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domingo, 8 de junio de 2014

El canto del abuelo

¿Qué apuro le habrá agarrado al abuelo para morirse, aquel 19 de febrero de 1999, si hasta el médico le había permitido al menos dos años de vida más? Era bastante joven, ahora que lo pienso. Era medio artista. Quizá por eso también. La sorpresa es algo que siempre desveló a los artistas. Nadie se lo esperaba. Se lo encontró en su casa, al calor de la salamandra, con leña recién echada, apenas humeante, roja de caliente, estaba sentado o a medio sentar en una silla naranja de madera, de muy mal gusto, la guitarra en la mano, el pulgar derecho en la cuarta cuerda, la mano izquierda en un todavía apretado mi menor. Claro que el abuelo nada sabía de guitarras, ni de acordes, ni de música, ni de cuerdas. Si no, claro, yo no estaría dedicándole buena parte de mi vida a una muerte que, por indeseada no deja de ser natural. Mi desvelo fue siempre ese mensaje último. Ese mi menor. ¿Lo habría tocado antes? ¿Por qué el dedo en la cuarta y no en la sexta, por ejemplo? ¿Fue todo azaroso y mi desvelo es ocioso? ¿Me hablaba a mí? ¿Condescendió, en ese último gesto, a darle algún mínimo de sentido a mi vida? ¿Cómo podía saber que yo sería el primero en llegar y verlo? ¿Quiso realmente decirme algo? ¿Vio mi espanto y murió después? ¿Murió el abuelo? ¿Existió alguna vez?

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