Lo fui todo.
Todo lo que el viento quiso que fuera lo fui.
Humo de brisas que un ángel insobornable desata.
Viento.
Mi única patria. El suelo que recorro. La madre que me habita. El cielo que descorro.
La locura y la cordura. La muerte y la eternidad. El polvo y
la codicia.
Viento.
Todo el resto es impostura. Laberintos señalados. Inauténticas imágenes de Dios.
Cierto es que no toleré la muerte. La muerte cotidiana. La serrana muerte. La muerte gentil.
Cierto es, más cierto aún es que deliré una sucia sombra de
padre para redimir a los dioses bárbaros, y culpar a las lícitas serpientes, y aspirar a una rara eternidad.
Y todo es parte de una sinfónica argucia. Que descree del ángel. Que prefiere ser nada a ser todo y al terror.
Porque el ángel también es, olvidaba decirlo, una insólita fiebre y un encuentro a solas con la monstruosa sombra que sos.
El amor. Sí. El amor ha descreído del agua. Del moho verde del agua. El amor ha descreído del tiempo. Ha descreído del credo de una insulsa eternidad.
Yo, Hamlet, el viento. Yo, Hamlet, las llamas. Yo, Hamlet, el fuego alto y las letras clavadas sin premio en la conciencia irreversible de una increíble humanidad.
He dicho, lo recuerdo ahora, que la cosa estaba entre dos cosas. Pero la cosa es una y está olvidada.
Viento.
Mi padre ha fallecido de justicia. Viento. Mi madre y mi amada también lo están o lo estarán.
Guardo fidelidad a la impericia. De ser llevado a rastras por la tierra. De acabar un día cualquiera siendo de aire, siendo de alga, de sombra, siendo de otro, despeinado, sucio, en la cornisa impía de una cima de pájaros, de nubes, alas, y de fragilidad.
Guardo.
Eso sí. Guardo.
Guardo para mí los goces de la más sensata de las locuras. Guardo para mí una
tumba al aire libre que me guarde. Guardo para mí una calle polvorienta, el beso ensalivado
de una hembra, una espada sin vaina, cenizas, rubor, y un sabor insensato de pasante o pasada eternidad.
Vamos.
Vamos fuera de este infierno de saber.
Arruinemos las delicias de creer si quién soy yo, si quién
sos vos, si él es él.
Viento.
Viento.
Una sola comadreja intempestiva puede salvar esta inocencia de querer matar al viento con un rancho de paja, una reja de ladrillos, un palacio inmóvil de barro o de piedras de cristal.
Viento.
Los gusanos se aprovechan, es verdad, del ángel delincuente, pero ellos saben que nada es de él. Ni siquiera él mismo es de él.
Viento.
Pero soy príncipe.
Es una pena que no llegue el olvido y sea tigre en la
sabana, Jesús en el desierto, Jehová en la zarza ardiendo, un gato triste a la mañana o la mano en vano que lo busca lenta para acariciar.
Es una pena no dejar de saber nunca que un hombre ya hace mucho me ha clavado con un nombre y una historia en una farsa de verdad.
Oh amo! Oh magnífico amo que me has hecho decir todo lo que yo jamás hubiera podido ni siquiera sospechar. Oh miserable amo! que has precisado mi boca para hablar de gusanos, de una tumba en plena tierra, de una lucha absurda de puñales, de títeres de carne, de ridículas voluntades, de mil espadas prostitutas, de caranchos entintados, y una hermosa muchachita que se ha muerto en soledad.
Porque alguien debía entender. ¿No?
Y el que entiende vive o muere de verdad.
Viento.
Yo no sé si es suficiente la ternura.
Viento.
El amor no sé.
Abramos los cuatro rumbos cardinales que nos vidrian. Despejemos la esperanza de saber qué día es hoy.
Total...
Total mañana será otra muerte.
Total mañana será otra vida.
Total mañana será otra vida.
Total mañana quizá yo vuelva a despertar.
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