y se encendieron los grillos”
(Federico García Lorca)
“...huye del mundanal ruido
y sigue la escondida
senda por donde han ido
los pocos sabios que en el mundo han sido”
(Fray Luis de León)
Sólo, inhóspito, flamante, descarnado, nuevo. El escritor se junta barro en el destierro.
Lugares bien comunes como el escritor y la noche, el escritor y la soledad, el escritor y el silencio, llevan su margen de verdad. A saber: el escritor y el exilio.
La literatura es un país de refugiados. Uno anda solo en la literatura. Y lejos, en lo posible. La literatura es un territorio foráneo, ido, o al menos debería serlo. Por qué.
Quienes no vamos a la literatura como quien va a la calesita, quienes no buscamos en ella el quizá noble ejercicio de la diversión o el pasatiempo, queremos o exigimos que la literatura no nos hamaque en vano. Queremos que la palabra nos hable desde otra parte. Le pedimos que nos llame del exilio. Porque el más acá ya fue saturado por la cultura de masas, las insistentes revistas, por la gritona televisión, la facilidad de internet, por las letras pop. Y quizá eso no haya estado mal y ni siquiera reneguemos de ello. Pero al entrar en la literatura la exigencia es de un cielo más allá. Queremos ser nombrados por otras palabras, leídos por otros ojos, pensados desde otras ideas, tejidos en otras tramas.
El escritor debe escribir de noche, solo, en silencio. En esa vieja metáfora debe escribir el escritor. Porque todas son metáforas del exilio. Incluso de sí mismo. Él, que ha andado las mismas calles urgentes y ha oído las mismas palabras ansiosas que yo. Ahora quiero que se deshaga hasta de su pasado más inmediato para no volver a llamarme por mi nombre, para no volver a decirle mundo al mundo, nido al nido, cielo al cielo.
El escritor debe desandar de noche lo que ha caminado de día. Debe ser amnésico cuando escribe. Debe escribir desde la incomodidad de la utopía, es decir, desde el no lugar. Porque todo lugar es común. Todo camino es trillado. Debe silenciar las palabras diurnas, los ecos, los ruidos. Debe irse del mundo para escribir.
No está mal, repito, que pensemos que todo escritor escribe de noche, en soledad y en silencio. Todos ellos son lugares perdidos. Para perderse, quiero decir. Son lugares para olvidar banderas y eslogans. Lugares para no ser por un rato tan fáciles ni previsibles como lo hemos sido esta mañana en la calle.
Pero la literatura, quizá por todo lo antedicho, sabe que esa puerta del exilio es imposible. Sabe que por más que se vaya más allá algo de sí se quedará más acá. Sabe que el silencio, la noche y la soledad son metáforas parciales. Sabe, en algún momento lo recuerda, que su nombre es ese que oyó en la calle esta mañana un instante antes de darse vuelta.
Pero volverá. Irá con Lorca cada noche adonde se apagan los faroles y se encienden los grillos. Con Fray Luis fuera del mundanal ruido. Allá, lejos, a ese territorio imposible pero cierto desde donde, no sin pena, se escribe la mejor literatura desde hace dos mil quinientos años.
Cristian, certero como siempre, describes el lugar del que se vuelve solo parcialmente escindido, el lugar imprescindible.
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