No fue debido a la improbable conjunción de un espejo y una
enciclopedia. No fue, tampoco, debido a la ardua compañía de un poeta ambicioso
y mediocre de la ciudad de Buenos Aires. Fue por la paciencia, el esmero, la
obsesión, el deseo, la necesidad. La regadera y el azadón.
Tampoco, hay que decirlo, el descubrimiento fue cosa
milagrosa o fantástica. Un pedazo de tierra, simplemente, dentro de las dos o
tres hectáreas que rodean el rancho de la chacrita del Loco Chavero, en el que,
a contrapelo del empeño, del amor incluso y del tiempo, no crecía nada. El
Círculo de la Infertilidad, gustaba llamarlo, excesivamente, como en todo, Don
Herminio.
Y digo de la paciencia y el empeño porque fueron muchos los
años que, según sabía contar Herminio, fue buscando, paso a paso, riego a riego,
ese rinconcito de tierra en el que las semillas de manzana, damasco, ciruela,
naranja y mandarina, e incluso el pasto, se abstuvieron siempre de crecer. Era
su Círculo (aunque en verdad la forma era irregular y hasta algo informe), su Sitio
de la Infertilidad, así, con mayúsculas, por la seriedad un poco afectada que tomaba
su tono al nombrarlo.
Y lo cuidaba, claro, más, incluso, o más, sobretodo, que
todo el resto de la chacra, superpoblada groseramente de árboles frutales de
distintos tamaños y edades, que, decía, eran la medida justa de su esfuerzo
para llegar al sitio, por fin, en que ni la gramilla más silvestre subía al
cielo.
Debe haber algo ahí abajo que no permite el crecimiento, le
decía yo, a veces, en un llamado iluso a la sensatez, a la comprensión.
Herminio me miraba y se ponía levemente triste. Agachaba la cabeza y la mecía discretamente.
Yo me paso la vida, decía, buscando un trozo de infertilidad en mi suelo y vos
la única reflexión que tenés a mano es esa, preguntaba o afirmaba, pero ya no
miraba.
Cada día Don Herminio esquivaba la fronda de su chacra para
irse hasta el Círculo. Cuando yo me iba, él se quedaba. Mirándolo se quedaba.
Fijado. Nunca supe cuál era su deseo.