No sé muy bien
quién de los dos se fue,
casi nunca se sabe
eso,
¿verdad, María?...
lo cierto es que un
día nos quedamos solos,
vos y yo,
y cada uno,
y yo con el tiempo,
con el largo tiempo
creí comprender
que la soledad
no es nada que se
parezca
a lo extraordinario,
a lo insólito, a lo
inédito,
a lo inhabitual,
que la soledad, al
otro lado de eso,
es un vínculo a
solas con lo cotidiano,
una imposibilidad
secreta,
silenciosa,
de hablarnos de lo
nimio,
de lo innecesario,
de nombrar para otro
lo insignificante,
cuando el día está
por terminar...
que el radiador ha
vuelto finalmente a funcionar,
tan tarde que parece
otro,
que Eva, casi una
víctima de su especie,
está de nuevo por
ingresar
al período
prehistórico del celo,
porque ya se
adivina,
por el maullido,
por la búsqueda
indiferente de la proximidad,
por la forma
despareja o ritual
de andar los bordes
de la casa...
que estoy
aprendiendo en la guitarra,
poco a poco,
nuevos estudios del
maestro Sagreras,
que con pocas notas
produce milagros,
como si hubiera
recibido el don
de combinar
de manera perfecta
lo mínimo en el
justo lugar,
que experimento día
a día,
en el estudio de la
guitarra, también,
la magia lenta de la
repetición,
la modificación
exigua,
imperceptible,
y grandiosa a la
vez,
cuando pasa el
tiempo
(como para el mundo
quiso Darwin),
esa suerte de
paradoja de avanzar
por volver siempre
al mismo lugar,
para comprender al
final,
si miráramos como
Dios
(como quiso Borges
que mirara Dios),
que nunca nada fue
realmente una repetición...
y es que esas cosas,
creo ahora,
son la soledad...
porque no quiero
contarte lo excepcional,
María,
lo que pasa una vez
y para siempre casi
ya deja de pasar,
no,
quiero contarte las
horas de la luz
que se acortan y se
enfrían
en las ramas oscuras
del otoño,
en los techos
grises,
en las palomas,
en las calles
desprolijas del otoño,
que una y otra vez
me encuentro
cantando una canción
que le pone palabras
esenciales a la vida
que vivo,
mientras pasa,
como si una parte de
mí supiera de ella
cosas que aún no sé
yo...
o contarte que he
descubierto
(nunca me importó,
vos lo sabés,
si antes lo han
sabido otros)
que la música
nuestra
tiene su propia y
dignísima égloga,
(y sabés cómo me
alegran
esos ínfimos
tesoros silenciosos),
como la tuvieron los
griegos,
los romanos,
los españoles de
los siglos de oro,
y ahora la encuentro
en nuestro querido
Manuel Castilla...
esas pequeñeces
quiero contarte,
y no puedo, claro,
y es el recuerdo
constante,
inapelable y brutal,
María,
de que no estás...
esa es la verdadera
soledad,
creo entender,
las ganas de poner
en palabras
los detalles
intrascendentes de lo real...
Nicolás que
distraído
y a su pesar
me hace reír en el
centro solitario,
absurdo del aula,
Morena que me
enternece
desde sus ojos
lejanos
y ejerce
voluntariamente, creo ver,
el candor y la
ternura,
como un arte que
secretamente
sabe que posee,
y Sara, que no sabe
si quererme
como se quiere a un
padre,
a un hermano mayor
o al aura imaginaria
de un educador,
y León, que no
tiene dudas de que somos amigos...
eso, sólo eso,
María,
lo que de algún
modo y mil veces
ya te conté,
lo que quizás no
importa,
o lo único que
importa, en verdad,
lo pueril,
lo repetido,
porque la realidad
se repite
con pequeñísimas
variaciones,
como sin esfuerzo,
como si no quisiera
derrochar
(como para el mundo
desmintió Schopenhauer),
y sin embargo nos
vuelve a conmover...
como afinar con
precisión,
en la voz,
las curvas frágiles
de una melodía,
como lograr un
sonido pianísimo
en los lindes de una
canción,
como despertarse a
la mañana y notar
que la noche
ha estado
destemplando las guitarras,
en esta ciudad que
compartimos,
María,
quisiera decírtelo
en el momento,
y después,
y ahora,
y es ahí cuando
descubro de nuevo
que la soledad
es ese desamparo en
lo habitual,
en lo próximo,
en lo irrelevante,
un desierto
chiquito,
porque es eso
pequeño
lo que se queda
callado y muere
para siempre,
porque vos no estás
para escucharlo,
María,
porque hemos
decidido, quién sabe quién,
¿y qué importa,
no?,
que nos dejemos en
soledad,
con estas palabras
en la mente,
(si te pasa a vos me
pregunto,
y sé que sí),
con estas imágenes
sin camino a nadie más...
hablarte de la
astucia del deseo,
que vuelvo a
constatar,
si llego a un libro
que sin saber buscaba,
o si miro fijamente
por encima de la cocina
y me quedo
observando
las olas sueltas del
vapor,
que ablanda la
realidad,
los árboles, los
autos,
el cielo,
las casas,
o estos acordes
nuevos,
estos arpegios que
te quisiera mostrar...
porque es esa la
soledad, creo,
lo irrelevante que
se nos queda,
lo íntimo que no
tiene para vivir, María,
a nadie, nadie más…
(te doy una imagen)
en la habitación
vacía y oscura,
la música secreta e
involuntaria de una cajita musical.