, supone la irresolución, la negativa a la interrogación, el vacío ante la búsqueda. El secreto, seguía, es un saber exclusivo, supone una relación dispar, de poder: uno de los dos tiene el conocimiento, la respuesta ante una pregunta quizá tácita o presunta. El enigma, en cambio, es una incógnita cuya respuesta es, por lo menos, accesible. Entre estas tres categorías nos deslizaremos aunque, quizá necesariamente, entremos en la zona de espejismo de pensar que se trata sólo de un enigma o un secreto.
La pregunta formulada es una variante más, quizá, de la más frecuente, a saber, qué es la literatura o, moviéndonos de manera decreciente en la escala de repetitividad, para qué la literatura. Creo que, en esencia, las tres preguntas rondan el mismo centro. Pero no desdeñemos los matices. Preguntarse por el “qué” es preguntarse por los límites, por las fronteras, por la demarcación más o menos exacta de un territorio. Buscamos una definición cuando nos preguntamos por el “qué”. Cuando nos preguntamos por el “para qué” lo que le buscamos a ese territorio previamente definido, a ese submundo delimitado, es su utilidad, su servicio, su provecho. Es una pregunta que parece exigir respuestas claras, respuestas que llevan implícito el verbo “servir”. La pregunta del “por qué” también lleva implícito un verbo. Ese verbo es, quizá, o entre otros, el verbo “elegir”. Es decir que si desplegásemos como un rollo de papiro la pregunta diría algo así como “por qué elegir la literatura”, o cosas similares.
El formato antedicho me exime de un título más ampuloso como el de “la especificidad del discurso literario”, por ejemplo, ya que es esto en realidad aquello por lo que, en principio, nos estaremos interrogando. ¿Qué tiene la literatura que no tengan las otras prácticas discursivas? Y otra pregunta aparejada: ¿qué tendría esto de “elegible”? En conclusión. Estaremos pensando acerca de los modos de ser específicos de la literatura y de las bondades que esos modos importan. Si soy convincente, entonces deberemos salir de aquí pensando que un libro tiene más potencialidad significativa que, por ejemplo, el periódico que mañana emergerá por la puerta de calle como un amigo permitido.
1) Qué es la literatura
Voy a glosar aquí lo que creo una de las definiciones más aceptadas y a mi juicio más abarcadoras de la literatura. Quizá debamos decir en pos de la precisión que se trata de una definición “contenidista”, es decir que apunta más a lo dicho que a los modos de decir. Con lo cual podemos agregar para ser lo menos injustos posible que se trata de demarcar un tipo de literatura, o quizá, en términos de consenso, se trata de definir lo que corrientemente llamamos “literatura”, aunque no define “lo literario”, lo que los formalistas rusos llamaron la “literaturidad”.
Esta definición tiene en su núcleo el concepto de “ficción”. Diríamos más, se hace su sinónimo. Una obra cuya materia prima es el lenguaje formará parte de la literatura si lo que se dice pertenece al plano de la ficción. La etimología aquí puede sernos de utilidad. “Ficción” viene de fingere, “fingir”. Escribir ficción será entonces escribir algo como si fuera real, sin serlo en realidad. Términos relacionados o adyacentes serían “invención”, “creación”, “fantasía”. Pero claro que lo primero que se nos viene a la mente son textos que se adaptan perfectamente a la realidad y que nadie dudaría ya de llamar literarios. Pongamos por caso ideal (por antagónico) el género literario llamado no ficción, cuyas obras fundadoras serían A sangre fría de Truman Capote y Operación Masacre de Rodolfo Walsh. Acá se trata de investigaciones periodísticas, indagaciones en acontecimientos fehacientemente ocurridos, históricos, cuyos resultados textuales han sido dos impecables ejemplares de la mejor literatura.
Pero sin ir tan lejos, podríamos pensar en la cantidad de poemas, cuentos, novelas o dramas basados en hechos efectivamente acaecidos, públicos o íntimos, y que un escritor se dispone a contar. Con la definición dada anteriormente, nada de esto sería literatura, pues no es creación, ni invento, ni fantasía, sino copia (o intento de copia), mimesis de la realidad. Otro caso sería el de la novela histórica, en donde uno se encuentra con más personajes conocidos que en la sección policial del periódico local. Hay, evidentemente, un ajuste que hacer.
Y el ajuste tendrá que venir del lado posterior del libro, el definitivo: el lado del lector. Es decir que para llegar a una definición más comprensiva del fenómeno tendremos que considerar esta categoría un tanto misteriosa llamada lector. Porque este es quien, en definitiva, más o menos condicionado por otras variables que no analizaremos (tales como maniobras editoriales, paratextos, crítica, textos relacionados, etc.), le extrae sentido a ese conjunto de símbolos convencionales inscritos que pone frente a sí.
Ya con esta categoría sumada a la de ficción precisaremos: la literatura es un texto que, consuetudinariamente, se lee como ficción. Esto quiere decir que la literatura es menos un modo de ser que de ser tratada. Un concepto relacional que vincula objeto y sujeto. Pero es el sujeto (en general, un sujeto colectivo: una comunidad, una época, etc.) el que en última instancia, y con diferentes grados de libertad (por lo general bajísimos) según múltiples y complejos factores, determina qué cosa es, y qué cosa no, literatura.
2) Estatus jurídico de la literatura
Y qué consecuencias tendrá este ser-ficción de la literatura a los fines que nos proponemos analizar. El ser ficción supone, en principio, que su jerarquía estará dada no por su valor de verdad (su ajuste o desajuste con lo real-histórico) sino por su valor estético. Es decir, una obra no será más o menos buena conforme se adapte más o menos a una presunta realidad factual externa a ella. O mejor, una obra no podrá ser descalificada por el hecho de no adecuarse a una realidad extratextual. Esto no quiere decir que los textos no sean leídos, y gozados, en contrapunto con realidades conocidas. Quiere decir que no parece válido un criterio de validación o descalificación fundado en este paralelo.
Pero, y ahora sí yendo a lo que nos compete en relación a nuestra pregunta original, sí tiene una consecuencia que atañe a su modo de ser y a sus potencialidades significativas y esto es el estatus jurídico que tiene un texto considerado socialmente ficcional.
Dos hitos en la historia de la literatura jalonan este asunto. Son los juicios que se le hicieron a Flaubert y a Baudelaire con los cargos de ofensa a la moral pública y similares, a raíz de sus obras posteriormente más celebradas, Madame Bovary y Las flores del mal, respectivamente, a mediados del siglo XIX, en Francia. Después de varias peripecias judiciales, los libros hicieron su camino y fundaron de algún modo lo que podría llamarse la modernidad literaria. El alegato de defensa (o, mejor, todo el debate) puso sobre la mesa, en principio, el concepto de ficción. No eran ésas obras que pretendieran incidir en la moral pública sino que eran meros destellos del ingenio, pura pirotecnia de la creatividad. Más allá de creerlo o no, el debate dejó planteado este estatus jurídico ficcional para la literatura y la consecuente inimputabilidad para un libro “imaginario”. Por otra parte, no menos importante fue lo que, a los fines legales, quedó flotando en el debate acerca de las necesarias distinciones entre narrador o yo-lírico y escritor, o personajes y escritor, o personajes y sociedad. Es decir, alegaba la defensa que no había que confundir lo que era textual con lo que quedaba por fuera del texto, con lo cual la inimputabilidad ahora no era ya solamente del libro sino de su hacedor también.
Esta distinción entre narrador o personajes y escritor o persona física y legal que escribe o pergeña un texto es un mecanismo perfecto que sustrae al escritor de cualquier censura moral o política que pueda recibir cualquier voz emergente del texto. Este deslindamiento desresponsabiliza al escritor y lo recubre de un manto de libertad que le permite decir cosas que una sociedad determinada quizá censuraría. El escritor se libera de la carga opresiva del bien decir, del bien hacer y del bien sentir que juegan un papel importante y disciplinador en la vida que se vive afuera del texto.
3) La literatura no representa ningún colectivo social
Una obra literaria puede coincidir total o parcialmente con algún colectivo social. Algún sector puede verse expresado o interpretado en algún texto o autor. Algún escritor puede declarar abiertamente sus adhesiones políticas o ideológicas, en el más amplio sentido de la palabra, con algún grupo político, religioso o moral. Sí, pero el que firma es uno. Que su voz coincida con la de otros no significa que el texto esté comprometido con un conjunto de premisas, axiomas o estrategias de algún conjunto social. Al menos la literatura que ya se va perfilando en este análisis. De ser así, quien escribe no se circunscribe, o al menos no se ve obligado a confinarse, a ningún aparato ideológico que le constriña o restrinja las posibilidades expresivas de su texto.
El discurso literario es, ideal o tendencialmente, estrictamente individual. Tiende o pretende interpretar la experiencia, los sentires o los pensares de un solo hombre, el hablante. Es un discurso que trata de liberarse de los mandatos gregarios, colectivos, comunitarios. Es, en este sentido, una práctica autista, introvertida, autoconvocada, volcada hacia una interioridad, hecha para expresar a un individuo en tanto tal. No está condicionado (o trata de no estarlo) por deberes sociales, a los que puede o no adherir. Él pondrá su firma y se hará cargo de su habla. Sus palabras llevan una bandera con un solo nombre. No es un discurso solidario. Al menos no está obligado a serlo.
4) La relación diferida entre escritura y lectura
En este punto quizá nos estemos refiriendo sólo al embalaje tradicional en el que se nos hacía carne la literatura, esto es, los libros. Hoy existen otros modos de hacerla circular. Centralmente estoy pensando en las publicaciones en Internet y, más específica y actualmente, en las fatigadas redes sociales, en especial Facebook.
Matizo con el “quizá” por el hecho de que no necesariamente por ser un texto vehiculizado a través de una red social, eso supone que el momento de la escritura haya sido reciente. Pero tiendo a suponer que, en la mayoría de los casos (hay hermosas excepciones), los blogs y las redes sociales son registros de actualidad. Por eso digo que este apartado sea más generalizable en los casos en los que la literatura viene en forma de libro.
Por más inserto en el mercado editorial que un autor se encuentre, entre el momento de la escritura y el de la salida a la venta en librerías, hay una distancia. Esa distancia, para la gran mayoría de los escritores, es rayana con el olvido. Quiero decir que el precepto horaciano de los siete años que debía reposar un texto antes de ser publicado es, por ley, necesariamente acatado. Este diferimiento, que tanto perturba sobre todo a los autores jóvenes, tiene sus ventajas a la hora de pensar en su libertad para escribir. Una consecuencia tal vez menor sea que, gracias a (o culpa de) esta distancia temporal entre el tiempo de la escritura y el tiempo de su lectura es que la actualidad más apremiante pierde necesariamente pie, pues esta actualidad que sólo halla su valor en el hecho de serlo pierde valor cuando envejece. Es decir que el mandato de no faltar a la urgencia (otra vez lo urgente tapando lo importante, decía Mafalda, mientras veía unos hombres haciendo un gran pozo, no para ver el origen del Universo, como a ella le hubiera gustado, sino para arreglar unas cañerías) podría pensarse, si se quiere ver como ganancia, en un condicionamiento menos.
Pero otra ventaja se desprende de esta cesura entre producción y consumo. Es una variable menos mensurable y más “impresionística”, es decir, que es más una impresión o sugestión que envuelve al escritor mientras escribe. No quiero sonar ampuloso, pero acaso no sea desmesurado hablar de una liberación. La sensación de quien escribe es levemente semejante a la sensación que tiene alguien que escribe para nadie, por ejemplo, un diario íntimo. Se está en general tan lejos de que el libro se arrime a sus lectores que su condicionamiento (el de sus gustos, sus preferencias, sus modelos, sus valores, sus expectativas...) es tendiente a cero.
Y no es gratuita la comparación con quien escribe un diario íntimo. Ana Frank lo supo. Quien escribe y deja bajo llave un escrito no dice las mismas cosas que quien escribe, aunque sea la misma persona, un discurso público para decir en la cabecera de la mesa familiar. Supongo que el diario íntimo estará más honestamente vinculado a sus sentimientos, afecciones, opiniones, que lo que lo estará el discurso familiar.
Cuando leemos algunos escritores nos asalta esa sensación. La de estar asistiendo como protagonistas a la lectura clandestina de un escrito candadizado. La de ser un voyeur espiando los aspectos no socializables de una persona. Esto se debe en parte, creo, a la condena, a la fatalidad del diferimiento.
5) Soledad del escritor al momento de escribir
Sigue circulando desde los tiempos románticos una mitología en torno del escritor, a saber, la del hombre solitario, nocturno y taciturno, aislado de una sociedad que no lo comprende ni cobija. No sé qué tramo de verdad tendrá este estereotipo de artista. Lo que me interesa, sí, de esta creación parcialmente imaginaria a los fines de la argumentación es su denominador común, que es, a mi juicio, su costado de verdad.
Todas estas escenificaciones en que se piensa convencionalmente a un escritor contienen un núcleo compartido que se me ocurre significativo: la ausencia. De otros, la soledad; de luz, la noche; de ruido, el silencio. Son, todas ellas, o pueden pensarse como tales, metáforas de la ausencia. E insisto en que más allá del grado de verdad digamos práctico que puedan conllevar estos imaginarios, me interesan como tropos. El tropo del vacío, de la oquedad.
Un escritor, al momento de escribir, debe desandar lo andado, desvivir lo vivido, a fin de poder darse cita con una interioridad, con una subjetividad, con una instancia entrañable que lo habita, y expresarla. Es cierto que estos modos de la expresión de una interioridad son a menudo más asociados a la lírica, pero no creo, al menos si pienso en autores que me interesan por considerar que van al fondo de la cosa, sea cual sea el género utilizado para ese fin, que sea privativo de ella. Lo considero, en cambio, atributo de la mejor (es decir de la más) literatura.
Y ese viaje por la interioridad más individual, más privada, más íntima, sólo puede darse si previamente el escritor se ha liberado de las múltiples máscaras del día, del ruido, de la compañía, es decir de la presencia.
Sospecho que todo artista que pretenda esa expresión de un sí-mismo tendrá que hacer ese viaje, lo haga en un bar, en un hospital, en un micro a plena luz del sol, o en un cementerio de noche, mientras desentierra sus restos, a la luz de un celular.
6) Sonambulismo del escritor
Por suerte es argentino el escritor que dedicó toda una novela a configurar una hermosa metáfora del estado del escritor al escribir. La novela se llama, significativamente La pesquisa y su autor, Juan José Saer. Allí el santafesino imagina un asesino serial que mata viejas en París. Las descuartiza. El enigma se resuelve y resulta que el asesino serial perpetraba tales crímenes en estado de sonambulismo, semidormido o semidespierto, según se mire.
Me gusta la metáfora. El mismo escritor habló alguna vez de “fiebre y geometría” para referirse al acto de escribir. Claro. Se refería a sí mismo, pero no me parece descabellada la ampliación a otros muchos escritores. No porque escriban en estado de sonambulismo sino porque al momento de escribir descorren levemente la cortina de humo de la conciencia, arrojan las máscaras, para dejar asomarse a contenidos más o menos desconocidos. Claro que esto tiene su cuota de freudismo y de surrealismo. Sólo que la contraparte es la “geometría”, la forma, el cincel o la piedra pómez de la que habló ya Catulo.
Lo interesante es que la conciencia según ya nos advirtieron los manifiestos surrealistas, es el reducto de la moral, de la ideología, de los hábitos trillados del pensamiento. Es decir, la conciencia sería una constelación prefigurada de barreras inhibitorias que obstaculizarían la emergencia de una interioridad más pura o salvaje. Otra vez, y por otro camino, el que escribe más cerca del que piensa, hace y siente.
7) La cotización de la palabra literaria
Preguntarse por el soporte de un texto no es una pregunta banal. Al menos si de eso queremos extraer sentidos que trasciendan el costado material de la palabra. Quiero decir, interrogarse por el soporte es preguntarse también por los modos de circulación de lo que viene subido al soporte. Técnica o estrictamente debiéramos hablar de soportes digitales versus soportes materiales, por ejemplo. Pero si estiramos un poco el significado del signo, entonces podemos sacar conclusiones más jugosas. Me explico: una cosa es que un texto viaje vía Facebook o Twitter y otra es que lo haga (el mismo texto) vía blog, vía oral o vía libro, por poner algunos ejemplos. Y esto por qué.
Porque hay una cultura del soporte. Una (o varias, mejor) idiosincrasia que bordea o envuelve cada soporte. Una cultura que es, sobre todo, un conjunto de expectativas, de exigencias, de preconceptos, premisas, valoraciones, etc. producto de una historia, vieja o nueva, cambiante y escurridiza que los trasciende.
Un mismo texto leído en uno u otro soporte, por un mismo lector (y en este punto, este concepto se hace fuerte), quizá tengan sentidos diversos o, incluso, contradictorios.
La palabra literaria, aquella que, más allá del soporte físico, es considerada palabra perteneciente al territorio alto de la literatura, es una palabra bien cotizada. Vale decir, una palabra que, por pertenecer a la literatura, ha absorbido toda su historia, toda su gracia. Es una palabra que lleva una plusvalía inmanente por el hecho de ser considerada literaria. Una palabra más proclive a la sobrevaloración que a la subvaloración. Esto parte del supuesto, erróneo o no, de todo lo antedicho, esto es, que la literatura dice otras cosas, que la literatura dice más (y mejor).
Esto, llevado a nuestro molino, hace que el texto diga más cosas porque del otro lado hay un lector con el prejuicio (inconsciente o no) de que esa palabra debe querer decir algo importante, profundo, o caudaloso. Es eso lo que hace que la literatura tienda a ganar cuando se enfrenta al lector (al menos, más que cuando se enfrenta con él en otra cancha). Esa cotización siempre en alza hace que un texto literario no leído aún sea casi siempre inferior a un texto ya leído. Y quizá viceversa.
Conclusión
César Aira decía algo vanidoso: que el artista aspira a ser un individuo absoluto, palabras más, palabras menos. Esa vanidad que trasunta el enunciado de Aira es una vanidad compartida por muchos de los que escribimos. Una vanidad en tanto nos suponemos capaces de semejante proeza, al menos al momento de hacer el arte. Pero a mí me interesa marcar una variación sobre este postulado. Yo diría que un artista aspira a expresar una individualidad absoluta en su obra. La primera variación está en pensar menos en el sujeto artista que en el objeto de su trabajo, su obra. Y la segunda de las distancias está dada por pensar que los mecanismos propios del arte, en este caso nos circunscribimos al arte de escribir, permiten al artista llegar a rincones a los que otros ámbitos de la praxis humana, no.
Quizá este texto tenga una palabra clave y esa palabra sea libertad. No sé. Pero está claro que la libertad es, digamos, una condición de posibilidad y no una cosa en sí. Por eso plantear cuestiones como el talento, el deseo, la pericia, la capacidad, los conocimientos, las intenciones o algún tipo de inspiración me pareció intrascendente. Sólo he pretendido describir esa condición de posibilidad que es la literatura.
Pero no hemos respondido aún, después de tantas palabras gastadas, a la pregunta que nos convoca. No estoy seguro, debo confesar a esta altura del texto, de tener una respuesta. Se me dirá: está bien: la literatura puede, más que ningún otro ejercicio verbal, expresar las profundidades del alma humana o los mecanismos subterráneos por los que se mueve el mundo. Pero por qué querer eso. Dicho de otra manera: ¿por qué la literatura? Quizá una niña llamada Ana Frank haya intuido una respuesta.