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martes, 28 de marzo de 2023

Bolero

 

Cerré los ojos y las vi pasar a ellas,

ahí estaban,

Pilar, Camila, Anahí, Yamila, María de los Ángeles...

ahí estaban, yo las vi...

Pilar regaba las plantas,

guiada por el hábito, a juzgar por su rostro,

indiferente,

más que por el deseo,

Camila corría las cortinas, con decisión,

consciente sin duda

que del otro lado estaba el sol que necesitaba

a esa hora clara de la mañana,

con Anahí estábamos desnudos y en la cama,

leyendo poesía, supuse,

así llegaron,

así las vi...

fueron unos segundos y fue un lado grande, pienso,

de la historia de mi vida,

lo que pasó por allí,

pasaron con amabilidad, ecuánimes,

sin detenerse, sin emoción,

con distancia...

Yamila de trenzas subía una escalera, perfecta,

sabía que me encantaban sus trenzas,

su pollera liviana,

y yo también lo sabía,

María lloraba y no quería que me fuera,

sentada en lo que había sido nuestra cama,

porque nunca es fácil aceptar los finales,

más aún cuando es otro quien decide por nosotros,

y esa vez le tocaba a ella aceptar,

Camila me despedía con amor y se iba,

irreversiblemente, esta vez,

y yo acepté como se acepta lo que quizás sin saberlo

se ha buscado...

fueron unos segundos,

precisaba relajarme y por eso cerré los ojos,

quise sentir la respiración,

el corazón latiendo desde adentro,

el pulso en las manos,

el aire entrando y saliendo

pausadamente del cuerpo,

 y en cambio lo que ocurrió, furtivamente,

fue que una vida apretada y reducida,

¿el lado más amable, más cálido,

más animal, acaso más imaginario de mi vida?,

pasó por mí...

he vivido muchos años, pienso ahora,

y he pasado, como todos, muchas cosas,

pero todas han sido suavizadas,

significadas, reducidas, espejadas,

multiplicadas,

y hasta en ocasiones absorbidas

por las mujeres que he amado,

y hace un momento las vi, a todas ellas,

como si algo dentro mío las hubiera convocado,

¿por qué?, ¿para qué?, ¿qué cambió en mí cuando se fueron?,

y fue simple...

yo quería salir de una suerte de opresión

en la mente,

buscando el ritmo gradualmente regular de la respiración,

con la mente concentrada

en cada una de las partes del cuerpo,

las puntas de los dedos de un pie, primero,

trayendo la mente hacia el resto del pie, como subiendo,

después,

luego del otro,

las piernas luego, las rodillas,

la cintura, lentamente, muy lentamente,

el vientre...

pero todo se interrumpió, sin violencia,

sin transición,

y estuvieron ellas ahí,

ellas, que no se conocieron...

Guadalupe servía vino en el balcón,

¿por qué siempre que te recuerdo, sonreís, Guadalupe?,

Soledad en cuclillas sembraba un árbol en el patio de su casa,

quizás con menos fe que voluntad, como toda ella,

las uñas con tierra y el pelo sin orden,

nunca más estuvo así de hermosa,

claro que nunca se lo dije,

Juliana me pedía por favor que no mencione su nombre

en una canción,

que la comprometía...

y yo que sólo quería sentir la respiración,

olvidar momentáneamente el día que me había dejado exhausto,

agotado, sin resto para más,

calmar el torbellino

(como dejó dicho en una de sus máximas famosas

un maestro indio del yoga)

de la mente,

y en cambio, lo que vino fue un deslizarse de imágenes

de una parte grande de mi vida,

¿por qué vino todo aquello en ese momento de cansancio,

de agotamiento, de fastidio incluso?...

yo no las olvido,

¿cómo las voy a olvidar?,

no creo que jamás ya las olvide,

qué habría sido mi vida sin ellas, pienso,

simplemente no la puedo imaginar,

ahora que soy más o menos incapaz de amar

como lo hice,

ahora que veo nacer de a poco

una vida amorosa acaso imaginaria

o real pero superflua,

ahora que algo prefiere en mí el poema de amor,

las canciones de amor,

al amor mismo, a veces,

porque busco más en la palabra la justificación,

que en la textura de los cuerpos,

o porque pasan por mi vida sin peso,

como flotando,

pero también por haberme quedado parcialmente reducido

a esa palabra,

a la palabra estilizada,

a la palabra reflexiva,

la palabra escrita,

ahora entonces pasan por mi espíritu y yo estoy a solas con ellas,

de nuevo,

en esta casa que casi no las ha visto...

María que vuelve y me mira,

¿qué me querías decir, María, y no te atreviste?,

Soledad que me desprecia levemente sin notarlo, creo,

al salir de la habitación

(yo no te juzgo por eso, Soledad),

Pilar que se inclina temblando sobre mí,

por la ventanilla de un auto, de noche,

para decirme la última cosa que me dijo,

sin duda importante,

y yo no la oí,

y ellas sienten piedad por mí, creo,

todas ellas,

pero también vuelven a sentir el amor, lo puedo sentir,

ahora sin discordia,

la ternura, el perdón,

no hemos sido traidores, ¿no?, ni canallas,

ni ingratos,

he escrito mis palabras más honestas pensando en ellas,

sintiéndolas enteramente a ellas,

o guiado por el recuerdo,

quizás inventándolas...

ahora es tiempo de conservarlas en el espíritu, tal vez,

como un tesoro,

como un don que nos dejara el azar de la vida,

hasta volver a querer así,

de un modo tan entero, tan real...

mientras tanto, veo, siguen conmigo

en las habitaciones luminosas de esta casa,

entre estos vidrios, estos ventanales,

entre estas plantas medio olvidadas

que casi no conocen,

lo sé, porque hoy las vi...

¿querés cantar, Celeste?,

¿te acompaño en la guitarra?,

¿salimos a caminar, Julieta?,

¿ya te vas?,

y estoy seguro que están cómodas así,

tan cerca, tan a solas,

en sus vidas sin mí

(¿quién seré yo en su recuerdo?),

sólo si me quedo callado y las veo vivir,

pues esas parecen ser las reglas que me traen de lejos,

y yo las contemplo con precisión,

de nuevo,

quizás como nunca las he mirado

(Anahí se desliza sola aprovechando la corriente del río,

de espaldas, y nada bien,

Macarena tiene las rodillas, los brazos

y la cara en un mismo lugar,

y es invisible cuando mira el mar),

como una historia de amor vivida muchas veces,

sin la incomodidad,

sin el temor al desengaño de tener que interrumpir

con la realidad,

con la inflexible realidad,

la delicada perfección de nuestro sueño.

martes, 14 de marzo de 2023

Camila

 

Yo no sé si nada o vuela,

si tiene hojas, ramas, pájaros, aroma,

si da flores en primavera.

 

Yo no sé si busca el aire

para vivir, o el interior de los mares,

si flota en la espalda líquida de un río sin aves.

 

Yo no sé si va cubierta de plumas,

o escamas, o va de alga en alga,

dejándose en cada cosa, como la espuma.

 

Yo no sé si llovió en la mañana,

si creció con el alba, entre un pasto tibio,

o si vino con el viento, con la noche, con el rocío.

 

Yo no sé si proviene del mundo vegetal,

si muda la piel, si al dormir pliega las alas,

o si se abre, con los primeros rayos de la madrugada.

 

Apenas sé su nombre. Se llama Camila.

Y no se parece a nada, lo puedo jurar,

que yo haya visto alguna vez en el nimio reino de mi vida.

 

miércoles, 8 de marzo de 2023

Después de la lluvia

 

Con cada poema siento que me agoto, ¿sabés?,

que me caigo del cuerpo, podría decir,

algo así,

que me quedo de nuevo vacío,

¿cómo decirlo?,

como esos tarritos cilíndricos y oxidados

montados sobre una varilla vertical,

en que el abuelo medía la lluvia,

apenas después de llover, claro,

con un cielo ya despejado y el olor a mojado

de todo

que deja la lluvia reciente,

cuando el abuelo colocaba

meticulosamente, la regla para ver la altura del agua

y luego

arrojaba simplemente el agua reunida,

que no era mucha, dos centímetros, tres,

pero era de algún modo

toda la lluvia que había caído en el lugar,

en los cinco centímetros de diámetro del recipiente,

y ya no llovía, ¿entendés?,

y el recipiente estaba de nuevo vacío,

oxidado, a la espera inútil de una próxima vez,

que quién sabe cuándo sería,

claro que no podía saberlo,

pero yo sí lo sé,

y esa es toda la diferencia,

porque no hay nada más vacío que un poeta

que se queda sin nada que decir,

no hay nada más inútil,

más absurdo,

y eso es lo que ocurre después de escribir cada poema,

¿me explico?,

esa soledad (como la que sentimos después de leer un libro,

como si el libro y nosotros también quedáramos vacíos,

como la que se siente después de hacer el amor,

esa conciencia,

esa certidumbre de soledad),

y pienso entonces, en vano,

en otras formas de la justificación,

la paternidad, la amistad, el amor, la lectura,

la enseñanza,

porque escribimos entre otras cosas para justificarnos,

¿sabés?,

para agradecer, pero también (o incluso) para pedir perdón,

¿te parece que no?,

cada poema, así lo siento yo, es una súplica

y un pedido de redención

(es fuerte la palabra, pero también lo es el sentimiento,

no te confundas),

por eso quisiéramos siempre tener cosas que decir,

y palabras para decirlo, por supuesto,

ese sería un lado bastante grande de la dicha,

como ver el mar, sentir el mar, querer decir el mar

y poder ponerlo al fin en palabras,

¿se entiende?,

pero eso pasa tan pocas veces,

en general lo que sucede es que casi nunca llegamos

siquiera a ver el mar,

vemos el agua violenta

(esa violencia contenida, como apretada,

que tienen los mares del sur),

el ruido incesante del viento,

las olas llegando y rompiéndose contra la costa,

la espuma irregular avanzando y diluyéndose,

inclinadamente,

la arena mojada, el agua yéndose,

volviendo silenciosa,

gradualmente absorbida por la arena,

(es un lugar melancólico una playa desierta,

¿vos lo dijiste?),

podemos sentir incluso la sal en la boca,

el líquido frío en los pies, en las piernas,

en la cintura, el cuello, los ojos,

la frente, la sien,

podemos sentir todo eso y sin embargo

qué decir del mar,

no lo sabemos, simplemente no podemos,

estamos vacíos,

el mundo nos rodea sin herirnos,

y si nos hiere no tenemos las palabras

(porque una herida nunca es una palabra,

deberíamos saberlo),

o las ideas, o el coraje, que es lo mismo,

por eso volvemos, incluso del mar, volvemos vacíos,

y tomamos nuestro mate cotidiano,

nuestro jugo, nuestro té,

miramos de nuevo las partidas infinitas de ajedrez,

hacemos el amor con extraños,

o con seres que por un tiempo frecuentan nuestra vida

y que sabemos que pronto

volverán a ser lejanos,

o nos enamoramos imaginariamente,

se llamarán Camila, Guadalupe, María, Anahí

(a veces creo que llega un día en que todo amor es irónico,

piadoso, algo voluntario),

damos clases, hacemos de comer,

llevamos a nuestra hija a la escuela,

la vemos crecer,

vertiginosamente,

pero sentimos que nada de eso nos justifica del todo,

nos compensa, quiero decir, lo pobre,

lo necio, lo vanidoso, lo mezquino, lo inmoral,

en cambio,

cuando escribimos por fin un poema, ¿me seguís?,

cuando escribimos un poema,

cuando lo soltamos, en realidad,

después de mucho vacilar, y corregir, y borrar,

con pasión y disciplina,

con lealtad (¿hacia qué?),

entonces allí sí se rehace la ilusión

(es ilusión la palabra, creo)

de haber vuelto a ser dignos de todo otra vez,

y sentimos sin embargo

que eso que está ahí escrito es apenas nuestro,

¿me creés?,

pues es infinitamente mejor que nosotros,

más elegante, más luminoso, más noble,

más bello,

que nuestra miseria, nuestra incapacidad,

nuestra irrelevancia,

nuestra sed,

y sin embargo nos reconocemos en él,

¿es difícil de entender?,

y el círculo se reinicia, luego,

una vez más,

vos lo sabés,

porque volvemos a sentirnos vacíos,

como esos tarritos vacíos para la lluvia que mi abuelo

dejaba contra el cielo

sobre una varilla de madera vertical,

en el patio de la casa,

y que medían la lluvia del mundo entero,

por así decir, dejame exagerar,

en cinco centímetros de lata color marrón,

oxidada por la misma lluvia que recibía

(nunca lo había pensado así,

pero algo me dice que así no está mal),

por la misma lluvia que recibía, decía,

en un pueblo perdido (¿te conté?)

del que nadie sabrá nunca del todo su historia.