La prosa, hijo mío, es un cielo de ancianos. Un árbol para trepar los mancos. Una lágrima que llora para adentro, que viene de afuera. No te confundas. La prosa es un hacha de ciegos para entrar a la semilla. La prosa es un desmonte, un desierto, hijo, un desierto apenas disimulado por un bosque. Y crece mal. Crece como el llanto para adentro. Crece de honda, en pozo crece. No sabe, en verdad, hijo, no sabe. Se le nota la desnudez en el exceso de ropa. La caída se le nota en el paso desmedido. La prosa es un pasado infinito. Un presente eterno de vidas pasadas. Un vacío donde poner la lengua. Un instante donde saciar la urgencia. Un fuego sin melena es, un agua sin leones, una planta sin gorriones, un nido para pájaros sin salida, una puerta contra un muro, un ala sin raíces. Por eso duele tanto, hijo, por eso te quema en el cuello y te sana en los dedos. Es que la prosa no ha echado raíces. Si las crea se muere. Y no sabe. Qué es lo que no sabe tampoco lo sabe. Imposible escalar ese abismo sin sangre. Imposible. No te mires las rodillas, hijo. La prosa también es una lengua de perro que cura. Cura mal pero cura. Pero me has desvelado, hijo. Por qué. Qué es lo que querías saber. Nunca me lo quisiste decir. Dormí. Dormí, hijo, dormí. Mañana será otro día más.
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