a Miguel Dalmaroni
Todo gran texto aspira a la blancura. No puede ser, nunca podría ser, un resultado, sí una histórica vocación. Cuando Catulo dijo, hace casi dos mil doscientos años, odi et amo, odio y amo, necesitó continuar con una pregunta que le arrancó a la ideología: quod id faciam fortasse requiris ¿cómo puede ser esto? te preguntarás, y se respondió secamente: nescio, no sé, sed fieri sentio et excrucior, sin embargo es lo que siento y por eso muero. Catulo se desbordó, se corrió de la configuración ideológica presente, se des-ubicó. Por eso necesitó primero, cándidamente, disculparse por la ex-centricidad y, a continuación, confesar su propio desconcierto, su no saber de la lógica que pueda explicarlo, y a su vez su confirmación de un sentir, y de un decir del sentir des-quiciado, loco. El papel de fondo, las frases que narraban el mundo, no absorbían un nuevo color que parecía no ser de este mundo. Un odi et amo a la vez, en simultáneo. Y una franqueza de niño al decir nescio, qué se yo, pero soy poeta, podría haber dicho, y digo, incluso o sobre todo digo, para no ser bebido, chupado por el papel.
Todo gran texto procura salirse del negro, de la absorción total de un mundo ya configurado, ya dicho. No puede ser, nunca podría ser, un resultado, pero sí una loable vocación. El día en que Charles Dickens nombró a la multitudinaria y flamante metrópolis de Londres “el desierto de Londres”, otras puertas desde donde ver el mundo se abrieron. Vio un desierto (necesitó la metáfora) donde todos veían multitud. Esa frase tardaría mucho tiempo en ser bienvenida por las frases que diseñan el mundo. Esa pequeño rincón del texto de Dickens sumó a la belleza, a la inteligencia, a la denuncia o a la comprensión, esa frase, digo, sumó un color. Y un color es la porción de texto que se resiste a ser bebida por los viejos textos, es decir, por las viejas creaciones de mundo.
La escritora alemana-holandesa Ana Frank fue tan lúcida que comprendió que debía explicar que lo que decía no era lo que se decía o lo que debía decirse, pero lo dijo. Dijo que se sentía sola en el mundo. Una nena con padre, madre y hermana; una nena con compañeros de escuela y hasta pretendientes, una nena, sobre todo, una nena de 13 años. Una nena así no podía sentirse sola, pero ella, como Catulo, así lo sentía. Y lo dejó dicho para siempre. Lo dijo en un Diario con vocación de literatura. Dejó tinta en el papel, no se dejó engullir por las fauces dulcemente feroces de los sentidos que moldean el mundo. Fue flamante en esa frase. Aunque le doliera y aunque no fuera ajena a la culpa, como el personaje de Jane Austen, que siente culpa por no sentir culpa. Ella también fue víctima y victimaria de la presión de los sentidos que nos trascienden y agobian. Sintieron, ambas, por fuera del deber sentir, pensaron y dijeron por fuera del deber pensar y decir. Por eso dejaron iluminado un terrón del mundo. Fueron nuevas. Sus textos tendieron al blanco, al color intragable, inabsorbible, insordinable, el todo color, el imposible blanco.
Foucault lo dijo de Borges. Borges, al menos una vez, es impensable. Demasiado desasido del fondo. Demasiado resbaladizo, imposible. Lo dijo en el prefacio a Las palabras y las cosas, cuando citó aquella disparatada clasificación del perro que acaba de tirar el jarrón, o del animal visto de lejos. Esto va demasiado lejos, dijo el francés, esto va más lejos incluso que la monstruosa imagen surrealista del paraguas arriba de una mesa de disección. Esto, Borges, es impensable, acá no hay mesa en donde poner los paraguas. Pero Borges tuvo siempre vocación de blancura. Pensó lugares imposibles para observar el Universo, imposibles laberintos de arena. Son territorios que ejercen una violencia sobre viejos territorios. Son una violencia incluso o sobre todo para el lector, que manejaba cómodo por la ruta allanada por el asfalto. Sí, Borges quizá sea el escritor cuyos textos se asemejen más a la resistencia del blanco. El que menos se ha contentado con los menos inhumanos cromatismos.
El gran Gabriel Báñez dijo, inolvidablemente, que los boxeadores entraban al ring side para no ser golpeados. Un escritor de la inversión. Eso ya se ha dicho. Cuando el mudo de Rolando recuperó el habla, él lo dijo de otra manera: cuando el habla me recuperó, dijo. No es inversión de la superficie de la frase, es inversión del pensamiento, de la configuración actual de la ideología, del estado de cosas presente del sentido. Es un contraste con lo tácito, con lo que podría no decirse puesto que ya ha sido dicho. Un gran texto es necesario, no se puede prescindir de él, pues hay algo en él que cambiará el mundo. Todo el resto es obviable. El 99% de los textos producidos quizá sean prescindibles desde el punto de vista de la transformación profunda del pensar y del sentir, pero en ese 1% restante está lo que bien podríamos llamar literatura. Una desfiguración de la cara lisa del mundo, un crol a la mandíbula, para repetir a un imprescindible, una manzana peligrosamente mordida.
Sarmiento dijo que el tigre que perseguía a Quiroga producía en él una fascinación aterrante. La misma, seguramente, que producía en el joven Domingo el caudillo riojano. Una fascinación aterrante. Una contradicción, digamos. Pero no. Mejor, un sentir contradictorio no consigo mismo sino con la configuración verbal de los sentires anteriores a su fascinación aterrante. Porque cuando uno viene al mundo, el mundo ya tiene una manera de ser, de sentir, de pensar y de decir. La mayoría de las palabras encajan, mal o bien, más o menos mansamente, en dicho mundo. Pero hay palabras, hay frases, díscolas, subversivas, peleadoras, que se debaten con él. Son sin duda palabras angustiadas, como las de Ana, como las de Jane, puesto que traidoras. Pero son también un aire, una puerta nueva para un viento nuevo. Una pincelada que nos desdibuja el cuadriculado, que nos desmiente, que nos sacude y perturba. Que nos mueve. Quizá queden flotando un tiempo, a falta de mesa en donde apoyarse, siguiendo la imagen que sigue Foucault, pero luego serán la manera de apoyar un sentir que quedaba des-colocado, desierto y quizá también por eso, imperceptible, impensable o insentible.
La literatura no lo puede ser todo, pero tiene esa vocación. Toda buena literatura es utópica. Va en pos de un no lugar, de un vacío que habitar. Busca la incomodidad para sentirse cómoda, para hacer de sí. Los grandes textos rehuyen el negro. El negro es el verdadero no-color. El negro es una ausencia, una repetición, un vacío, una facilidad quizá benéfica pero nunca imprescindible. Porque cuando faltan no falta nada. La gran literatura tiene en sus bordes espacios en blanco de papel. Rincones que no pueden ser bebidos, márgenes para la refracción. Cada gran escritor ha dejado en blanco sus márgenes. Esa blancura marginal y necesaria es la literatura. Lo demás es mero lenguaje.
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