Hay dos metáforas que atienden a dos modos de concebir el hacer literario. Puente y túnel. Construcciones ambas de ingeniería humana destinadas a sortear un obstáculo y seguir. El puente por arriba. Por abajo el túnel.
Se me hace que, al menos como polaridades dentro de una praxis que se instalará sin duda en el territorio comprendido entre ambas, estas dos metáforas ayudan a entender dos móviles distintos, y a veces antagónicos, de la pulsión o la voluntad de la escritura.
Otro modo menos metafórico de llamar a estas fuerzas creadoras serían comunicación y trascendencia, respectivamente, puente y túnel. Claro que, como intenté moderar antes, la decisión de ubicar una escritura en uno u otro polo tendrá que ver más con una prioridad que con una exclusividad impensada e impensable. Quiero decir: escribir para la comunicación o para la trascendencia no son posicionamientos plenos sino tendencia, inclinación, direccionalidad, vocación.
Pero las metáforas no son meros ornatos de los conceptos. Pretenden decir más. El túnel sortea, pongamos por caso, un río, pero lo hace de manera invisible, soterrada, asocial. El puente cruza y mira, pasa y ve, ve y es visto, es un cruce que nunca se va, es esencialmente comunitario. El túnel desconoce el sitio de emergencia, de salida. El puente ve o sospecha un punto nítido de llegada. Ignora cómo y cuándo verá la luz nuevamente solar. El puente nunca la pierde de vista. Como se ve, ambos cruzan un río, pero la ceguera signa al paso subterráneo, la incerteza, la soledad, el apartamiento, el corrimiento de lo social, el exilio sin medida. Nada de eso si se cruza por arriba.
Hay, insisto, esquematizando, dos modos de escritura o dos tipos de escritores. Los que seleccionan un material y unas técnicas diseñadas para comunicar, para llegar sin trauma, para asociarse a un punto más o menos elegido de llegada, y los que a tientas seleccionan un material y unos modos cuyo fin primero no es la comunicación sino la expresión, más allá del destino. El primero escribe en presencia de un lector más o menos imaginario. El segundo se lee, en caso de poder, a sí mismo, y se abstiene de pensar en el futuro inmediato de su texto. La trascendencia puede ser de orden estético u ontológico. Se puede trascender un vacío, o unas formas que no convencen o no nos dicen.
El escritor subterráneo tendrá menos apuro por publicar o se resignará a una probable indiferencia u olvido. El escritor aéreo publicará para cumplir con la razón de ser de su texto: hacerse público.
Nada dice el anterior esquema de los resultados, en tanto calidad, porque nada podría decir. Ser más autistas o más exhibicionistas no nos hace de por sí buenos o malos escritores. Sí, claro, son otras las aspiraciones y los resultados, descriptiva y aproximativamente hablando, de uno u otro tipo de escritura. La claridad, por ejemplo, favorece el tránsito de una a otra subjetividad; la corrección política; la evitación de toda violencia ideológica, estética o lingüística será funcional al mismo fin. El escritor cuyo fin primero no es la comunicabilidad, el llegar del todo, podríamos decir, la comprensión nítida total, podrá entrar en ciertos lujos como el hermetismo, la herejía de cualquier orden, la marginalidad. Sospecho, además, que cada uno encontrará, ya en destino, distintos circuitos por donde transitar, o bibliotecas en donde descansar. Quiero decir, quizá del otro lado hayan, también, dos tipos básicos de lectores.
Los resultados de calidad, insisto, no son patrimonio exclusivo de uno u otro modo, de uno u otro móvil, de uno u otro deseo. Sólo tengo una sospecha. El río que se cruza por abajo no se cruza dos veces.