“Hay quienes gustan verdaderamente de la literatura”, decía,
aproximadamente, un hombre que ya estaba viejo y seguía ciego pero no perdía el
humor, “quienes no gustan de ella”, seguía, “se dedican a enseñarla”. Y no
decía nada demasiado lejano a una verdad.
Es que la
complejidad de la literatura no se lleva muy bien con los esquematismos de la
pedagogía. Los alumnos, pienso en los alumnos adolescentes, sobre todo, fueron
entrenados en el hábito de la respuesta, más que en el de la interrogación; más
en el de la certeza que en el de la incertidumbre. Y la literatura lo es, casi
toda ella, incerteza e indeterminación.
Cómo situarse, un
docente, frente a un texto de ficción que más azora que define, ante el reclamo
voraz de “explicación” de los oyentes. Cómo pararse en el medio, entre el texto
y los alumnos, sin dejar de ser docente y sin dejar al texto sin literatura.
Quizá una respuesta posible sea pensar el verbo en una primera acepción:
enseñar es mostrar. Entonces la función del docente se reduciría casi a la de
un buen amigo que presta o recomienda una lectura sin intervenir en los
significados posibles. Esa parada deja al texto ser texto, pero al docente lo
deja como extraviado, incompetente, ajeno.
Cómo se planta un
docente, que quiere hablar de un texto sin desnaturalizarlo, ante un auditorio
que sólo concibe la pregunta como la primera parte de un intercambio cuyo único complemento posible es, obligatoriamente, la terminante respuesta, una suerte de cierre, de clausura, de definición. Otra
opción, claro, es la sinceridad. Todo lo que de satisfactorio haya en mis
enunciados es falso, diría el docente, o podría serlo, o parcialmente, lo cual
no mejora mucho las cosas.
“Hablar de
literatura obligatoria”, decía también aproximadamente el viejito del digno
bastón, “es absurdo. Es como hablar de felicidad obligatoria”. Claro que esta
es una mirada radicalmente hedonista de alguien nacido y criado entre libros.
Los alumnos, por lo general, no comparten su biografía. Entonces, se le ocurre
a este enseñante, quizá la misión del docente sea la de mostrarle esa
“felicidad”. De encarnarla. Transmitirle, quién sabe de qué manera, la propia
felicidad, si es que se la siente, al transitar los sinuosos caminos de la
literatura.
Pero la verdad es
que Literatura, en las escuelas, es menos un conjunto de textos de ficción que
una matera curricular. Que precede a Historia, pongamos por caso, y sucede a
Biología.
Entonces, si de un
lado está la literatura, con toda su irresolución, toda su apertura, y toda su marginalidad, del
otro está la didáctica y la institución escolar, con sus edificios y sus
funcionarios. En el medio el docente deberá hacer lo imposible por echar luces
(que no luz) sobre ella, y a la vez aspirar a no neutralizarla. La literatura
es un borde, una orilla, un rincón y una grieta. La escuela, por lo general, propende a lo contrario. Quizá, bien pensada, la
ficción sea contracultural, contrahegemónica. Entonces la dejaremos aletear. Un
murciélago que se metió de noche, ilegal, en el Palacio de Justicia.
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