Cuánta utopía será rota
y cuánto de imaginación
cuando a la puerta del Dakota
las balas derriben a John
(Cita con Ángeles; Silvio
Rodríguez)
A valores equidistantes entre la videncia y la ceguera me
dirigí, como cada jueves, en la tarde noche, al taller de poesía que coordinaba
en el Instituto La Grieta,
en la difícil, abstracta ciudad de La
Plata.
(Digo a valores
equidistantes de la videncia y la ceguera cuando quizá hubiera podido decir,
sin pérdida, con suma simpleza, la palabra intuición. Antes me importaba eso.
No ahora.)
Con alguna
intuición, decía, acerca del devenir próximo durante el desarrollo de mi taller
de poesía, comencé a salvar la distancia, en este caso de tipo espacial, a pie,
entre mi casa y la esquina en donde crecía como un árbol el edificio azul de La Grieta. Llegué
antes, solo. Estuve solo incluso durante algunos minutos, con la cabeza
progresivamente avanzada, embestida por la crecida lenta pero ancha de un
presagio que al fin se produciría y que, creo no estar exagerando, cambiaría mi
vida y la suya para siempre.
Y no creo
exagerar porque el presente me queda cerca y se ve sin distorsión. Soy
jardinero. Mantengo, detengo el declive o mejoro, según los casos, los verdes
patios internos de la Escuela Joaquín
V. González de la ciudad y ella cose para afuera. No me quejo. Mi recuerdo es casi
neutral, con un dejo de vacío, es cierto. La vida no tiene la culpa. Nosotros
tampoco. Con las flores me doy cuenta. Es tan poco lo que pueden hacer ellas
para ser rosas o diamelas, jazmines o fresias, verbenas, nomeolvides o
margaritas. Nada. Yo puedo regarlas poco o mucho, emprolijarles más o menos sus
canteros, aumentarles o disminuirles la ración semanal de fertilizantes, o
sacarles con mejor o peor voluntad las hojitas secas o los yuyos que se les acercan
y asedian. Pero el resultado es, pensado con alguna exigencia, poco menos que
nulo. De todos modos lo hago. Así debe pensar también ella. Cuando remienda la ropa
ajena.
No sin algún
difuso presagio, decía, me dirigí como cada jueves hacia mi pequeña aula de La Grieta, alta, por la
oblicua perfección de las calles de La Plata. En los momentos que precedieron a la
llegada de los asistentes al taller, como ya dije también, fui accedido sin
preámbulos ni permisos por una idea aún vaga que tenía que ver con el futuro
más inmediato. Ella lo vería. Eso fue lo que pensé. No lo dilato más. Ella lo
vería, poco a poco, todo. Sería esa tarde noche. Y así fue.
Quizá, hoy lo
pienso, exagero al pensar aquel lamentable episodio en clave de catástrofe o
tragedia. Sin embargo el recuerdo, por más olvido que lleve, siempre viene con
algo del sabor que le fue propio en el pasado, y ese sabor fue el de la caída,
de la empinada, brutal caída. El pavor flotante del inminente o efectivo
derrumbe. Quizá exagero, es cierto. No creo exagerar, en cambio, al atribuirle a
aquel día su costado de fatalidad, palabra a la que solamente un creciente
pudor ascendente la exime de una imponente mayúscula, como un dintel, en la f
inicial.
Yo no sé qué
sentimiento, que convicción ontológica o epidérmica, nos antepone los reparos
que nos separan de la palabra fatalidad. ¿No es fatal acaso que la flor crezca
o se marchite? ¿Que se moje el pasto cuando llueve o esté seco cuando seca? ¿Que
el hilo de seda se rompa (ahora pienso en ella) a determinado punto de tensión
o fricción del filo? Es un modo de entender, creo. Deshacerse de esa idea al
pensar acerca de la causa de las cosas que nos han dejado en donde estamos es
desdeñar la incontestable razón por la que una hoja, cuando hay viento, deja de
ser una ínfima pero necesaria porción de árbol para ser la suciedad renovada, ágil,
que llevará el barrendero.
Pero aquella
tarde noche no fue la inteligencia lógica y metódica la que me trajo, la que me
anunció o previno, quién sabe, un suceso por venir. Fue lo que algunos llaman premonición,
presagio, intuición o llamado involuntario. Pero no importa tanto el nombre.
Antes sí me importaba eso. No ahora. El hecho es que al aproximarse el ingreso,
o al ya estar ingresando ya, no recuerdo bien, los primeros poetas nóveles o
aspirantes a eso, en ese momento yo tuve la certeza sin argumento de que ella
lo vería, de que lo vería todo, quizá gradualmente, pero que al fin y al cabo sería
el arribo definitivo, acaso sin vocación de serlo, al rincón silencioso y
escondido al que efectivamente arribó, la llegada franca a ese precipicio celosamente
guardado, a ese vértigo vertical, a esa puñalada mutua que, en efecto, nos convirtió
la vida para siempre.
De hecho eso fue
lo que ocurrió. Porque no se puede andar de la misma manera antes y después del
momento en que a uno le quitan como de asalto esa perla irrecuperable que hacía
posible precisamente esa manera de andar previa al asalto. No se puede ni
siquiera caminar de la misma manera, estar vestido, hacer gestos o estar
dormido de la misma manera. Porque cuando mi llave, digamos, aún abría las
puertas que yo bien sabía que abría, mi manera de estar entre las cosas era bien
distinta. Y fue ella la que me dejó sin puerta. Yo sé, no obstante, que ella no
lo quiso. No lo quiso para mí ni lo quiso para ella. De saberlo, incluso, ella
lo habría evitado. Hubiera cerrado la mirada. Hubiese persistido en la farsa de
nunca mirarme de cerca. Más aún sabiendo que de una creíble promesa para la
poesía local se convertiría, tiempo mediante, en una inadvertida trabajadora de
la costura, en el perímetro modesto de su barrio, en las afueras de la ciudad
de los poetas. No, no pudo quererlo.
Pero ocurrió. A
pesar de todo, ocurrió. Ocurrió más allá de todas las posibilidades del miedo o
la previsión. Más allá de los repetidos, minuciosos recaudos del ocultamiento y
la simulación. Más allá del cálculo dilatado y pormenorizado de mi ubicación en
la habitación desamueblada que nos servía de aula, de las estrategias
largamente practicadas de las posiciones del cuerpo, de los puntos de vista y
las modulaciones de la voz, más allá incluso de la lograda actuación del estar
sin cálculo, sin premeditación, de la pisada sin huella. Ocurrió.
Parece ayer pero
no lo fue. Ayer yo sembraba ya las semillas de naranjo que darán sombra, Dios
mediante, en algún lejano verano y sobre la cual yo ya no me recostaré. Pero
tampoco ella. Somos coetáneos y nacimos bajo el mismo signo. No sobrevivirá
demasiado al desencanto de haberlo visto todo, al logrado fracaso de haberlo conocido
todo, tan de golpe, en un jueves que venía como uno más, en una tarde noche que
simuló ser del medio, del centro, y que después ya no hubo.
Ahora me queda
tiempo para pensar en los desperfectos, los desajustes del mecanismo que durante
tanto tiempo permitió el ocultamiento y que una tarde falló.
Pienso en el engranaje, en la trama diestramente urdida por
los fantasmas de la vergüenza y el temor a la desolación. Y siempre termino en
lo mismo. Fue la fatalidad, digo, esa palabra a la que todavía no me atrevo a
encarar con f grande. Una fatalidad desconocida, yo no sé cuál, una lluvia que
te trasciende, que no producís y sin embargo te moja, una patada que te dan un
día desde algún lugar y que resulta imposible atajar, un gol que te llega de un
partido en el que no sabías que estabas jugando. Pero pronto dejo de pensar. Me
saco la remera mojada porque hace calor y la piel me transpira. Desnudo le
planto azucenas al patio gritón de la escuela. Ya no llevo mecanismos porque mi
cuerpo todo lo hace solo. Ando casi sin mente por entre las paredes eruditas de
las aulas. Descanso. Un cuerpo me guía. Ella andará, pienso, ahora, sin culpa,
con un amplio, excesivo camisón rosa, devolviéndole con indiferencia a un
pantalón de gabardina azul de algún vecino la integridad que supo tener
mientras ella, tal vez, asistía a un taller de poesía, cada jueves, en la tarde
noche, en la oscura esquina adoquinada en donde estuvo, antes, La Grieta.