Orfeo cantó
siempre. Eso nos cuenta el caudaloso follaje de las ficciones griegas. Orfeo
cantó siempre, eso sí, me pregunto qué. Me pregunto qué solamente porque sé, o
me imagino, de lo que cantó después. Porque, como para todos, para Orfeo
también hubo un después.
Orfeo cantó
siempre. No por nada fue hijo Apolo e hijo de Musa. Diríamos, pues, que no pudo
sino cantar. Es decir, nunca cayó en largas digresiones anodinas preguntando, preguntándose
por qué. Pero hubo un momento en el que su propio canto entendió, también, el para
qué. Y ahí me atrevo a sospechar el tono y los cantos, los gritos que cantó.
Porque Orfeo cantó
siempre. Pero hubo una misma tarde en la que ganó sus nupcias y perdió a su
amada. Eurídice, rápidamente hermosa, irresistiblemente joven, exhaló el alma
cuando a su cuerpo fugaz y hermoso entró el veneno artero de una sinuosa serpiente.
Ese fue el momento exacto en el que Orfeo supo no sólo la causa de su
prodigioso canto, sino su destino, su finalidad. Orfeo decidió, a sabiendas de
las bondades, de la magia incluso de su canto, ejercer más que de artista de
hombre para cantar nada menos que en la Patria única y miserable de los
muertos. Fue la pérdida, fue el intento del recupero, sobre todo o también, lo
que al consabido sonido de la voz de Orfeo se le agregó el sentido.
Porque Orfeo
cantó siempre. Pero aún en vistas del movimiento inusual de las piedras, ante
su canto, aún a sabiendas de la reverencia insólita de sauces, álamos y
olivares, frente a su lira, Orfeo veía la gracia pero no el sentido. Ese le
vino el día de su breve boda. El día en
que perdió a la que quizá siempre fue su futura esposa. Ese día desdeñó el
canto por el canto, la lira por la lira. Ese día bajó a los Infiernos, hondos,
inhumanos, incorpóreos, vagos, lira en mano, no a cantar, no a provocar la segura
dicha ajena y la dudosa gloria propia. Ese día fue a recuperar a la mujer que
lo había anonadado. Ese día fue a combatir su pena indudable, a devolverle a su
vida el sentido que un veneno le había robado.
Porque Orfeo cantó
siempre. Pero cantar como lo hizo aquella noche, frente al sombrío Hades y a la
estacionaria Perséfone, eso, tañer su cítara floral a la vera de un perro de
tres gargantas, con el hambre triplicada para guardar que no se vayan, eso, entonar
un canto frente a un río tenebroso, eso, cuentan o me imagino, eso nunca. Tañer,
digo, las nueve cuerdas de su lira en esa geografía infame porque había que
conmover a un rey intolerable, gestar los versos más hermosos de su vida para
traer de regreso al mundo de las flores a una mujer que fue su savia, eso,
cuentan o me imagino, eso nunca.
Porque Orfeo
cantó siempre. Pero un día se hizo no sólo signo sino además metáfora del
canto. Del canto que comienza cuando otra cosa termina. Del canto que viene de
la pena pero busca la dicha. Del canto cuya pobre gloria es la gloria de tener
sentido. Porque no alcanza con ser hijo de un dios perfecto y una madre
inspiradora o memoriosa. No basta el entendimiento de los muchos modos de la
música ni de los vericuetos del viento íntimo que sale airoso por la boca. Es
preciso caber, un poco al menos, en el sitio insoportable de la ausencia, del
dolor tan propio que es ajeno, es preciso, y precioso, un ardor que promueva el
recupero, es preciso que el canto deje la mueca para ganar la avaricia. La
avaricia humilde, la módica avaricia de darle un significado noble, sentido, a
la flaca mueca de cantar. Aunque al final no sirva para nada.
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