Mirar una hoja,
quedarse en la hoja,
morirse del árbol.
Llegar a un camino,
oír lo que pasa,
ser sólo ese oído.
Andar suavemente,
pisando sin peso
la prisa de otros.
Volver poco a poco,
es otro el que espera
que vuelvas a casa.
Mirar una hoja,
quedarse en la hoja,
morirse del árbol.
Llegar a un camino,
oír lo que pasa,
ser sólo ese oído.
Andar suavemente,
pisando sin peso
la prisa de otros.
Volver poco a poco,
es otro el que espera
que vuelvas a casa.
Ahora,
una flor que no reconoceré
está brotando en un campo
de la provincia de Buenos Aires,
en este momento,
un caballo deja su pisada lenta
de barro
al borde de una bebida,
justo ahora,
un pájaro trina de hambre,
y otro de seducción,
para el apareamiento...
es posible que ahora,
la rama de un árbol
se resquebraje por el viento,
que una mora caiga del árbol,
que una gota que parece de vidrio
descienda
con lentitud
por la corteza de un pino,
que un ave abra su pico
alrededor del cuerpo blando y húmedo
de un gusano de tierra...
justo ahora, sin duda,
el pasto se inclina,
los árboles se balancean,
la tierra se agrieta o se moja,
el cielo se nubla o se limpia,
las hojas tiemblan y alguna hoja se cae...
y yo,
que estoy en otro sitio,
que veo las calles pasar ligero,
la sucesión de los automóviles,
siento en mí la vida lenta del campo,
su pequeña variación,
su movimiento, su modificación...
y yo,
que no estoy allá,
presiento sus vibraciones,
en mí,
sus formas cambiantes,
su quietud aparente, también,
y su pudor...
y sin embargo,
nada habrá cambiado cuando volvamos allá...
el campo, como los hijos,
es una extensión
que nos devuelve siempre
a la primera vez que lo vimos vivir.
Ir al campo,
abrir la mirada,
mirar un caballo a lo lejos,
lo imperturbable,
lo inasequible,
por todo lo abierto,
sentir todo el cielo,
sentir cómo crece a lo ancho
lo amplio,
lo inmenso,
sentir todo el campo,
perderse en las líneas de cada camino,
llevar a los ojos lo alto,
lo extenso...
ir al campo,
abrir la mirada,
perderse en lo vasto,
unir en los ojos el campo y el cielo,
todo eso preciso,
sólo eso me basta,
eso nada más quiero.
No hay nadie más acá,
no sé quién soy,
ni importa siquiera
de qué se trata todo esto,
no sé qué me rodea,
si es que algo me rodea,
no sé qué día es ahora,
no recuerdo mi nombre,
ni mi edad,
ni la coloración de mi pelo,
de mi lengua,
no sé qué busco,
ni qué procura mi vida,
ignoro el pasado,
no sé qué viene después,
he borrado los lunares de la piel,
los cristales de los ojos,
la forma entera de mi cuerpo
se ha borrado,
no quiero nada,
no busco nada,
no oculto nada…
estoy cantando.
Tenso una cuerda,
las manos lentas
buscan su sitio.
Ya se distienden
sobre las formas
de la madera.
Y lentamente,
de un vals pequeño
se llena el aire.
Los dedos viven,
una armonía
los guía dentro.
Vibran los hilos,
toda la casa
deja el silencio.
Somos perfectos,
somos felices
ahora mismo.
Y el vals se acaba...
la mano suave
calla las cuerdas.
No sé muy bien quién de los dos se fue,
casi nunca se sabe eso,
¿verdad, María?...
lo cierto es que un día nos quedamos solos,
vos y yo,
y cada uno,
y yo con el tiempo,
con el largo tiempo creí comprender
que la soledad
no es nada que se parezca
a lo extraordinario,
a lo insólito, a lo inédito,
a lo inhabitual,
que la soledad, al otro lado de eso,
es un vínculo a solas con lo cotidiano,
una imposibilidad secreta,
silenciosa,
de hablarnos de lo nimio,
de lo innecesario,
de nombrar para otro lo insignificante,
cuando el día está por terminar...
que el radiador ha vuelto finalmente a funcionar,
tan tarde que parece otro,
que Eva, casi una víctima de su especie,
está de nuevo por ingresar
al período prehistórico del celo,
porque ya se adivina,
por el maullido,
por la búsqueda indiferente de la proximidad,
por la forma despareja o ritual
de andar los bordes de la casa...
que estoy aprendiendo en la guitarra,
poco a poco,
nuevos estudios del maestro Sagreras,
que con pocas notas produce milagros,
como si hubiera recibido el don
de combinar
de manera perfecta
lo mínimo en el justo lugar,
que experimento día a día,
en el estudio de la guitarra, también,
la magia lenta de la repetición,
la modificación exigua,
imperceptible,
y grandiosa a la vez,
cuando pasa el tiempo
(como para el mundo quiso Darwin),
esa suerte de paradoja de avanzar
por volver siempre al mismo lugar,
para comprender al final,
si miráramos como Dios
(como quiso Borges que mirara Dios),
que nunca nada fue realmente una repetición...
y es que esas cosas, creo ahora,
son la soledad...
porque no quiero contarte lo excepcional,
María,
lo que pasa una vez y para siempre casi
ya deja de pasar, no,
quiero contarte las horas de la luz
que se acortan y se enfrían
en las ramas oscuras del otoño,
en los techos grises,
en las palomas,
en las calles desprolijas del otoño,
que una y otra vez me encuentro
cantando una canción
que le pone palabras esenciales a la vida
que vivo,
mientras pasa,
como si una parte de mí supiera de ella
cosas que aún no sé yo...
o contarte que he descubierto
(nunca me importó, vos lo sabés,
si antes lo han sabido otros)
que la música nuestra
tiene su propia y dignísima égloga,
(y sabés cómo me alegran
esos ínfimos tesoros silenciosos),
como la tuvieron los griegos,
los romanos,
los españoles de los siglos de oro,
y ahora la encuentro en nuestro querido
Manuel Castilla...
esas pequeñeces quiero contarte,
y no puedo, claro,
y es el recuerdo constante,
inapelable y brutal, María,
de que no estás...
esa es la verdadera soledad,
creo entender,
las ganas de poner en palabras
los detalles intrascendentes de lo real...
Nicolás que distraído
y a su pesar
me hace reír en el centro solitario,
absurdo del aula,
Morena que me enternece
desde sus ojos lejanos
y ejerce voluntariamente, creo ver,
el candor y la ternura,
como un arte que secretamente
sabe que posee,
y Sara, que no sabe si quererme
como se quiere a un padre,
a un hermano mayor
o al aura imaginaria de un educador,
y León, que no tiene dudas de que somos amigos...
eso, sólo eso, María,
lo que de algún modo y mil veces
ya te conté,
lo que quizás no importa,
o lo único que importa, en verdad,
lo pueril,
lo repetido,
porque la realidad se repite
con pequeñísimas variaciones,
como sin esfuerzo,
como si no quisiera derrochar
(como para el mundo desmintió Schopenhauer),
y sin embargo nos vuelve a conmover...
como afinar con precisión,
en la voz,
las curvas frágiles de una melodía,
como lograr un sonido pianísimo
en los lindes de una canción,
como despertarse a la mañana y notar
que la noche
ha estado destemplando las guitarras,
en esta ciudad que compartimos,
María,
quisiera decírtelo en el momento,
y después,
y ahora,
y es ahí cuando descubro de nuevo
que la soledad
es ese desamparo en lo habitual,
en lo próximo,
en lo irrelevante,
un desierto chiquito,
porque es eso pequeño
lo que se queda callado y muere
para siempre,
porque vos no estás para escucharlo,
María,
porque hemos decidido, quién sabe quién,
¿y qué importa, no?,
que nos dejemos en soledad,
con estas palabras en la mente,
(si te pasa a vos me pregunto,
y sé que sí),
con estas imágenes sin camino a nadie más...
hablarte de la astucia del deseo,
que vuelvo a constatar,
si llego a un libro que sin saber buscaba,
o si miro fijamente por encima de la cocina
y me quedo observando
las olas sueltas del vapor,
que ablanda la realidad,
los árboles, los autos,
el cielo,
las casas,
o estos acordes nuevos,
estos arpegios que te quisiera mostrar...
porque es esa la soledad, creo,
lo irrelevante que se nos queda,
lo íntimo que no tiene para vivir, María,
a nadie, nadie más…
(te doy una imagen)
en la habitación vacía y oscura,
la música secreta e involuntaria de una cajita musical.
Recuerdo lo húmedo
en los bordes de la lengua,
lo rígido, lo suave,
lo líquido
en los labios,
lo liso, lo curvo,
lo cálido,
en las manos,
lo terso, lo frágil,
lo blando,
lo sustancial,
recuerdo los sonidos,
los murmullos,
los ecos,
las repeticiones,
en la noche sin iluminar,
recuerdo lo rítmico,
lo irregular,
lo sedoso, lo tenso,
lo áspero, lo lento,
lo cadencioso,
lo aromado,
recuerdo lo hermoso,
lo último,
lo imborrable,
lo despojado,
lo insípido,
lo inhóspito,
lo amargo,
recuerdo el silencio,
y el gusto a llanto, luego,
en la boca,
al despertar.
y vino la lluvia…
y la gente caminaba por las calles,
y las hojas se volaban de los árboles,
y los pájaros cantaban en las copas,
y vino la lluvia…
y los vidrios se secaban con el aire,
y los pianos protegían su madera,
y las cuerdas se templaban en las manos,
y vino la lluvia…
y la lluvia dispersó toda la gente,
y la lluvia sepultó todas las hojas,
y la lluvia calló el grito de los pájaros,
y vino la lluvia…
y la lluvia se adhirió a los altos vidrios,
y la lluvia humedeció los largos pianos,
y la lluvia destempló viejas guitarras,
y vino la lluvia…
y nada volvió a ser como era antes,
pues la lluvia fue mojando nuestras vidas,
y nada volvió a ser como era antes,
pues la lluvia no ha cesado todavía...
Estos pasos,
este frío,
estas plantas,
esta bruma,
estas manos,
este sitio.
Este cielo
gris plomizo,
estos verdes,
estos blancos,
estas aguas
del rocío.
Estos cantos,
estos ruidos,
este tiempo,
esta pena,
este goce
de estar vivo.
Este ahogo,
este sitio,
este viento
que me corta,
este pulso
en que me agito.
Estas yagas
con que piso,
estos fresnos,
estos pinos,
este suelo
que camino.
Estos pasos,
este cielo,
esta gente,
este ahogo,
estas yagas
con que piso.
Es lo poco
que conozco,
es lo único
que quiero,
es la nada
que preciso.
Ojalá que nunca nos elijamos,
me dijo,
el uno al otro para el amor,
hay tantos otros en la ciudad.
Ojalá que cada palabra que te diga,
me dijo,
de amor,
diga lo que dice y no diga nada más.
Ojalá que una tarde cualquiera te llame,
me dijo,
para estar al borde del río,
y no buscar tu cuerpo si te vas.
Ojalá que lo puro no se rompa,
me dijo,
lo inocente de todo,
la sencillez de la amistad.
Ojalá que la vida nos conceda,
me dijo,
querernos así como quien quiere
y no quiere nada más.
Ojalá que nunca nos enamoremos,
me dijo,
pues la amistad es tan bella
y el amor es tan vulgar.
Quiero morir en la noche,
con un cigarro encendido en la boca,
con los ojos intrigados,
las manos abiertas y silenciosas.
Quiero morir en el río,
sobre una piedra muy cerca del agua,
el corazón reposado,
las olas blandas que llegan y pasan.
Quiero morir en el campo,
con una hierba mojada en los labios,
oigo las aves volviendo,
huelo el profundo sudor de un caballo.
Quiero morir con mi niña,
que se ha endulzado los ojos celestes,
me ha perdonado ya tanto,
por qué no va a perdonarme la muerte.
Puedo imaginar un mar nocturno,
un mar que crece hacia la costa,
o el polvo suspendido en el aire
que busca el vidrio de las copas.
Puedo imaginar una paloma
herida de muerte por la piedra,
o una flor derramada en el agua
después que ha pasado la tormenta.
No puedo imaginar tu silencio,
el lado estéril de la cama,
la casa sin ecos de otra voz,
la voz que no llega a la palabra.
Puedo imaginar la vía láctea
sobre un campo que sigue hacia el cielo,
las gotas de lluvia de una tarde,
los álamos blandos por el viento.
Puedo imaginar la luna inmóvil
la noche que bailamos en un patio,
o un pie descalzo por la calle,
la tierra convirtiéndose en barro.
No puedo imaginar el regreso,
sin vos al otro lado de la puerta,
sin gesto de risa al despertar,
la casa que aún no está despierta.
Puedo imaginar los filamentos
que envuelven el hilo de una cuerda,
y una guitarra sola en el cuarto,
sola como una playa desierta.
Puedo imaginar un haz de luz
entrando sin esfuerzo por el agua,
un barco varado en altamar,
un pueblo corrido por la lava.
No puedo imaginar los domingos,
la quietud de las noches inmensas,
las cosas que aún llevan tu nombre,
todo lo que te vas y se queda.
Hermoso es ver los círculos del agua
cuando cae al agua una piedra,
hermoso es ver los dibujos del río
cuando sube de a poco a la arena,
hermoso es ver los círculos del agua,
pero no es alegre, Macarena.
Hermoso es ver el pasado del mundo
en la luz azul de las estrellas,
hermoso es sentir que otro tiempo
viene en la noche que llega,
hermoso es ver el pasado del mundo,
pero no es alegre, Macarena.
Hermoso es ver llegar las golondrinas
a la voz de una orden secreta,
hermoso es sentir en la especie
algo más que cada una de ellas,
hermoso es ver llegar las golondrinas,
pero no es alegre, Macarena.
Hermosa es la expansión del universo
y en lo vasto las galaxias que se alejan,
hermoso es ver después pasar la luna
como un ave indiferente que vuela,
hermoso es la expansión del universo,
pero no es alegre, Macarena.
Alegre era verte bailar por la casa
sin mover los pies de la tierra,
alegre era verte salir cada día
del sueño, de tus ojos con niebla,
alegre era el tiempo con vos,
porque alegre eras vos, Macarena.
Hace un tiempo conocí a un hombre,
sin excesiva gracia,
que seducía mujeres
(o se dejaba sabiamente seducir),
incansablemente,
en lo posible hermosas,
o al menos comprensivas,
se acostaba con ellas,
las quería con locura,
con honestidad,
eso decía,
al menos una noche,
y luego,
a la mañana siguiente,
a la luz ya clara del día,
como en una nueva bienvenida,
casi nuevos,
casi otros,
con la risa nueva en el rostro,
les contaba todo lo inconfesable
de sí,
cosa que con nadie más hacía,
y eso era todo,
y luego,
con una pena ya conocida
o acostumbrada,
y sin lamento,
no las volvía a ver,
nunca más,
pues no toleró nunca, decía,
en sus rostros,
el gesto de la lástima o del horror,
ese lago de sangre,
decía,
en el que nunca se quiso mirar.
Y yo,
que apenas lo podía entender,
nunca supe si condenarlo,
por cobarde o por canalla,
o admirarlo,
por mostrar las migas del horror,
así decía,
la miseria de sí
ante lo que se ha querido,
aunque sea una vez,
y evitar después,
como un ser orgulloso o estoico,
la compasión ajena,
que es otra forma de la propia piedad.
Es posible que ellas tampoco quisieran,
después de todo,
volver a verme,
decía,
y así les evito la deshonra,
el desengaño de la propia bondad,
la horrible misericordia,
el asco, incluso,
la incomodidad de la culpa.
En mí dejó algunos pocos secretos,
muy pocos,
y superficiales
(es decir magníficos,
ideales),
que por otra parte sé que fueron aquellos,
prolijamente hermosos,
increíbles,
que él mismo y cuidadosamente
inventó para sí,
como otro lago,
como una íntima creación.
Río,
yo preciso de vos para ocultarme,
para vivir sin mí,
para olvidarme,
para salir de mí,
poco a poco,
para dejarme.
Río,
yo preciso de vos para los ojos,
para pasar por mí
tu gusto a lodo,
para volver a mí,
sin palabras,
vivir sin otros.
Río,
yo preciso de vos como un amante,
puedo vivir sin vos
y puedo amarte,
dejar el corazón,
otras veces,
en otra parte.
Río,
yo preciso de vos como un amigo,
que no mire lo gris
que me ha traído,
y en el agua se va,
otra vez,
lo que se ha ido.
Río,
yo te quiero escribir para borrarme,
para ser una flor
que crece en sangre,
otro río nacer,
otro río,
en otra carne.
(Un poema de amor)
Estamos lejos,
los pasos de la orilla
son infinitos.
Vuelco mi mano,
puedo tocar el agua,
pero no el río.
Estamos cerca,
puedo escuchar tus aves,
sentir las olas.
Los ojos fijos,
las luces que te extienden,
tu lado en sombra.
Somos ajenos,
somos la cercanía
de dos extraños.
Sobre tus líneas,
descanso la mirada
color del barro.
Somos lo mismo,
dos seres que han dejado
que Dios los cree.
Me iré al alba,
la noche es un milagro
de vida breve.
Prefiero el río,
su cuerpo blando,
la impureza del agua.
No estamos limpios,
como ese río,
que ensucia lo que lava.
Como el sonido,
estamos hechos
de todo lo inaudible.
En algún sitio,
te está llamando
lo mucho que perdiste.
Prefiero el río,
su olor a viejo,
sus aguas derramadas.
Como nosotros,
no sabe nada
de todo lo que guarda.
Somos su orilla,
somos lo ajeno,
por eso nos ignora.
No busca nada,
apenas deja
las algas que lo flotan.
Prefiero el río,
su voz de ave,
su luz abandonada.
Como él crecemos,
bellos y solos,
como él que llega y pasa.
No puede oírnos,
no siente nada,
ni siquiera desprecio.
Cuando te vayas,
llevame al río,
que en el río me duermo.
Todo era inmenso,
todo era paz y armonía,
todo era bueno,
y el río no se movía.
Todo era calma,
todo era luz en el día,
todo era extenso,
y el río no se movía.
Y tu vestido,
y vos sentada en la piedra,
y el río inmenso,
como si nada ocurriera.
Y tus palabras,
tus ojos llenos de arena,
y el río antiguo,
como si nada ocurriera.
No supo el río
la fe creciendo en el tiempo,
ni el miedo grande
de hacer un mundo de nuevo.
No supo el río
que sólo el río es eterno,
ni el fin de todo,
ni el llanto sobre lo muerto.
Todo era inmenso,
todo era paz y armonía,
todo era bueno,
y el río no se movía.
Todo era calma,
todo era luz en el día,
todo era extenso,
y el río no se movía.
Los árboles alineados,
la forma que dibuja la sombra,
el amplio río ondulado,
inocente de todo
lo que a la costa le roba.
Los pájaros invisibles,
los caballos sueltos y lejanos,
las ventanas de otra gente,
la vida breve y ajena
que a veces le imaginamos.
Las notas altas del canto,
la belleza en otros idiomas,
las moras altas del árbol,
el sol cayendo en vano
sobre un lado de las hojas.
La extensa mano estirada
hacia un tren que parte sin deseo,
el amor que llega tarde,
la forma de la Virgen
hecha de musgo y anhelo.
Los versos que recordamos
de otros, tan propios y tan ajenos,
pues Dios nos hizo tan cerca
de todo lo que amamos,
que amamos y no tenemos.