La literatura es, también, una poderosa máquina de crear sus propios símbolos. Quiero decir, un artefacto que, además de espejar se espeja. Dicho de otro modo, un tejido en donde también, de manera más o menos voluntaria, quedan bordados sus mecanismos, sus vicios, sus afanes, sus potencias, sus hilos.
Ilustro: Edgar Allan Poe urdió, quizá sin saberlo, una hermosa metáfora de la creación estética o, mejor, de la representación en el arte. Lo hizo en un relato titulado “El retrato oval”. Un pintor obsesivo, día tras día, noche tras noche, deshace los hilos de su pincel en la denodada tarea, enferma, de dejar plasmada a la mujer que ama en una tela. Ella, pasiva, (una mujer Poe), posa para su célebre marido. Crecientemente enferma ella por su estatismo, por su anemia, por su inanición; crecientemente enfermo él por su manía, por su pasión desenfadada, el final no podía dejar de ser trágico (un final Poe). Ella muerta. Hasta ahí no hay sorpresa. Su retrato, misteriosa, inquietantemente vivo.
Magnífico símbolo, el que se deja leer en este relato, de la representación. Quizá sea una experiencia más de escritores que de lectores, pero no exclusiva. El objeto figurado, una vez figurado, se desvanece, muere. La figuración, después de la figuración, nace. No pueden convivir. Como una luz repartida sucesivamente en dos lámparas. La consecuencia de la luz de una es la oscuridad de la otra. No conozco las causas. Sé de cerca los efectos.
Ernesto Sábato, entre tantos defectos estético-morales que se le achacan tuvo una gran virtud. Fue esa pequeña ventanita que hizo pintar y exponer a Juan Pablo Castel en su conmovida e insistente novela El túnel. María Iribarne, la mujer protagónica, se detiene en lo que nadie hasta ese momento se había detenido. Le da significancia a la insignificancia de la pequeña ventanita en un ángulo secundario del cuadro. Castel se enamora sin demoras. Ella ha visto lo que nadie ha visto. Lo conoce minuciosamente. Se ha fijado en esa entraña que el pintor había minimizado en la pintura pero que suponía una comunidad, un encuentro entre observador y artista.
No sé hasta qué punto es frecuente esta experiencia, pero en la medida en que ocurre, sucede, la escena de Sábato se constituye en una hermosa y precisa manera de figurar ese encuentro. Son de alguna manera piedras que el artista siembra como al descuido (o meramente al descuido) en la obra y a cuyo lado todos pasan sin detenerse hasta que alguien las recoge para producirse un modesto milagro. La comunicación. Muchos artistas han muerto, supongo, (pienso en Van Gogh) sin haber saboreado ese milagro.
En fin. Dos escenas de la literatura que piensan o dejan pensar la literatura. En un caso, la representación; el encuentro entre obra y lector, en el otro.
Borges decía que las buenas metáforas, las imperecederas, que había dejado la literatura (el hombre invisible, Edipo, Jekill y Hyde, pongamos por caso) habían sido involuntarias. Es posible. Pero interesa aquí menos la intencionalidad que las posibilidades que nos da una obra de pensar sus modos. Se vuelven categorías de pensamiento. Se constituyen en formas mentales para pensar y, quién sabe si no también, para sentir la literatura.
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