¿Qué apuro le habrá agarrado al abuelo para morirse, aquel
19 de febrero de 1999, si hasta el médico le había permitido al menos dos años
de vida más? Era bastante joven, ahora que lo pienso. Era medio artista. Quizá
por eso también. La sorpresa es algo que siempre desveló a los artistas. Nadie
se lo esperaba. Se lo encontró en su casa, al calor de la salamandra, con leña
recién echada, apenas humeante, roja de caliente, estaba sentado o a medio
sentar en una silla naranja de madera, de muy mal gusto, la guitarra en la mano,
el pulgar derecho en la cuarta cuerda, la mano izquierda en un todavía apretado
mi menor. Claro que el abuelo nada sabía de guitarras, ni de acordes, ni de
música, ni de cuerdas. Si no, claro, yo no estaría dedicándole buena parte de
mi vida a una muerte que, por indeseada no deja de ser natural. Mi desvelo fue
siempre ese mensaje último. Ese mi menor. ¿Lo habría tocado antes? ¿Por qué el
dedo en la cuarta y no en la sexta, por ejemplo? ¿Fue todo azaroso y mi desvelo
es ocioso? ¿Me hablaba a mí? ¿Condescendió, en ese último gesto, a darle algún
mínimo de sentido a mi vida? ¿Cómo podía saber que yo sería el primero en
llegar y verlo? ¿Quiso realmente decirme algo? ¿Vio mi espanto y murió después?
¿Murió el abuelo? ¿Existió alguna vez?