Sólo alguien que, como yo, padece algún grado de mutismo, de imposibilidad de hablar, puede darle la dimensión profunda, el carácter estructurante a esa frase que Gabriel Báñez debió haber escrito en su primer libro (y de algún modo lo hizo, claro), y que, en cambio, dejó para el último. Escribo porque no puedo hablar. Esa es la frase que escribió al final, decía, pero que, como un suicidio, permite leer, a partir de esa manifestación última, esa emergencia, todas las veces en las que esa frase fue efectiva, real, pero tácita. Como un sujeto. No es que no está, nos dicen las maestras, está, pero no se escribe, el sujeto es tácito.
Sólo alguien, decía, que, como yo, padece parcialmente esa enfermedad de
la falta de habla, o mejor, de su imposibilidad, puede llegar a la conclusión
de que ha sido precisamente esa enfermedad la que ha producido esa obra, que ha
sido esa enfermedad la que en alguna medida la sostiene (porque la enfermedad
está en la ora, por supuesto), la que la informa; quizás también, en un sentido
último, la que la justifica. Pero entonces, dirá algún profesor universitario,
o, peor, algún profesor de escuela (y digo peor porque se lo dirán a chicos que
aún pueden preservarse de esa sofisticación académica, de esa irrealidad
teórica), usted está hablando del autor, y el autor no existe, el autor, dirán
los menos groseros, es sólo una creación de la obra. Yo preferiría, si se me
permite, dejar de conversar con esos fantasmas, con esas supersticiones
incomprensibles y fantásticas y seguir con lo mío. El autor existe y se llama
Gabriel Báñez. Es causa y efecto de su obra. Yo lo conocí.
Y claro que estoy hablando de un autor, de qué si no. Estoy hablando de
un modo de vivir que produce, de infinitos modos, una manera de escribir, una
manera de representar, una preferencia de temas, una sustancia emocional,
psicológica, estética, un tono. Un modo de vivir que produce, de forma
compleja, insisto, una manera de ser, de vivir del texto.
Uno recorre, incluso con la memoria, las novelas (sobre todo las novelas,
quizás lo más memorable y profundo), uno recorre las novelas de Gabriel, decía,
y lo que encuentra, bajo diferentes formas, es una Forma, digamos (permítaseme
la mayúscula que aquí es algo platónica), uno encuentra, decía, una Forma,
bastante sencilla, bastante rudimentaria, y por eso quizás tan humana, a saber,
la un mundo que nos salva de otro. Así de sencillo. Podemos recordar una
iglesia en el trajín de Ensenada de los años 30, un círculo mágico, demarcado,
prolijo, apenas verosímil, adentro de esa iglesia, dentro del cual se produce
el milagro, unos tarritos con agua, en las patas de una cama, para que la cama de
una mujer moribunda no alcance el suelo, y muera, una casilla de circo en el
medio de la desolación árida de La Pampa, una mujer embalsamada (estoy
recorriendo al azar, las escenas son casi infinitas) y eterna, un violín
sonando en la desolación de esos campos solitarios, una calle de nombre Nueva
York, en Berisso, sobre la cual queda suspendida la legislación efectiva del
mundo, un hombre lisiado sobre una rampa luchando amarga y felizmente contra la
fatalidad del tiempo, un puñado de cartas que un hombre escribe y que lo eximen,
lo liberan, de vivir lo que las cartas cuentan, y salvan, de algún modo, a la
mujer que las recibe y lee (y que las cree), unas cartas, digo, que en su
ficción relevan a quien las escribe y falsea, por fin, de la tarea casi
imposible de vivir. Porque, en realidad, la frase que Gabriel escribe en su
última novela es bastante limitada, casi pobre. Quiero decir, le adivinamos a
esa frase un alcance mucho mayor. Quizás esa frase sólo sea una manifestación modesta
más de otra forma anterior que podría rezar, tácitamente, como casi todo, escribo porque no puedo vivir. Esa frase
también está, evitando lo expreso, desde el comienzo al final de esa obra.
Escribo porque no puedo vivir. Por supuesto que escribir, también, puede ser
metáfora de otra cosa. Sigamos.
Escribo porque no puedo vivir, eso es desesperante y hermoso. Eso es
Báñez también. Desesperante y hermoso. Desgarrador y hermoso, paródico y
hermoso, desprolijo y hermoso, inverosímil, hábil, torpe y hermoso. Los
adjetivos podrían seguir, pero quiero detenerme en ese que los complementa o
redime a todos los demás. ¿Dónde está esa belleza que como una sustancia
sobrevuela o atraviesa lo deshilachado o lo gracioso de todo lo demás? Bueno,
podríamos citar escenas, claro, frases, imágenes, pero por supuesto no lo
haremos, porque a lo que me quiero acercar es a lo tácito, de nuevo, y esa
belleza está en cada línea de esa obra, o, mejor, detrás. Quiero acercarme entonces
a esa otra Forma, a ese otro fondo, que informa y unifica toda la obra de
Gabriel y que, para ser prácticos y honestos, también, podríamos llamar
Gabriel. No juego con las palabras. Eso lo hacía él y a veces fue genial, como
cuando hizo hablar a ese hermoso padre llamado José, que hablaba en hipérbaton
(otra manera de salir de la vida, claro, desordenar hasta el ridículo el
lenguaje), y a veces sólo fue superficial y cándido.
Decía que no me interesan ahora los juegos de palabras. Lo que digo es
que al leer esa obra, una suerte de sustancia nos acompaña en la lectura, algo
anterior y silencioso, algo histriónico y resbaladizo, algo esencial que no se
manifiesta, como Dios, una causa última. Esa forma es la forma de Gabriel.
Digamos, su alma, sí, pero también su personaje, sus gestos, su sonrisa, la
forma hilarante de mirar, de decir, quizás también de sentir; la forma también
que se nos ha ido dibujando en todas sus novelas anteriores, en sus apariciones
públicas, por supuesto, pero todas (incluso las públicas) también provenientes
de esa fuente, esa causa que llamamos Gabriel.
Es que es imposible leer su obra sin ese fantasma en que se convirtió
ese hombre, una vez que ha sido, de varias maneras, representado. Ese centro es
también el que, como lector, buscamos. Lo buscamos a él. Y él es el que, también,
y siempre tangencialmente, le da sabor a las palabras, color a las imágenes,
espíritu a las ideas, intención. Lo vemos sonreír, quiero decir (más claro ya
no puedo ser), cuando nos dice una ironía. También lo oímos desesperarse cuando
nos pregunta de manera insistente (un tanto teatral, a medias creíble) si aún
estamos acá, si estamos ahí, digo, del otro lado del papel, porque de éste sí
que hay alguien, quien escribe, quien siente, se confiesa y miente de este lado
del teclado. Pero sobre todo quien nos dice la verdad. Porque esa forma Gabriel
también es la forma de una verdad. Una verdad que sin duda nos costará
alcanzar, y al texto expresar, porque es la verdad profunda de un sujeto, pero
que se intuye, se adivina y no dejamos nunca de buscar. Eso es leer. No conozco
otra manera digna de hacerlo.
Pero vuelvo. Escribo porque no puedo
hablar, decía, es la forma de una enfermedad. Y la obra de Báñez es, como
la de todos los escritores que valen la pena, el síntoma de una enfermedad, así
como también un intento de cura, de sanación, y, por qué no, de salvación.
Porque esa plenitud buscada es íntimamente religiosa. O, mejor, esa plenitud es
la que busca la devoción, la aspiración a lo divino, a la voz de Dios. Y a Dios
ya lo he nombrado dos veces. No creo que sea gratuito. Esa otra vida que buscan
todos los personajes en su obra es, siento, esa otra vida, más verdadera, más
intensa, menos insensata y ridícula, que no encuentran en la vida común. Ese es
el sentido de una mujer embalsamada, esa eternidad es la que no da la vida. Y
ahora siento que nos vamos acercando. Escribir es el síntoma de una enfermedad,
decía, es la acusación, la denuncia más o menos estoica y elegante de una falta
y también lo es de la búsqueda incesante de una sanación, de un ascenso a otra
vida mejor, de una plenitud.
Creo que ya lo he dicho todo. El resto es leer de nuevo su obra (que por
supuesto no precisa de una exégesis; exégesis, por otro lado, de la esa obra
incluso ya se está riendo, y lo bien que hace, porque también se reiría
Gabriel).
Una última cosa. Esta mañana me desperté con la noticia de este concurso
en el que ahora participo. Me la envió un amigo con el que hemos leído
incansablemente la obra de Báñez. Le respondí que sentía que estábamos adentro
de una novela suya. Un concurso literario con su nombre, con su foto típica, en
letras de diario, en su ciudad de La Plata, publicado en un diario local, por
un Círculo de Escritores de La Plata. Todo muy provinciano, como le gustaba
decir a él (que por supuesto se asumía provinciano), hasta lo módico del
premio. Pensé entonces que hay obras que se agotan cuando uno las termina,
sencillamente porque no nos son memorables; otras que se prolongan un tiempo,
algunas imágenes, frases o ideas nos acompañan un tiempo; y hay otras, como las
de Gabriel, que no sólo se prolongan sino que se reinician en cada momento, en
cada circunstancia de la vida, que nos contienen y se expanden en la medida en
que se alarga la vida, como un capítulo más de sí. Y para todos. Porque acá creo
que llega el momento de hacer una aclaración. El yo del principio es real, sí, pero también es metafórico. Es real
porque me nombra a mí, por supuesto, pero es metafórico, también, porque todos
padecemos en buena medida de la discapacidad vistosa de la mudez (y quizás de
la discapacidad a secas), a todos nos cuesta decir en voz alta, estar con
palabras entre los otros. Todos hacemos algo, también, para salvar esa
discapacidad. Claro que no todos podemos redimir, con nuestros síntomas, a
todos los demás como la obra de Gabriel, que, de algún modo, nos devuelve la
palabra.
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