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lunes, 5 de julio de 2021

El celo

  

Si Eva, un día, entra en celo,

si llega el celo, quiero decir,

como ahora,

por ejemplo, esta mañana,

entonces,

Eva dice la verdad,

su maullido, ese día,

como ahora,

fisiológicamente se hace hondo,

se ahueca y se rellena, retumba,

se completa,

eso es contradictorio, lo sé,

pero sólo en apariencia,

pues sucede,

se ahueca y se ahonda, se llena,

ya no sale lo que dice,

lo que quiere decir, digo, por la garganta,

lo que pide, lo que demanda,

lo que exige,

lo que sabe de algún modo

que le corresponde y no tiene,

lo que ni siquiera conoce,

porque es más grande que ella, eso,

y es anterior,

lo que enuncia,

no le sale por la garganta,

cuando Eva entra en celo, repito,

uno escucha,

uno sabe

que la que está hablando, ahora, ya es la especie,

Eva gana en fuerza, como individuo,

pero se desdibuja,

en el mismo momento,

se diluye en lo que la excede y la prolonga,

su especie,

se reintegra, mejor,

ya no es ella la expresada por el grito,

solamente,

son los cientos de miles de millones

de felinos que han maullado,

antes que ella,

y después,

es decir, alguna vez,

y es cada una,

también,

porque lo que dice no le viene ya de la garganta,

decía,

y es audible,

sólo hay que saber escuchar,

y es un grito, puede ser, lo consiento,

apenas tolerable, de tan cierto,

puede ser,

pues es grito solidario, aunque no quiera,

con todo lo demás,

y sin embargo, por supuesto,

es un grito solitario, también,

claro,

Eva está sola,

no creo que lo sepa, pero está sola,

se pasea por la casa,

en círculos involuntarios,

o en desorden,

se agiganta,

y yo, diminuto,

sólo puedo escuchar su maullido,

sentirme, mientras dura, parte de algo más antiguo,

más verdadero y más profundo,

más vasto en todo caso,

que ella y que yo,

y esperar que se le pase,

que cese,

que se calme,

que todo el peso de los siglos que la habitan

se vaya de su panza,

de su voz,

de sus entrañas,

para recuperar la serenidad de la casa,

otra vez,

que vuelva a mirar sin causa frente a la ventana,

silenciosamente,

a jugar con el ovillo de papel,

ingenua y astuta,

como siempre,

a pedir comida cada tanto,

arañando sin codicia la alacena,

a dejar que el sol le metalice lo blanco,

en este invierno,

le ilumine lo gris,

y le cierre los ojos,

de a poco,

por fin,

y que duerma.

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