La tragedia es la voz pasiva de la literatura
Manuel E. Cimadamore
Introducción
Si pensamos en la palabra tragedia, inmediatamente se nos vienen a la mente ideas tales como catástrofe, muerte, desgracia, dolor, infortunio y otras de similar negatividad. Eso nos lleva a una primera fácil conclusión: lo trágico está asociado a algo indeseable, a algo negativo, nefasto incluso. Situaciones más o menos habituales (medios de comunicación por medio) a las que se les aplica ligeramente esta palabra son: incendios, accidentes automovilísticos, tornados, muertes múltiples, muertes por “casualidad”, etc. Esto nos acerca a una segunda y menos obvia conclusión: lo trágico está asociado a lo que ocurre “más allá” de la mano del hombre, involuntariamente, producto de fuerzas externas, ajeno a la manipulación humana. Por otra parte, y camino a una tercera precisión, notemos que los episodios a los que llamaríamos trágicos, eximen de responsabilidad al hombre. Un tornado, un incendio involuntario, un accidente, todos, a priori, exceden el radio de control inmediato de los sujetos. (Notemos que si un accidente es a causa de la imprudencia del conductor, preferiblemente se hablaría de negligencia y no de tragedia). Es aquí donde cabría detenerse a observar el alcance y las posibilidades del concepto junto con sus implicancias ideológicas.
Si lo trágico excede a la voluntad pero también al control de los sujetos, el suceso trágico no conlleva responsabilidad ni culpa para nadie. Dicho de otro modo: las tragedias no tienen culpables. Y es acá en donde el término se vuelve poco inocente a la hora de calificar una desgracia. Si, pongamos por caso, la aciaga noche de Cromagnon fue una tragedia, entonces, voluntaria o involuntariamente estamos liberando de culpa y cargo a cualquier posible responsable. Si, en cambio, hablamos de la masacre de Cromagnon, entonces estaremos suponiendo que no sólo hubo responsables sino también culpables e incluso, lo cual parece menos probable, malicia.
¿Haití fue una tragedia? Y el mismo debate puede caber. Factores como la pobreza, la precariedad, el desamparo, la indiferencia, etc., sin duda no están fuera de la responsabilidad humana y también sin duda fueron coautores de la devastación. Por supuesto, también cabría evaluar las causales del terremoto, aunque estos factores son menos claramente identificables o atribuibles.
Sin meternos en los debates, importa aquí atender a los alcances del concepto de tragedia. Si pudiéramos arrimarnos a una definición, diríamos que se trata de un episodio infausto, desgraciado, doloroso o terrible producido por fuerzas relativamente ajenas a la voluntad humana y que por ello exime de responsabilidad a los sujetos.
Pero de dónde le vienen estas significaciones al vocablo en cuestión. Su etimología no nos dirá nada, al menos directamente: significa algo así como “canto de macho cabrío”, que tiene que ver con algunos rituales de la Grecia antigua y ésta sí tiene que ver y mucho con nuestra palabra. Alguna vez “tragedia” fue nada más (y nada menos) que el nombre de un género teatral caracterizado por tener un tono grave, serio, con personajes importantes de discursos solemnes a los que les ocurrían terribles desgracias. Pero no nos convoca tanto caracterizar al género en sí como la necesidad de explicación de la progresiva carga semántica de la palabra que llegó a querer decir, por extensión respecto del contenido de estas obras teatrales, lo que previamente comentamos.
En efecto, la denotación de negatividad, de desgracia, de dolor, de infortunio, etc., está presente en la casi totalidad de las obras trágicas conservadas, pongamos por caso La Orestíada , Edipo Rey, o Medea, para poner un ejemplo de cada uno de los tres grandes cultores del género en el siglo V a.C. Orestes es perseguido infatigablemente por las Erinias (diosas vengadoras) por donde quiera que vaya, tras el asesinato de su padre; Edipo mata a su padre, se casa con su madre, procrea con ella, se arranca los ojos, lo destierran... y Medea mata a sus propios hijos por el despecho amoroso de Jasón. El tema de la muerte, de lo horroroso, de lo terrible (que inspira terror), de la desgracia en un grado extremo, en fin, forma parte de lo esperable en cualquiera de las tragedias griegas.
Por otro lado, el haber sido gestadas estas obras en una cultura religiosa, respetuosa y temerosa de las fuerzas superiores, dio a la tragedia el condimento de la impotencia humana frente a la potencia divina, que no aparece encarnada pero que se manifiesta en el círculo humano con toda su inexorabilidad. Orestes es perseguido por unas diosas incansables que vengan al matador; Edipo no hace otra cosa que cumplir con una prefijación fatal (es decir con su destino) ni siquiera de los dioses, que a ella también obedecen; y Medea sucumbe a una pasión que por extrema parece fuera de control, no humana, bestial que, a la vez, responde al desprecio amoroso de un Jasón que también sucumbe ante lo irremediable del amor (por otra).
En fin; la tragedia griega en la mayoría de los casos pone a los hombres como juguetes del destino, marionetas indefensas de la divinidad, del más allá, de la trascendencia. Esto mismo da como corolario un hombre más o menos irresponsable de su destino, impotente ante el mal que lo acosa y lo derrumba. Los hombres, en la mayoría de los casos, aparecen, en definitiva, inocentes, puesto que sujetos a lo dispuesto por lo Otro.
Esta constelación de episodios, fuerzas, valores y pensamientos han forjado una significación que le ha sido transferida a la palabra con la que se nombraba al género dramático en donde esto ocurría.
Pero hay una significación más, que a veces, creo yo ligeramente, se considera esencial o elemental en el género, que se ha dado en llamar situación trágica. Liviana o no para caracterizar a la tragedia, es bien interesante y rica para pensar buena parte de nuestra literatura. La situación trágica es aquel estado en que al sujeto se le presentan dos o más opciones, cualquiera de las cuales culminan en desgracia. Es una situación fatal, sin salida, cerrada a lo bueno, terriblemente pesimista. Antígona debe elegir entre ser enterrada viva o dejar errar a la querida alma de su hermano sin descanso por toda la eternidad. A o B son opciones y se debe elegir, pero ambas terminan mal.
El tema es tan apasionante como vasto y complejo, y confuso también si no nos detenemos a diferenciar las numerosas situaciones o estados a los cuales puede aplicarse el concepto de trágico. Veámoslo encarnado o representado en obras literarias.
El destino trágico
Pensemos en la historia de Edipo. Su historia es trágica por infeliz pero sobre todo por preconcebida e inexorable. Edipo está condenado por fuerzas que lo trascienden (a él y a los dioses) a cometer los más atroces delitos. Y a la carga de tragicidad se le suma la de patetismo si pensamos que todo lo que para él va siendo novedad, para el lector-espectador, realización de previas revelaciones. Ya todo está escrito, sí, pero también está publicado. Los dioses se limitan a revelarlo si a ellos se acude. Pero no lo evitan ni podrían hacerlo. Más allá de ellos las Parcas, las Moiras, el Hado, lo ha dispuesto sin concesiones. La situación de Edipo (y la de su familia, por supuesto) es a lo que podemos llamar destino trágico: una realidad prediseñada, un camino trazado por otros que insobornablemente conduce a la ruina. El destino trágico supone la existencia de un universo en el que haya sitio para la divinidad entendida como algún tipo de trascendencia. El yo lírico de Yupanqui, por otra parte, pretende explicarle a su amada el por qué de su partida. No es decisión, no es capricho, no es patria de la voluntad: “es mi destino/ piedra y camino”. Hay un más allá (llámese como se llame) que aprieta y arrastra. Esto, que podría tentarnos a llamar vocación, parece tener un cariz más religioso, más divino. Y ello se ilumina con los siguientes versos: “de un sueño lejano y bello, viday/ soy peregrino”. Notemos que aquí conviven dos sentidos: el del sueño, que entendemos más terrenal, y el de la peregrinación hacia lo buscado, que recubre de religiosidad (que no de religión) la aventura. Aunque no nos detendremos, dejemos dicho que entre Edipo y el sujeto yupanquiano hay una sustancial diferencia que radica en la tragedia más social o colectiva de Edipo (no sólo condena al pueblo de Tebas sino que toda su familia, incluso por generaciones, se ve envuelta en este destino trágico) frente a la individualidad (soledad, incluso) del peregrino.
Lo social-trágico
Hay una forma más terrena de estar “predestinado” (acá las comillas son fundamentales). La Juliana , la protagonista “muda” de “La intrusa”, el relato de Borges, termina asesinada por una de sus parejas-amos, el mayor de los hermanos Nielsen, Cristián. El narrador mismo se encarga de introducir el término de “tragedia”, aunque refiriéndose a otra cosa. Pero a nosotros nos interesa hablar de lo social-trágico, por darle algún nombre a los fines organizativos y expositivos. La Juliana , pensamos, claro, con los hechos consumados, no podría haber salido de otra manera de la casa de los Nielsen, ni de la vida. (Obviemos los reparos que podamos tener sobre este caso, o cualquier otro, porque esta categoría puede servir para pensar otras situaciones en las que se dé o no, como dispositivo de lectura, quiero decir). Habiendo nacido en un suburbio del Buenos Aires del 900, poblado de compadritos, en un desamparo familiar (a juzgar por las omisiones y/o por la falta de intervenciones familiares), nacida en la pobreza, digamos que su predisposición (para no ser deterministas) es a los finales infelices. La Juliana parece entregarse solamente a una realidad que no eligió y que la condena. En Francia, a fines del siglo XIX se gestó un tipo de literatura, y por ende un tipo de concepción del mundo (o viceversa) llamada naturalista. Uno de sus rasgos definitorios era el determinismo social. Naná, la protagonista del libro homónimo de Emile Zolá, pionero y principal cultor de esta literatura, es, antes que una prostituta, una mujer apetecible y burlona, una inescrupulosa y libertina parisina, antes que todo eso, Naná es una chica pobre. Naná podrá vivir transitoriamente en palacetes con señoras a su despótico servicio, explotando hombres, pletórica de placeres, pero terminará como empezó. O mejor dicho, peor. Naná termina en la ruina absoluta, económica, afectiva, moral, porque su ADN (la metáfora genética es a los fines enfáticos) social así lo marcaba. Estamos frente a una mirada pesimista, determinista y opuesta a una mirada radicalmente marxista del asunto. Naná, ni Juliana, pueden sublevarse contra las fuerzas sociales que las pusieron allí para siempre, fatal, trágicamente. Hace un par de años hubo en Argentina una suerte de reedición de esta mirada en el cine con el llamado “nuevo cine” de los 90’ , 2000. Pienso, sobre todo, en una película llamada “El cielito” en el que el protagonista se pasa la película huyendo de una realidad de desamparo social pero se embarra progresivamente hasta terminar muriendo víctima de su necesidad de salir, es decir, del robo. Una sutileza: el personaje muere, nuevamente, cae, en medio de la huida.
El deseo trágico
Si volvemos a Yupanqui, podemos afinar el análisis. Tanto “Viene clareando”, como “La añera” o la precitada “Piedra y camino”, nos enfrentan a un sujeto con una exagerada y dolorosa vocación: el camino. Necesitaremos darle una limpieza etimológica a la palabra “vocación” para darle realce a su sentido más fuerte. Viene de vocare, del latín, llamar. Es decir que la vocación no es una decisión, sino la respuesta a un llamado. Por supuesto que cabe la pregunta de quién llama. Y, desde una postura religiosa, diríamos Dios, o la interioridad (que también en este caso es Dios). Pero desde una postura, por ejemplo, más psicoanalítica, diríamos que esa voz más que llamado es una orden, un mandato. Y no viene de adentro, o sí, pero porque antes vino de afuera. Pero estas son divagaciones en las que no entraremos. Yupanqui cuando dice “malaya mi suerte tanto quererte, vidita/ y tenerte que perder” o “de un sueño lejano y bello, viday/ soy peregrino”, y más claro aún: “cuando se abandona el pago/ y se empieza a repechar/ tira el caballo adelante/ y el alma tira pa’ atrás” lo que dice es parafraseable como “soy objeto inerme de un llamado al que no puedo desatender”. Claro que uno puede tener la inclinación a la trivialización. Pero si no caemos en ella, en beneficio de la riqueza del texto, leeremos esos versos como la verbalización de una condena (feliz puesto que bella), de una fatalidad, que parece menos divina que del orden del deseo (entendido como fuerza o impulso interior ajeno a la voluntad). La teatralización del caballo y el alma para representar estas fuerzas opuestas que martirizan al sujeto es sorprendentemente poderosa. Hay un sueño al que se va inexcusablemente pero que duele, también inevitablemente. Prefiero la palabra “sino” a la de “destino” a menos que podamos abstraernos de (o suspender) las connotaciones religiosas del concepto. Hablamos entonces de sino trágico. Entiéndase la diferencia. Edipo es juguete de los hados infaustos, el sujeto yupanquiano, de un sueño, de un deseo, de un llamado, no por terreno menos despótico o poderoso. Uno responde (“alegremente sangrando”) a sus entrañas; el otro a un dios despiadado.
Lo trágico ontológico
Y para encarar la siguiente categoría nos valdremos de la oposición con lo anteriormente expuesto. El nudo de la diferencia es el pronombre posesivo de Yupanqui: “es mi destino...”. El posesivo marca la parcialidad del destino, su carácter exclusivo, individual. “Malaya mi suerte...”, sin ir por la de otros. Rubén Darío dice en “Lo fatal”: “dichoso el árbol que es apenas sensitivo...” que opone al “dolor de ser vivo”, a “la vida conciente”, etc. y pluraliza “conocemos, sospechamos, venimos, vamos”, todo lo cual nos hace pensar sin duda que el hombre atormentado no es un hombre, sino el hombre, en su sentido antropológico. Se trata de una concepción trágica de la existencia. Lo trágico es aquí lo triste, lo desgraciado, lo infeliz y, a jugar por el título, lo fatal. Es así y no puede ser de otra manera porque es un destino colectivo, tan colectivo que lo padecemos por el sólo hecho de ser humano. Es lo trágico-ontológico. Es decir que no está ligado a lo contingente, a las condiciones en las que se viva, al azar, etc., sino que es necesariamente así. Lo fatal no es haber nacido en la marginalidad social, ni poseer un sueño condenatorio, ni haber nacido para matar a tu padre y casarte con tu madre, sino solamente haber nacido, ser, existir, pertenecer a la triste raza humana. Una visión personal (tremendamente pesimista) de lo impersonal.
El amor trágico
Para algunas concepciones del amor, no sólo de la muerte no se vuelve. El múltiple Shakespeare dejó constancia de ello en la reedición teatral de un motivo tradicional que el dramaturgo universalizó. Romeo no elige enamorarse de Julieta, ni tarda más de un minuto. A Julieta le ocurre lo mismo. Y acá e verbo no es ocioso. Le ocurre. El amor ocurre, sucede, pasa, acontece. A partir de ahí, él manda. Pero son dos los puntos que se conjugan para dar el resultado trágico. Primero el carácter inobjetable del amor, su imperio absoluto, su flechazo justo (el amor, pensemos en Cupido, viene de afuera, no de adentro; y nace, no se hace). Esto bien podría dar como fruto un amor correspondido y feliz, pero eso que en el corazón goza, es ilícito en la sociedad. La fatalidad del impulso conjugado con la férrea prohibición da como resultado esperable la muerte. La disputa no es de los Montesco contra los Capuleto. La verdadera batalla se libra entre Romeo y Montesco, entre Julieta y Capuleto. Entre el nombre y el apellido, digamos. Entre lo individual y lo social. Un caso similar, entre tantos, se puede encontrar en Camila, de María Luisa Bemberg. Otro amor correspondido e ineludible y otra prohibición social. Aquí la moral y el deseo libran una primera batalla en la que Ladislao sigue torturándose hasta el final. Luego la sociedad castiga con la muerte lo que la conciencia había castigado con la culpa. “A tu lado Camila”, las últimas palabras del fusilado Ladislao López para la también fusilada Camila O’ Gorman, hermana esta ficción con la de Shakespeare y sugieren un “amor hasta la muerte” o, incluso un “amor después de la muerte”. Pero el inicio gozoso de estas historias, esto es, el placer concedido por la realidad, le fue negado al torturado Werter en Las desventuras del joven Werter, de Wolfgang Von Goethe. Me refiero a la correspondencia amorosa. Werther se enamora ni más ni menos que de una histérica y ya se sabe lo que resulta, fatalmente, de un romántico y una histérica. Werther se suicida y uno podría pensar que esto no es una fatalidad. Habría otras salidas. Pero, justamente, uno podría pensarlo, no él. Cada época, cada sitio, cada hombre, poseen su sensibilidad, sus inclinaciones, sus impulsos, etc. Y en la manera de vivir de la criatura de Goethe (romántico él), morir era el único camino. No había alternativa. La vida carece de sentido sin Charlotte, piensa el joven; no puedo arrastrar una vida que carezca de amor y de sentido. El suicidio es la salida obligada. No hay destino, ni situación, pero el amor ocurrió, irreparablemente, y el fracaso en su realización, su negación, es la antesala de la muerte. El amor trágico, es trágico porque es fatal, inapelable, fanático, irremediable, fruto de una caprichosa flecha al corazón.
La situación trágica
A comienzo de estas páginas esbozamos otra manera de lo trágico que llamamos situación trágica. Esta es la más extendida de sus formas. Muchos la toman, erróneamente, para definir a la tragedia. Y digo erróneamente porque un noventa por ciento de las tragedias carecen de dicha situación y el restante diez por ciento parece insuficiente para ser definitorio de un género. Pero no por ello carece de interés y belleza. Antígona de Sófocles, parece ser el caso más contundente. Ella debe elegir entre dos posibilidades, cualquiera de las cuales la conducirá a la ruina (en un caso, moral; en el otro, física). Sus dos hermanos Etéocles y Polinices se han enfrentado en una batalla y ambos han resultado muertos. El primero ha luchado por Tebas, el segundo en su contra. El tirano Creonte ha prohibido que se enterrase al traidor. La piadosa Antígona no puede dejar que el alma de su infortunado hermano (antes que un guerrero era su hermano) vague eternamente y sin descanso sin arribar al mundo de los muertos. Creonte ha prometido la muerte para quien entierre al ofensor. Antígona no lo duda. Entierra a su hermano y muere salvajemente. No lo duda pero toda la obra transcurre entre esos los dos momentos de la muerte y del entierro. Es decir que la obra es tensión pura, batalla verbal frente a Creonte, moral frente a su hermana, metafísica frente a los dioses. No hay “duda trágica” (en todo caso, la vacilación podría verse levemente en su hermana Ismena), hay una situación, una posición del sujeto, que fatalmente termina mal. Aquí, a diferencia de Edipo, sí hay margen para la decisión humana, aunque ésta sea indeseable. Esta situación está impecablemente trasladada al juego del ajedrez por Rodolfo Walsh en “Zugzwang”, nombre del cuento y de la jugada “trágica”, sin salida. Casi todos los personajes pasan por esta situación y dos de ellos (Laurenzi y Aguirre) lo hacen en los dos planos del juego y de la vida.
El azar trágico o la fatalidad
Gabriel García Márquez ideó un texto que tiene mucho de tragedia griega. Esto es, una ficción en la que ya lo sustancial es conocido de antemano y eso sustancial es, entre otras cosas, una muerte. Lo anunció provocadora, juguetonamente en el título: Crónica de una muerte anunciada. Hay algo menos de lo que preocuparse. En el título se nos anuncia una muerte y en el primer párrafo se nos revela la identidad del muerto. Pero al haber algo menos que atender, hay mucho más que atender: quién, por qué, cuándo, para qué. El blanco no se omite, se corre. Los griegos al asistir a una representación también sabían lo fundamental de la historia. El valor lo daba el artista en las lecturas que proponía de un material conocido por todos. Pero no es aquí donde quiero centrarme. Lo que me convoca a citar el texto es el modo en el que ocurren las cosas. Santiago Nasar es finalmente asesinado, pero el pueblo y, sobre todo, sus propios asesinos, hacen lo imposible porque ello no ocurra. Santiago más que dos matadores tiene un solo matador: el azar. Una cadena de casualidades sucede hasta el extremo mismo de la inverosimilitud (astutamente el narrador comenta que de no haber sido realidad hubiera sido increíble) para que por fin el designio de su muerte se cumpla. Y acá es donde leo yo lo trágico. Porque su muerte está casi fuera de cualquier voluntad. Increíblemente todos quieren que Santiago no muera (y más que nadie el lector, cuya esperanza late sin fundamento hasta el final) excepto el azar. Su muerte es trágica porque es ajena a toda voluntad. Su muerte es producto de un azar trágico. Diríamos, más prosaicamente, que Santiago es descuartizado bestialmente porque tuvo mala suerte. Ángela lo inculpó a ciegas, los hermanos se vieron familiarmente obligados a vengarla, sus amigos lo creían a salvo, su empleada no le leyó la advertencia que habían dejado bajo su puerta y hasta su propia madre le cerró la puerta para que se salvara sin saber que lo dejaba sin salida ante los desnudos cuchillos de los hermanos carniceros, a quienes no les quedó otra que matarlo. Las responsabilidades son tan parciales, tan blandas, tan diluidas, que casi no las hay. El hecho de que el lector lo sepa de antemano hace pensar (sin más motivos que los que nos da la pericia de la construcción formal de la obra) en un destino, una predestinación. Pero esto resiste, creo yo, cualquier lectura desapasionada de la novela. Claro que uno podría hacer una lectura más rebuscada y llevarla por el lado de la búsqueda inconciente de la muerte (como alguna psicoanalista lo quiso para el Mersault de El extranjero) pero esto correspondería a una lectura freudiana en la que no vamos a decaer.
El error trágico
Pero, para seguir con la novela de García Márquez, la desgracia no se explica del todo por la sucesión de casualidades. Cuando Santiago por fin está llegando a su salvación, a la puerta de su casa, su madre, Plácida Linero, que había confesado que Santiago “fue el hombre de mi vida”, por error, le cierra la puerta, en los dos sentidos, y Nazar queda a disposición de los cuchillos carniceros que ya no tuvieron más escapatoria que matarlo. Es el error, la acción mal hecha sin intención la que provoca la muerte. El error se vuelve más terrible cuanto más lejanas son sus consecuencias a las deseadas por el responsable involuntario (el homicida culposo) del crimen. El error trágico más célebre de la literatura occidental creció en sus orígenes. Teseo promete a su padre Egeo, rey de Atenas, cambiar las velas de luto por otras blancas si es que resulta vencedor del temible minotauro en Creta. El héroe se distrae, se olvida, el padre mira desde un acantilado, entiende (mal) que su hijo ha muerto en la misión y se arroja al mar que desde entonces toma su nombre.
El error trágico, como la fatalidad o azar trágico pone al hombre en un estado de desprotección, de precariedad, de indefensión ya no frente a potencias volitivas superiores sino frente a sus límites, a sus impotencias, a su pequeñez. Tanto Plácida Linero (que “mata” a un hijo) como Teseo (que “mata” a su padre) son protagonistas-testigos de la discapacidad, de la falla, de la tara (me hubiera soplado el gran Báñez) de todo hombre.
Conclusión
Sin lugar a dudas, lo trágico es, además de un tema aparentemente universal, un poderoso dispositivo de lectura, ya que atraviesa, de una u otra manera, gran parte de nuestra literatura. Quizá porque atraviesa gran parte de nuestra vida. Pero más quizá porque hay una tragedia fundamental. En el extraordinario relato breve “El gesto de la muerte”, recopilado por Borges, Ocampo y Bioy, el jardinero del rey va a pedirle desesperadamente a éste que le preste sus caballos porque ha visto a la muerte esa mañana, quien lo ha amenazado, y quiere huir lejos hasta Ispahan. El rey le presta los caballos y el jardinero huye. Esa tarde, el propio rey encuentra a la muerte y le pregunta por qué le había hecho un gesto de amenaza a su jardinero, a lo que la muerte le respondió que no había sido de amenaza sino de sorpresa puesto que no estaba en Ispahan, donde debía encontrarlo aquella noche para llevarlo.
La vida es trágica porque, como dijo alguien a quien llamaremos una vez más Borges, siempre termina mal porque termina en la muerte. Pero más trágica es, más patética, porque todos huimos denodada, candorosamente, todos los días de nuestras vidas, rumbo a Ispahan.