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miércoles, 24 de abril de 2013

La razón la tiene el poder


Una breve historia de la fotografía literaria en la argentina

Hay una foto del siglo XIX que un hombre imborrable sacó para siempre. La llamó Facundo. Civilización y barbarie. Uno de los retratos más hermosamente trazados de nuestra rara historia. No fue la única, claro. Otro memorable representante de la elaboración y posterior congelamiento de la imagen fue Esteban Echeverría, un fotógrafo impecable del asco y la pulcritud. Su más lograda efigie se titula El matadero y es cruel y es brillante.
     Ambas, por nombrar sólo dos, son fotografías cuya matriz organizativa quizá haya sido dada por el romanticismo y por la estrategia. Vayamos con la foto de Don Domingo. En ella aparecen dos bandos que, al menos cuando el dispositivo no se escapa del control, es decir, cuando la mira política no cede al entusiasmo o al fervor, lo que muestra es dos mundos enfrentados. El primero es de tintes oscuros y es encarnado por la Sombra terrible de un tal Facundo, o por la otra sombra, la camuflada, la que odia sin pasión, la de Don Juan Manuel de Rosas. El segundo de los mundos, claro y distinto, como el del filósofo francés, iluminado y promisorio, es encarnado, entre otros, por él, quiero decir, por quien arroja ese recuadro a la justa posteridad. De un lado la barbarie, india o criolla, del otro la civilización, argentina nueva o vieja europea. El futuro mundo, queda claro, deberá ser cimentado sobre las bases de un mundo cuyos ojos trasciendan, por donde se amanece, el Mar.
     Pero hubo otra foto. Y tan notable como poco notoria. Su título es entre castrense y turístico. Es Una excursión a los indios ranqueles, de un sobrino dilecto de Rosas llamado Lucio Victorio Mansilla. Acá lo que abundan, si de formas hablamos, son los claroscuros. Lo salvaje ya no aparece tan salvaje ni lo civilizado tan apetecible. Y decimos más: a veces los colores se convierten. Dormir sobre un alto cuero de oveja en la intemperie picadora de un montecito cordobés, pongamos por caso, puede resultar más halagadora que una noche desairada en un lujoso hotel del Rosario. Aquí el mundo por venir, en esta foto, digo, bien podría resultar de un entrevero trabajoso pero no inútil de criollos hijos del progreso e indios padres del sagrado regreso.
     Pero hubo un obstáculo para la realización histórica, para la visibilización rectora, de esta segunda y aparentemente razonable fotografía. Que quien mandaba, mientras Mansilla escribía, era Sarmiento.
     Años después el sueño de Sarmiento llevó otro título increíble, aunque no llevó su firma. Lo llamaron increíblemente La conquista del desierto.
    Cien años después, más o menos, un muchacho de bigotes indecisos escribió un himno. Lo tituló “Canción de Alicia en el país”. La foto era de perfil pero contundente. El trabalenguas trabalenguas, el asesino te asesina, y un río de cabezas aplastados por el mismo pie no daban demasiado lugar a la duda. Y hasta hubo un periodista que venía del sur que escribió, con un coraje atroz que lo llevó al muere, como a Quiroga, un hermoso texto, esta vez de frente y con la lente fría, cerca y exacta: fue su Carta Abierta a la Junta. Hablamos de Rodolfo Walsh.
     Una vez más las fotos fueron tomadas. Las representaciones fueron bellamente ejecutadas. Pero de nuevo hubo un problema: el poder lo tenía la Junta. Es decir el mismo pie.
    Se va viendo el pesimismo ascendente de estas líneas. El mismo pesimismo de aquella frase de Gambaro en otra hermosa representación pictórica de aquellos malos años llamada La Malasangre. Quién tiene entonces la razón, se preguntaba. Y yo no puedo más que unirme a su escepticismo después de revisar los intentos de contra-representación de Mansilla, de García, de Walsh… Puede que la posteridad sea de ellos. La razón, el presente, los muertos, los tiene el poder.
  

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