Voy a proceder con inocencia, con una pretensión excesiva.
Aquella de ser, sin rubor, contemporáneo al deseo. Contemporáneo también de mis
límites, de mis lecturas y de sus faltas, de los errores de lecturas, de mi
vocación siempre cándida de ser nuevo, momentáneamente, quiero decir, de
escribir en la ficción de lo increado, estar de lleno en un “mientras tanto”
que, es posible, acabe con el texto, sino antes.
Quiero decir,
insisto, que voy a intentar dejar el esbozo de un diagrama a la altura de mi
estricta necesidad híperactual, de una urgencia, a saber, leer un texto.
Algunas imágenes
me ayudarán a vadear ciertos charcos en los que no me quiero hundir. Pretendo
sortear conceptos como los de autor o sujeto de la enunciación, pero también fintear
categorías tales como las de personaje, narrador, o sujeto del enunciado,
esgrimidas en pos de las columnas fundacionales de una lectura.
Me explico. Quiero
leer, con la mayor justicia posible, un texto que me exige la postulación de una mano que, no por estar ausente de
él, le es del todo ajena. Un punto desde el cual el texto viene hacia mí, se
dirige, como una piedra en el aire, cuya dirección advierto, imagino o supongo,
pero cuyo punto de tiro, la honda, queda afuera de todo paisaje visible. Quiero
hablar de una fuente.
Leo y siento el
tironeo, la demanda, la exigencia, la vocación. Por no decir el llamado. Leo y
atiendo, por momentos, un viento que
sopla desde afuera, intangible, cada uno de los hilos que se mueven adentro. La
trama misma parece urdida por él, moldeada, soplada, requerida o volcada. Leo y
por debajo de cada cercanía oigo el perfume de una lejanía que todo lo tiñe,
que todo lo empapa, lo humedece, que todo lo enluta o lo florece. Esa es la madre fuente.
Veo (o me parece ver, o quiero ver, o estoy
limitado a ver), veo, digo, una piedra
etérea, toda sustancia e inmaterial, caída sin estrépito en el agua de cuyas
ondas concéntricas fluidas sobre el texto es madre. Me interesa la piedra, la
madre piedra, la madre centro. Es un vientre, como se ve, lo que me
importa.
Claro que todo
esto es “anterior” al texto. (Y si pongo comillas es porque quiero desligarme
del costado temporal del término.) Digo “anterior” como podría decir “oriental”,
“meridional” al texto. Lo que intento significar es un punto “más acá” o “más
allá” del paisaje visible de la letra. Todo entre comillas, porque no pienso en
categorías espaciales o temporales. Pienso en un punto de fuga imaginarios, o varios, adonde van a parar todas y cada
una de las líneas (esto es una exageración didáctica o estilística) de la
textualidad evidente. Imagino un sujeto
tácito, entrevisto en las declinaciones o en los pronombres de la letra, es
decir, en los restos de una lengua muerta
, o, mejor, innacida, pero rastreable
en los coletazos del pez inapresable pero vivo, táctil, que se mueve en la fugacidad
del discurso.
Es que hay otro
Pez. El gran pez que explica las
burbujas de la superficie del agua, la sangre ascendente, la leve marea, los
olores, la ausencia, la presencia o la fuga de todos los demás peces.
Busco, porque
necesito, una fuerza. Un color blanco invisible causa, motor o llama
de todo retazo de arcoiris, movimiento o chispa acaecido en el paño resultante
de la hoja. Busco, porque me falta, la
silueta imaginada de una mano. Para explicar cada una de las piedras, las
lanzas, cada uno de los vidrios llegados que hacen ruido sobre el libro.
Leo y veo las
sombras. Los cuerpos en realidad, con color y masa de sombra. Y yo busco un Sol, Madre, por afuera del texto, de
tan adentro. Una carne única para todos los conejos, para todos los perros, los
payasos, los trompetistas y las danzas casi levitantes de las bailarinas.
Todo bastante
antropomórfico, es verdad, todo a la altura de un hombre. Pero no un hombre. Es
un Silencio lo que rastreo por los
intersticios de signos, silencio madre de todos los gritos y las vulgaridades
del lenguaje paterno, de las miles de lenguas hijas, o los cientos de miles,
mejor, de hijos de la Lengua. Un
cielo natal, letrado, culto, es decir, caído en tierra. Y sí, a la altura de un
hombre, de su obligado silencio. Porque lo que añoro, creo, es un deseo. Y el deseo, como sabemos,
nunca es pasto de las fieras. Como todo lo importante, el deseo, porque no habla,
queda afuera.
Un deseo, un
silencio, una piedra o un hueco, un sol madre, una fuerza madre, un vientre,
una fuerza desde adentro, una fuente prístina, primordial o arcana, Oriente,
una Soledad, podría agregar, que den sentido a la harina palpable de los signo,
que adivinen, desvelen, construyan o inventen una raíz última de todos los
árboles, madre de todas las hojas, semen fecundo de un semivacío, de un semiolvido,
de un signo.