a M.G.
Salimos de tu casa, recuerdo, hacia uno de los caminos del bosque,
entiendo que por la calle ciento dieciséis,
adoquines y veredas rotas,
recuerdo haberte dicho que nunca había pasado por ahí,
y no mentía,
todo me resultaba más o menos nuevo,
recuerdo habernos detenido ante un inmenso jacarandá
que parecía desmentir la ternura o la suavidad del resto de
los jacarandá que conocíamos,
sobre todo los de la diagonal setenta y tres, dijimos,
y no mentíamos,
menos vistosos, más aceptables o amistosos,
recuerdo que seguimos por ese camino inclinado, curvo,
raro en esta ciudad de líneas rectas y precisas,
hacia lugares que yo conocía menos aún
(porque es posible conocer menos aún que lo que ya no se conoce,
dijimos)
y reparamos en el rumbo irreversible hacia el amarillo de
los fresnos,
que emigran decididamente ya del verde,
que son invisibles todo el año hasta que llega marzo
y que por un tiempo son hermosos y presentes,
con dedicación, con abundancia, obstinadamente,
reparamos también, claro,
en el olor a viruta sudada que venía de la facultad de
veterinaria, creímos,
en el olor a caballo que me sigue desde chico, dije,
en los colores azul y blanco de la bandera de Gimnasia,
pintados con fervor y disciplina en los cordones de las
calles,
en los postes de luz, en las paredes y en los árboles,
recuerdo las plazoletas triangulares, los juegos,
y el camino que recibía ahora francamente el viento abierto
al llegar a la avenida de circunvalación,
como si saliéramos de un mundo secreto para ser visibles,
públicos, de todos,
(sólo de nosotros estábamos escondidos),
recuerdo haber reparado en las acacias altas de la diagonal
setenta y tres
(agradezco tanto haber llegado un día a esta ciudad, de eso también hablamos),
en un ombú reciente que ya hinchaba sus raíces contra la tierra,
como en rebeldía, o en agradecimiento,
recuerdo las inscripciones rápidas en las paredes de las
casas,
amor, venganza, crueldad, admiración, amistad, cobardía,
(¿qué hay detrás de las palabras?)
y la charla que derivó hacia la estética, la literatura, la
ciencia, la filosofía,
en esta estación desnuda, dijimos,
recuerdo que cruzamos varias veces de veredas y de calles,
diagonales, paralelas, perpendiculares,
sólo sabíamos vagamente que regresábamos,
que pasamos por una escuela que los dos conocíamos,
y hablamos de eso,
de las historias que conocimos,
de la gracia de ser niños,
recuerdo ese camino de regreso, inhóspito, pausado, perfecto,
(sesenta y cinco, sesenta y cuatro, sesenta y tres)
baldosas, canteros, raíces, baldosas,
muchas hojas ya en el suelo de un color inmejorable,
el olor del otoño y la sombra justa, eran las tres de la
tarde, supusimos,
recuerdo un árbol cuyo nombre los dos desconocíamos,
solo, en una esquina,
pero del que admiramos la prolijidad, la discreción, la
claridad y el abandono,
también, por qué no,
y lo quisiéramos para un jardín, dijimos
(como si no pudiéramos disentir, ¿no es cierto?),
y no mentíamos,
recuerdo los enanos de jardín en una puerta casi secreta,
la ternura y el horror, todo ahí, en esa piedra,
y yo que recordé la casa de mis abuelos en mi pueblo y un
hermoso cedro casi azul
dominando la esquina,
que mi padre tuvo después que derribar,
o que solo se cayó, no recuerdo, o da igual,
ya llegábamos, ¿verdad?
recuerdo (no olvido) los pájaros indistintos que miramos,
los pájaros cotidianos que nombramos,
el gorrión, el hornero, la paloma, el zorzal,
los pájaros que miramos y que dejamos pasar, para qué
nombrarlo todo, ¿no es cierto?,
si ya estábamos de vuelta,
recuerdo (no olvido) sobre todo la templanza, la nobleza, la cortesía, la lealtad
(cómo olvidar), la lealtad,
el acuerdo silencioso,
eso no se me cae nunca del recuerdo,
recuerdo, sé que no te puedo nombrar, pero quiero que sepas
que no olvido,
recuerdo que los dos sabíamos muy bien aquello de lo que no
podíamos hablar,
conmueve, ¿no?,
y no lo hicimos.
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