Quizá haya sido Sófocles uno de los más grandes escritores que ha dado la literatura. Y, sin embargo, años atrás, le hubiese estado vedado férreamente el premio que antes daba la izquierda en la fría Estocolmo. El argumento sería el siguiente. Lo que era revolución, en Sófocles se vuelve barbarie, lo que era barbarie, en Sófocles se vuelve revolución. Sófocles, dirán, hace uso de la hybris desmesuradamente. Hace culpables a las víctimas, irresponsables a los irresponsables. Comedia de la tragedia. Porque las tragedias de Sófocles terminan bien, en verdad. Gana Dios. Gana el mundo. Gana Zeus que es un Cosmos. Gana la Justicia. Sófocles hace pecar a los santos inocentes para, dirá un francés, redimir a los dioses. Sófocles miente el mito para poner orden. Sófocles esconde la barbarie a la civilización. Y lo dice sin ambages. Perdón si me extralimito. Dice que las leyes santas, las más santas son las no escritas, las de Dios, las del Poder. Pero nosotros, que de ateos ya lo tenemos todo, sabemos que poder se escribe con mayúscula terrena. Sófocles es impío, imperdonable, al decir que la hybris será alegremente castigada. Sófocles es irredimible al cantar un coro a la Justicia mientras un hombre hace todo lo posible por no matar a quienes le dieron vida y los mata. Sófocles es inclemente al decidir que todo hombre tiene pecado cinco segundos antes de su estúpida muerte. Sófocles no sólo cree en el Estado sino que cree en Dios. Pero eso no el lo mas triste. Sófocles desprecia a quienes pretenden robarle un poco de pan al mundo. Y el mito no decía eso, Sófocles. Perdón si comento desmesura. El mito era la revolución, la denuncia, un hermoso tango griego batido a tambor. Y Sófocles fue la sábana blanca y hermosa en la boca. Sófocles no dejó rastros de la furia porque la castigó. Dijo que había viejas culpas que no mostró. No, Sófocles. Sería hermoso pecar antes de morir, pero esa es tu mano injustificable. Tu mano trágica. Tu mano cómica. Nos dijiste, repito el argumento, que las leyes no escritas eran imperecederas, que había un orden trascendente a mí. Me dijiste, perdón, que me quedara donde estaba, que no pidiera socorro sin antes agachar la cabeza y bajar la voz. Me conminaste a un silencio decoroso. Me obligaste a no matarme, a no colgar de mi cuello a las generaciones venideras, me obligaste al horror de una vida sana, a la muerte lenta a la orilla de un camino al que nunca podría entrar. Y yo te creí. Te creí durante dos mil quinientos años.
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