Una idea, lo sabemos, es una
emergencia. Una rara emergencia. Y digo emergencia en el sentido de la asunción
pero también en el de urgencia o, mejor, en el de la súbita aparición. Y digo
rara en el sentido de lo escaso y de lo extraño.
La idea a la que quiero atender
es mínima. Es mínima y es consabida, también. Me interesa entonces contar una
historia. La historia de la asunción. Y no es vocación narrativa lo que me
mueve, más bien deseo enfático de confirmación, de refuerzo de una vieja y
ajena argumentación.
La historia es la de las ideas
previas que convergieron en esta idea mínima a la que vienen presuntamente a
confirmar.
La primera es una anécdota
personal. Es un texto en soporte de celular. Un amigo, de una lucidez a veces
extrema (y me importa este tema de la lucidez) me escribe lo siguiente. Me dice
que sus pensamientos conyugales oscilan entre dos posibilidades de explicación
de un presunto fracaso. Una, su “síndrome de alpinista” (refiriéndose a su
obstinación en remontar lo imposible); otra, su “equivocación de cama”. Es
decir, su padecimiento de “30 años” acusa, o bien una tendencia propia de
esfuerzo sisífico por encumbrar una piedra imposible, o bien un error en la
elección de mujer, digamos.
La disyunción desde un principio
produjo ruido, pero tardé en comprender lo que luego me pareció en un nivel más
profundo, sólo (o nada más y nada menos que) una falacia, una seudodisyuntiva.
Interrogué: ¿la cosa no se resuelve si suponemos, ya que el modo de pensar
psicoanalítico ya nos ha ganado del todo, que la elección de mujer imposible de
remontar responde a su síndrome de alpinista? ¿No es que es Sísifo quien elige
fatalmente la imposibilidad de la piedra?
Y bien, ya que el psicoanálisis
entró en nuestras lógicas, ¿qué hace que un hombre extremadamente lúcido, no
detecta la falsedad de la alternativa? Y una respuesta argentina, digamos, si
no occidental, sería lo que Freud, y luego sus discípulos, incluido el que
volvió a sus textos para fundarse, llamaron “resistencia”. Mecanismo
inconsciente por el cual se niega lo que se sabe, digamos, un modo de
ocultamiento o negación, para decirlo fácil, una estructura profunda e
históricamente sólida evitante de emergencias de verdades posiblemente
turbadoras a la superficie. Entonces, un pensamiento, un razonamiento, una
lucidez, un intento de acceso a la verdad que encuentra su límite inexpugnable en el inconsciente,
o, más precisamente, en su “resistencia”.
Por otro lado, y volviendo a quien
volvió magníficamente a Freud, Jacques Lacan, leo en un texto suyo algo que
dice como a la pasada (las genialidades parecen tener a veces ese destino rinconero, marginal), porque está tratando otras cuestiones, a saber, que Freud era un
ejemplo evidente de cómo quien está meramente en busca de la verdad puede tener
un mayor acceso a ella que el especialista. Y alude luego a esa verdad que no
viene al caso referir acá.
A quien esto escribe, leyendo esa
genialidad del francés, se le vino como por encanto una fijación, a saber, la
poesía. La poesía como un discurso que busca “meramente la verdad”, sin ser
especialista. Es decir, la poesía –o lo que voy a llamar ahora un poco
arbitraria y tautológicamente poesía-
como un discurso despojado de saberes institucionalizados, de marcos
regulatorios, de legislaciones mentales, de correcciones políticas, de mandatos
culturales, de exigencias ordinales, de requisitos de coherencia o legibilidad.
En síntesis, la poesía como una textualidad parcialmente despojada de internas
y externas “resistencias”.
Y es ahí donde asomó lo que llamo
la idea mínima y repetida. Como un breve tallo de dos árboles nacido. La idea
fue la mera adición de un nexo causal entre ambas ideas ajenas. Un porque que
vino a confirmar algo que no dejará nunca de ser intuitivo.
La poesía es, por todo lo
anteriormente decidido, lucidez menos resistencia.
La poesía puede (acceder a la
verdad) porque es lúcida y abjura de resistencias.
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