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miércoles, 8 de septiembre de 2021

Elegía XII

 

Saber que podemos prescindir de todo,

o de casi todo,

esa conciencia,

nos otorga una serenidad,

una suerte de paz,

una quietud,

a la vez que un gran fondo inaudible, creo,

de tristeza,

de comprensión,

que ninguna otra cosa nos podría enseñar,

saber que el agua en la que nadamos,

ayer,

las piezas del ajedrez con las que jugamos,

el tablero,

los padres que tenemos,

los amigos que queremos,

la mujer con la que estamos,

podrían faltar,

alguna vez,

y todo seguiría,

y de algún modo nada faltaría,

quizás porque ya sentimos que nada del todo poseemos,

que nada realmente nos hace falta,

también,

nos entrega,

nos arroja a la vida con una crudeza,

con una desprotección,

con una desnudez

que nos vuelve inmunes, increíblemente,

a casi todo,

la mujer que nos dice que se va,

la hermosa gata blanca y gris que cruzó el tapial,

el amigo que viaja,

la cuerda rota de la guitarra,

la luz que se corta,

la lluvia que interrumpe,

la lesión que nos derrota,

todo eso que nos separa del encuentro,

ha ocurrido tantas veces ya,

hemos sobrevivido tantas veces,

que sabemos, creemos saber ya,

que todo es innecesario,

profunda y dolorosamente innecesario,

incluso lo más querido,

las piedras que tirábamos al cielo de chicos,

los libros que leímos,

el polvo de la mesa de luz que soplamos,

el cono de luz de la lámpara,

los pájaros que conocimos,

sabemos, digo, profundamente sabemos

que la vida no lo requiere del todo,

entonces algo se corta para siempre,

después,

después de ese sentimiento,

después de esa conciencia irreversible,

de esa revelación,

algo se corta para siempre,

no sabemos del todo si es sabiduría o incapacidad,

esa renuncia,

sabemos que es eso lo que ocurre piel adentro,

allá donde no ingresan las ideas,

las palabras,

los buenos pensamientos,

los consejos,

en ese fondo tan humano en donde estamos solos,

tan solos,

en donde todo lo necesitamos, tal vez,

y podemos prescindir también de casi todo.


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